Últimamente me está dando vueltas en la
cabeza la idea de tener un perro. No sé si estoy empezando a sucumbir a las
incesantes súplicas de los niños, si es que veo que ya se están haciendo
mayores y quiero hacer realidad su gran sueño infantil o si tal vez estoy simplemente
buscando un compañero en mis carreras matutinas (ver entrada “El coloso en
mallas”).
De pequeña yo también supliqué en vano que
me regalaran un perrito. A los 20 años me di cuenta de que me ataban mucho y me
conformé con acariciar los animales ajenos. Después, empecé a ser ordenada y
a valorar la limpieza, algo que era incompatible con los pelos de los perros. Y fue
en esa época cuando empecé a desarrollar la batería de argumentos que sigo
esgrimiendo con cada vez menos convicción: que la vida que llevamos, mudándonos
de país constantemente, no nos lo permite; que qué haríamos con el perro cuando nos fuéramos de vacaciones; que hay muchos caseros que no te alquilan
la casa si tienes una mascota; que menudo rollo ese de sacar al chucho a
primera y última horas a hacer sus necesidades; que si el perro tiene que hacer
la función de cuidar la casa y avisar si llegan extraños para lo cual tiene que
vivir afuera y en Oriente Medio hacía mucho calor y en EEUU hace mucho frío en invierno…
Pero me estoy dando cuenta de que voy mirando con
más atención los animales con los que me cruzo en la calle, investigo en
internet las razas de perro que más me gustan y me visualizo paseando al perro
por los senderos de mi barrio y saludando orgullosa a mis vecinos sabiendo que
mi cachorro es el más bonito, el mejor educado, el más cariñoso y el mejor
defensor de nuestra vivienda. Es más, casi siento en mi mano la calidez que
transmite su deposición al meterla en la bolsa de plástico, lo que creo que indica
que mi grado de convencimiento está en un estadio muy avanzado.
Lo cierto es que creo que me estoy
contagiando del ambiente que se respira en Estados Unidos. Jamás he conocido a
tantas personas que tuvieran perro ni he visto tantos animales en cualquiera de
las zonas en las que haya vivido. En 2015, cerca de 80 millones de perros
estaban registrados como mascotas en EEUU, a los que habría que añadir los que
simplemente viven con sus dueños sin estar inscritos en parte alguna.
Abrumador.
Cuando al poco de llegar vi que el High
School de mi hija mayor ofrecía sesiones con perros en el colegio para
desestresar a los alumnos en la temporada de exámenes me quedé puesta. Ahora
veo algo normal que cada pocas semanas me llegue el aviso de que los “dogs are
coming to school!” (¡los perros vienen al colegio!) y sé que es una actividad
organizada periódicamente por la Asociación de Padres de Alumnos que permite
que los que tengan perros sociables los lleven al colegio para que en los
turnos de comidas los estudiantes puedan ir a jugar con ellos y así liberar las
tensiones, las preocupaciones o el estrés provocados por la vida escolar.
Pero esto no evitó que me sorprendiera la
última medida adoptada por Ryan Zinke, el nuevo Secretario de Interior (el
equivalente nuestro Ministro de Medio Ambiente y algo así como Ordenación del Territorio), que acaba de decretar el inicio de los
“Doggy Days at Interior” (“Días de Perritos en Interior”). El susodicho
Secretario debe de ser de todas maneras algo peculiar puesto que hace un mes llegó a su primer día
de trabajo a lomos de Tonto, un caballo perteneciente a la Policía Ecuestre y
que vive en los establos del Mall washingtoniano.
La medida, sin embargo, no es tan novedosa porque los miembros del Congreso llevan a sus perros al Capitolio desde el
siglo XIX y muchas compañías privadas están mejorando el ambiente laboral con
su política de “amigos de los animales” y sostienen que mostrar afecto por los
amigos caninos forma parte de la faceta integral de sus culturas corporativas.
Incluso citan un estudio realizado por una de las mayores cadenas de
Veterinaria del país que defiende que este tipo de medidas mejora la moral de
los trabajadores reduciendo los niveles de estrés y de culpabilidad por dejar a
las mascotas en casa mientras van a trabajar y todo ello redunda en beneficio
de las compañías.
Así que ahora solo queda decidir si al
Ministerio pueden ir todos los perros o únicamente los de determinado tamaño;
si deben ir con correa o no; si tienen que pasar un examen médico y llevar la
cartilla de vacunación; qué hacer con los trabajadores que tienen alergias,
fobias o a simplemente no les gustan los animales (aunque ya se baraja la idea
de que esos días puedan trabajar desde su casa). Por todo ello la nueva medida
se va a empezar a aplicar como un programa piloto.
Y todo esto que a mi me deja puesta se ve
aquí como la cosa más normal del mundo. Es más, lo raro es que Donald Trump sea
el primer Presidente de los Estados Unidos en 150 años en no tener una mascota y
los ciudadanos echan de menos la clásica foto del animalito jugando en el
Despacho Oval, correteando por los jardines de la Casa Blanca o bajándose del
Air Force One. Tal vez el jefe de campaña de los Demócratas debió haber
destacado esa grave carencia del entonces candidato Trump. Craso error.
Posiblemente la norteamericanos hubieran votado de otra manera.
Precisamente acabo de leer un estudio japonés que dice que los perros detectan a las malas personas, que el olfato canino también incluye este tipo de comportamiento que les hace rechazar a los que son pobres de espíritu o tienen aviesas intenciones, curioso eh? Quizás por ello Trump no tiene o no quiere perros, jaaaa. Un besin
ResponderEliminarQué interesante, Lucía. Besos mil.
EliminarPues a por el perro EVA!
ResponderEliminar¡¡¡¡¡Otro gran artículo!!!!!
Antes tiene que llegar Gab al mismo grado de convencimiento y, para desesperación de los niños, aún está muy verde. Gracias por comentar. Besos
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