Washington está todas las primaveras pendiente
de los cerezos y este año no ha sido menos: que si las tempranas temperaturas
primaverales habían acelerado la floración, que si los capullos se verían
afectados por la tardía tormenta de nieve Stella, que si los brotes que se
habían congelado lograrían sobrevivir, que si los que no habían salido lo
harían… Cada año todos esperan impacientes el veredicto del encargado de
dictaminar cuándo ha florecido el 70% de los capullos, momento en que comenzará
el Cherry Blossom Festival. Esa expectación me recuerda a cuando estaba en
Oriente Medio y todos esperaban ansiosos el veredicto del sabio que escudriñaba
el cielo para percibir el primer creciente tras la luna nueva y así marcar el
inicio del Ramadán, aunque no creo que a la nueva Administración estadounidense
le haga mucha gracia mi asociación.
Este Festival del florecimiento de los
cerezos tiene lugar desde 1912 al inicio de la primavera y atrae a cientos de
miles de visitantes de todo el mundo. Pero el Festival no celebra únicamente el
despertar de la naturaleza. Es algo mucho más cosmopolita, como corresponde a
la capital del Imperio y pretende conmemorar las buenas relaciones entre los
ciudadanos de Japón y de Estados Unidos simbolizadas en los 3.020 cerezos que
el alcalde de Tokio le regaló en 1912 al alcalde de Washington.
Que llegaran esos árboles requirió un
largo trabajo diplomático y, de hecho, a punto estuvo de irse todo al traste
cuando al inspeccionarse en EEUU el primer cargamento de 2.000 cerezos
japoneses se descubrió que venían infestados de parásitos y el Presidente Taft,
siguiendo las recomendaciones del Departamento de Agricultura, los sentenció a
ser quemados. Japón respondió mandando un mayor número de árboles y seguro que
al funcionario que se ocupó del primer envío se le cayó su lacio pelo nipón.
En una ceremonia que tuvo lugar el 27 de marzo de 1912, la Primera Dama y la mujer del Embajador de Japón plantaron los dos primeros cerezos en el Tidal Basin de Washington DC, que es esa ensenada artificial situada en el centro de la ciudad donde se encuentran algunos de los monumentos más impresionantes de la capital de EEUU. Como muestra de gratitud ante tan generoso regalo, el Presidente Taft envió tres años después 50 sanguiñuelos o cornejos floridos (Cornus florida) una especie originaria del Este de Norteamérica y que florece hacia el mes de abril. Con estos no hizo falta repetir el envío y los gestos amistosos entre las dos ciudades dieron inicio a una tradición de intercambiarse ambos tipos de árboles, tradición que permanece hasta hoy en día.
A mí, la idea me parece muy bonita porque
desde hace más de un siglo, al florecer después de largos meses de invierno, estos
árboles reavivan la amistad entre ambos países, su belleza muestra el esplendor
natural de las dos naciones y sus diminutas flores se han convertido en el
símbolo de los profundos lazos entre Washington y Tokio. Y el identificar la
amistad con un ser vivo al que hay que cuidar, respetar, admirar y proteger me
parece muy acertado. La gente así lo entendió desde el primer momento y como
muestra está el que tras el bombardeo japonés de Pearl Harbor en 1941 cuatro de
esos cerezos aparecieron talados en lo que se consideró uno de los gestos de
repulsa más efectivos. Actualmente los washingtonianos cuidan esos árboles de
una manera que me deja puesta: está prohibido subirse a ellos, arrancar rama
alguna, caminar alrededor de sus raíces o incluso que los perros hagan sus necesidades
en las inmediaciones.
A ambos lados del Pacífico se celebra ese
florecimiento amistoso con sendos festivales. Washington atrae a más de un
millón y medio de turistas a las numerosísimas actividades, que tienen un
marcado acento oriental: desde la ceremonia inaugural pasando por el Cinematsuri
o Festival de cine japonés, el Día de la Cultura Japonesa en la Biblioteca del
Congreso, el Sakura Matsuri o Festival callejero japonés, el mercado nocturno
japonés, los conciertos de DJ nipones, las degustaciones o clases de cocina
japonesa … hasta que el espectáculo de fuegos artificiales pone el punto final a
las celebraciones tres semanas después.
El “merchandising” funciona a las mil
maravillas, que para algo estamos en la capital del mundo capitalista y, como
las flores de los cerezos son rosas, absolutamente todo se tiñe de ese color.
Porque nada gusta más a los americanos que uniformizarse y asociar un color a
un evento particular. Y aquí, la primavera es definitivamente rosa.