En Estados Unidos el historial de crédito
es fundamental. Implica que pagas tus facturas a tiempo y que puedes comprar
bienes o servicios con el acuerdo de que los vas a pagar a posteriori. Pero para que te den un crédito (entiéndase una
tarjeta de un banco, pagar el coche en varios plazos, la tarjeta del
equivalente a El Corte Inglés o contratar la línea para el teléfono móvil)
necesitas un historial de crédito que demuestre que eres buen pagador y que no
te retrasas pagando tus recibos y tus compromisos financieros. Y, claro, cuando
no has vivido en Estados Unidos con anterioridad y llegas con un historial de
crédito tan reluciente como inexistente para las autoridades locales, todo se
vuelve un absurdo.
Los negocios acceden a tus datos de
crédito (medidos por un puntaje que realizan tres grandes compañías) y en
función de eso deciden si eres lo suficientemente fiable para hacer tratos
contigo. Un mal historial de crédito puede amargarte la vida en Estados Unidos y
limpiarlo es una tarea muy difícil, por eso en el colegio de mi hija han
tratado el tema como una unidad temática de la asignatura de Sociales. Durante
6 sesiones de 45 minutos les impartieron un programa llamado Junior Achievements Economics for Success,
que promueve la preparación para el mercado de trabajo, el emprendimiento
empresarial y la alfabetización financiera. Las “clases” las dan voluntarios
que van a las escuelas y en el caso de mi hija fue la madre de una compañera
que trabaja en el Banco Mundial.
Durante esos días términos como
presupuesto, crédito, tarjeta de crédito y de débito, copago, deducible,
salario bruto y neto, interés o coste de oportunidad, entre otros muchos,
formaron parte de su vocabulario habitual y tenía que tomar decisiones
financieras de acuerdo a una profesión y nivel de ingresos que le fueron
asignados al azar. Unas profesiones ganaban más que otras, a unas llegaban con
mas deudas que a otras (por ejemplo, el universitario tenía que pagar sus
créditos estudiantiles) y en función de todo ello tenían que organizar sus vidas
como adultos. Mi hija era una oficial de policía que tenía unos ingresos
mensuales brutos de 4.500 dólares y netos de 3.100 dólares. De las decisiones
de mi hija dependía llegar a fin de mes de la manera más feliz posible.
A mí estas cosas me dejan asombrada. No
sé si es una cuestión generacional (cuando yo iba al colegio estos temas no eran
fundamentales), cultural (en mi cultura el tema del dinero no es tan importante),
presupuestaria (en mi sistema educativo no había fondos para esos temas) o de
madurez (en mi educación esos temas se consideraban de adultos y nos dejaban
ser niños más tiempo). El caso es que a la edad de mi hija yo solo decidía si
gastar mi paga en gusanitos o en un helado, desconocía el grado de
endeudamiento de mis padres, la palabra hipoteca no estaba en mi radar y el
moroso era un personaje de "13, Rue del Percebe". A los 18 años, en la
universidad, la asignatura de Economía me resultaba incomprensible; a los 20,
al irme a vivir a un piso de estudiante, tuve que responsabilizarme de distribuir
bien mis gastos, y a los 24 recibí mi primera nómina. Hasta los 30 años no firmé
un cheque y, lo reconozco, me puse un poco nerviosa.
A mi hija le afeo que siempre quiera
mirar las cuentas de los restaurantes a la hora de pagar, ver cuánto dejamos de
propina y si esa comida ha sido más cara que la del restaurante de la semana
pasada. Nosotros le decimos que es de mala educación hacerlo y que a su edad no
tiene que preocuparse de esas cosas. Ella no lo entiende. Ahora sé por qué.
Nuestra forma de educarla choca con lo que está aprendiendo en el colegio donde
consideran que ya es lo suficientemente madura para familiarizarse con conceptos
que formarán parte indisoluble de su vida como adulta. Y es verdad que es mucho
más madura que yo a su edad. ¿Es algo genético o es producto del sistema? Mientras
lo averiguo voy a desempolvar mi manual de Economía, que esta niña pregunta
mucho y me temo que mis cenas ya no volverán a ser las mismas.