Lo recordé el otro día en que Gabriel
apareció con un par de entradas para uno de los conciertos de verano del Wolf
Trap, el Parque Nacional para las Artes Escénicas que se encuentra en Vienna,
Virginia. Son cerca 50 hectáreas de terreno donados hace 50 años por una
funcionaria del gobierno para preservar el área de la presión urbanística a la
vez que para crear un espacio donde disfrutar de las artes en armonía con la
naturaleza. Junto con las tierras donó fondos para construir un anfiteatro
exterior conocido como el Filene Center que desde mayo a finales de septiembre
tiene una programación alucinante de pop, country, folk, blues, música clásica,
danza o teatro.
Uno de esos incendios tan frecuentes en
este país y que a mí me producen pavor (ver entrada Tocar madera) destruyó
completamente el edificio original en 1982 y, tras dos años de reconstrucción,
el resultado es un anfiteatro ultramoderno con capacidad para 7000 personas, la
mitad de las cuales están bajo techo y el resto puede tumbarse en las laderas que
en él convergen. Y a mí me parece lo máximo: ir con tu neverita, la cena, el
vino y las copas, un buen cojín y sentarte sobre la manta en la noche templada alternando la vista entre las luces del escenario y las de las estrellas sobre
tu cabeza. Delicioso.
Un ambiente muy distinto al del otro concierto que fuimos
hace unos días en la Embajada de Finlandia, que organiza junto con sus vecinos
nórdicos un Festival de Jazz en Washington. Jazz nórdico, una experiencia, cuando
menos, “intensa”, en un edificio igualmente fantástico: una caja de cristal y
acero con muros de granito que desde el exterior no dejan adivinar el ambiente
cálido repleto de luz natural, madera clara y magníficas vistas al bosque que
tiene detrás. Modernísimo y minimalista, como el público asistente. Gente rubia,
alta, con trajes que estilizaban sus cuerpos juncales, gafas de montura de
pasta gruesa y una postura elegante de espalda erguida y cuello de bailarines.
Tan distintos de mi Europa mediterránea que me entraron unas tremendas ganas repentinas
de irme de expedición a esas frías tierras del norte que seguro que serían una cantera inagotable
de momentos para quedarme puesta. Eso sí, no sé si iría a otro concierto de
jazz nórdico: demasiado gélido para mis gustos latinos.
Post-post:
El resto del año, desde octubre hasta
mayo, el Wolf Trap programa sus espectáculos en The Barns at Wolf Trap, dos
graneros del siglo XVIII adaptados para espectáculos musicales en 1981. Al
parecer, la propietaria original del terreno había acudido a un concierto en un
granero en Maine y quedó impresionada con la acústica y el ambiente informal
que proporcionaba la construcción agrícola. Quiso reproducir lo mismo en Wolf
Trap y, tras encargar a un historiador especializado en graneros (puesta otra
vez) que localizara dos aptos para su propósito, los mandó traer desde el norte
del Estado de Nueva York y reconstruirlos en su ubicación actual en Virginia. Levantado
alrededor de 1730, el granero alemán tiene una viga oscilante que recuerda su
doble función original de servir de apoyo al henil y permitir un espacio
diáfano en el que se pudieran mover los caballos. Ahora es un teatro delicioso
con capacidad para 284 personas en el lugar de los animales y 98 en el de la
paja. Adyacente está el granero inglés, construido en 1791. Más pequeño que el
anterior, sirve de área de recepción y servicios y cuenta con una zona de
reunión y pequeño restaurante donde disfrutar de una cena ligera o una copa
antes de la actuación. Allí vimos el invierno pasado a la gaitera gallega Cristina
Pato que puso a todo el público a bailar muñeiras. Literal.
Fotos: Gabriel Alou y Wolf Trap
Fotos: Gabriel Alou y Wolf Trap
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