Cuando hace unos años estábamos en
Madrid, vinieron a visitarnos unos amigos asiáticos. Les llevamos a un sitio y a otro durante varios días y en un
momento en que uno de sus hijos se quejaba porque estaba cansado, su madre le
dijo: “ten un poco de paciencia, cariño, ya sabíamos que esta sería la parte
más “cultural” de nuestras vacaciones; cuando pasado mañana nos vayamos a Londres, ya te divertirás”. Me quedé puesta.
Hay muchas formas de viajar. A mis hijos
les gustaban mucho más los viajes de nuestros amigos: esquiaban sobre arena en
el desierto, se alojaban en un hotel de hielo, hacían recorridos en submarino,
se subían a coches de carreras en circuitos automovilísticos. Ellos tenían la
impresión de que nosotros visitábamos únicamente catedrales y museos
archidiocesanos, enfilábamos directos a los cascos históricos, nos leíamos todos los paneles explicativos
descoloridos por el sol ante cualquier muralla de piedra, mirábamos los
edificios modernistas de las ciudades en vez de pararnos ante los escaparates
de las jugueterías… “Un rollo”.
Sin embargo, desde que viajamos por
Estados Unidos les gusta más hacer turismo con nosotros. Posiblemente sea
porque al ser un país con una historia mucho más reciente que la de nuestra
“vieja Europa” digieren más fácilmente lo que ven sin sentirse
aplastados por el peso de los siglos y de los pedruscos arqueológicos. Pero también porque todos nos hemos
tenido que adaptar a la oferta turística y nuestra forma de viajar ha cambiado
sustancialmente. Ahora hacemos cientos de kilómetros hasta llegar al primer
hotel y procuramos organizar las paradas donde haya algo “medianamente”
interesante que, con el tiempo, acaba convirtiéndose en lo que más gracia nos acaba haciendo.
Esos altos en el camino me han permitido
darme cuenta de que, si bien a los americanos la historia les infunde un respeto reverencial, cuando visitan un lugar valoran sobre
todo la excepcionalidad, la originalidad, que haya sido muy trabajoso de
realizar, que haya costado mucho dinero o que la persona que está detrás de eso
haya sido o sea especial.
Si hace unos años alguien me hubiera
dicho que me desviaría de mi ruta para ver una “casa zapato” tal vez le hubiera
mirado con aires de suficiencia. La casa Haines está en una carretera en el
centro de Pennsylvania y tiene todos los ingredientes que encantan a los
americanos: la construyó un zapatero de Ohio que partió de la nada;
creó la mayor cadena de tiendas en Estados Unidos propiedad de una sola
persona; se hizo millonario; y era un excéntrico.
Mahlon N. Haines, conocido como el Mago de los Zapatos, planeó la Shoe House como
un anuncio publicitario y, tendiéndole una bota de su tienda a un
arquitecto, le dijo: “Hazme una casa así”. La casa, construida en 1948, mide
unos 450 metros cuadrados y tiene el salón en la puntera, la cocina en el
tacón, dos dormitorios en el tobillo y en el empeine está lo que hoy en día es
una heladería. Llegó a habitarla por un tiempo pero no debía de ser muy cómoda puesto
que pronto se trasladaría a otra vivienda en las cercanías.
Siguiendo por Pennsylvania, tuvimos que dar bastantes vueltas para
encontrar lo que se anuncia nada menos que como “la gasolinera más antigua de Estados
Unidos”, en funcionamiento ininterrumpido desde... ¡1909!. Se encuentra en Altoona y los comentarios de los usuarios en Trip Advisor son geniales:
“Gracias por destacar esta pequeña y única joya”. “Es una auténtica experiencia
retro”. “Es fantástico ser parte de la historia”. “¡Incluso te ponen la
gasolina y te limpian el parabrisas!”. Me alegré de haber ido porque los dueños se lo
toman muy en serio, te cuentan lo que saben encantados, te hacen pasar al
taller para que veas las fotos y las piezas “históricas” e incluso, tras limpiarte el parabrisas como dice el anuncio, te dan un
recuerdo de madera que es una monada.
También en la "famosísima" Altoona se encuentra la llamada Shoe Horse Curve (Curva de la
Herradura), otra “joya” del transporte, en este caso ferroviario. Esta audaz obra de
ingeniería se inauguró en 1854 y permitió reducir sustancialmente los tiempos
de transporte hacia el oeste con el trazo de una curva muy cerrada en un espacio muy reducido. Tuvo que hacerse sin
intervención de maquinaria pesada y participaron 450 trabajadores, en su mayoría
irlandeses, que cobraban 25 céntimos la hora en jornadas de 12 horas diarias.
Ignoro si estaban bien o mal pagados, como sospecho que tampoco lo sabía la
pareja de turistas americanos que visitaban el museo a la vez que nosotros,
pero ellos se quedaron puestos. Les encantó el dato. A mí también me gustó el
haber hecho ese alto en el camino, coger el pequeño funicular que te lleva
junto a las vías a esperar que los trenes anuncien su paso a golpe de silbato y
disfrutar del paisaje y del aire puro de las montañas Allegheny.
Los niños tienen razón. No hace falta ir a un museo para aprender cosas interesantes. El espíritu emprendedor de un zapatero, la gasolinera y la curva del ferrocarril ilustran perfectamente lo que ha sido el desarrollo de este país.
Los niños tienen razón. No hace falta ir a un museo para aprender cosas interesantes. El espíritu emprendedor de un zapatero, la gasolinera y la curva del ferrocarril ilustran perfectamente lo que ha sido el desarrollo de este país.
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