La primera vez que fui a comprar a una
especie de El Corte Inglés y me preguntó una asombradísima cajera si iba a
pagar “full price” (lo que marcaba la
etiqueta) no sabía de qué me hablaba y dije que sí. Ella puso cara de “bueno, allá tú” y me cobró. Yo salí
dándole vueltas a la cabeza pensando qué situación tan absurda acababa de
vivir. No estaban de rebajas, ¿cómo no iba a pagar lo que decía que costaba?
¿Qué tenía que haber hecho? ¿Me estarían timando? ¿Cómo me iban a timar en una
tienda de ese tipo, si, encima, el precio estaba en la etiqueta?
Todavía no había entrado en el mundo de
los cupones en Estados Unidos, ese material impreso que llega al correo de tu
casa, que recortas de publicaciones que coges a la salida de los supermercados,
que aparece en el embalaje de algún producto o que, gracias al mundo de las
Apps y de los teléfonos inteligentes, descargas digitalmente y lo muestras en
las tiendas en el momento de pagar. El cajero lo escanea y por arte de magia el
precio se reduce sustancialmente.
Una vez los descubrí, pasé a tirarme
horas en la mesa de la cocina seleccionando todos los que llegaban a casa y que
las primeras semanas se habían ido directamente al cubo azul de reciclaje del
papel, como la basura que pensaba que eran. Dos yogures por el precio de uno, 20% de descuento en las chuletas de cerdo, 10 dólares de descuento si gastas 50 en la ferretería. Tijeras en mano recortaba de
las páginas de los periódicos aquellos que podían tener una utilidad para mí, los doblaba cuidadosamente e intentaba ordenarlos en función de algún criterio que iba variando
a medida que me veía desbordada. Empecé metiéndolos en la cartera pero comenzó
a inflarse según se llenaba de papelajos que caducaban antes de que tuviera
ocasión de utilizarlos. Después rescaté una carterita para concentrar ahí todos
mis hallazgos y, como cada día ocupaba y pesaba más, la acababa dejando en casa
de manera que cuando me hacía falta el cuponcito de las narices, no lo tenía. Cuando
sí la había llevado conmigo, me paraba en un pasillo antes de hacer cola en la
caja del supermercado revolviendo entre los cientos de cupones que tenía a ver
si alguno me servía y me acababa agobiando entre tanta basura y tanto cupón
caducado.
Definitivamente este sistema no era para
mí, siendo como soy la reina de la improvisación y de las compras repentinas.
Soy de las que entro al supermercado a comprar una caja de leche y acabo
saliendo con el carro lleno tras gastarme 200 dólares. No me planifico para
comprar unas perchas: en algún lugar recóndito de mi cerebro almaceno el dato
de que tenemos pocas y, si de casualidad paso por algún sitio en donde las
venden y me acuerdo, acabo comprándolas. Ante este modo de vida no hay cupón
que valga. Es algo más propio de individuos planificadores, organizados y
responsables. Por eso les sirve a los americanos y, en cambio, en España no los
usamos.
Sin embargo, al final, de alguna manera
encuentras la forma de acceder a los descuentos porque hay gente buena por
todas partes. Alguna vez una persona que estaba antes de mí en alguna cola me
pasó los cupones que ella no iba a utilizar; otras veces el propio cajero se
sacó un cupón suyo del bolsillo y me lo aplicó sin más; otra vez el cajero me
dijo el nombre de una página web para que me descargara el cupón en el teléfono
y esperó pacientemente a que realizara toda la operación sin mostrar signos de
impaciencia y sin que ningún otro cliente de la cola protestara por el tiempo que me estaba tomando. En otra
ocasión, la dependienta de la sección de caballeros a la que tenía que pagarle
70$ por el precio de una camisa revolvió cielo y tierra en su ordenador en
búsqueda de la mejor oferta; tardó 20 minutos y no hacía caso a mi insistencia,
ya desesperada por la cantidad de tiempo perdido, de que lo dejara, que no
pasaba nada. Al final logró meter un sinfín de códigos en el ordenador y acabé
pagando 37$. Llegué tarde a una cita pero la prenda me costó casi la mitad.
Me deja puesta que a pesar de tener una
venta asegurada, muchos cajeros intenten reducirte el precio lo máximo posible
para que pagues el mínimo establecido. Es más, en alguna ocasión se toman el
trabajo de buscar entre las páginas web de los negocios de la competencia si
ofrecen más barato ese mismo producto para, directamente, igualarte el precio.
No va en contra del negocio de su jefe, tal vez todo lo contrario. Porque
evitan que vayas a la competencia y sus maravillosos descuentos te dejan sin
excusas para no comprar con solo pensar en todo lo que te vas a ahorrar. Capitalismo
en estado puro: “mira qué descuento tan
bueno te estoy haciendo pero dame tu dinerito que te voy cobrando”.
Fotos: Carol Pyles
Qué bueno, esto tengo que enseñarselo yo a mi familia si o si, porque dicen que no hay nadie en el mundo más que yo que haga esas cosas una y otra vez ,me llaman de todo, casi me siento bicho raro raro y resulta que lo único que soy en esto es... Americana!! jaaaa. Genial
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