lunes, 26 de noviembre de 2018

How many?

La semana pasada fui tres veces a mi clase de pilates: el lunes, el martes y el miércoles. El jueves cerraban porque era Thanksgiving o día de Acción de Gracias. Normalmente en esas clases hablamos poco. Cada quien se tumba en su máquina, se coloca las cintas en los pies y espera las indicaciones de la instructora que dirige la sesión. Pero estos tres días el corral estaba alborotado. “How many? How many?”, se oía por todas partes. No tardé en darme cuenta de que se estaban refiriendo a cuántos invitados iban a tener para su celebración de Acción de Gracias. “Oh, este año es fácil, decía una, sólo 15”. “Nosotros somos 18 pero cada uno tiene una alergia alimentaria distinta”, respondía su amiga con expresión de impotencia. “Lo mío está ya controlado”, decía la de más allá, mientras iba ajustando los muelles de su máquina de gimnasia. 

La celebración del día de Acción de Gracias concentra los esfuerzos culinarios del año de la mayoría de los hogares americanos. Es más, creo que es el momento en el que los nacionales de este país, no importa de qué Estado procedan, sienten más presión por meterse en la cocina, por ser fieles a la tradición de su familia y a la de la familia política y por llenar la mesa de platos que gusten a todo el mundo y que traigan (para los mayores) o sean capaces de generar (en los más jóvenes) sabores cargados de nostalgia. El año pasado (ver post Ya te lo pueden agradecer) os conté la planificación que requiere una buena comida de Acción de Gracias y, la verdad, hay que echarle ganas, sobre todo si, como la mayoría de los americanos, no estás acostumbrado a estar entre fogones. Por eso no me extraña que triunfen determinadas recetas sencillas y aparentes que gozan del reconocimiento popular y que consiguen un lugar destacado en el “National Inventors Hall of Fame”, lo que viene a ser un Pabellón Nacional de Inventores Ilustres. Hay una en especial que reúne todas estas características y cada año se cocina en más de 20 millones de hogares americanos.

Todo empezó con una sencilla pregunta de la agencia de noticias Associated Press en 1955. Buscaban una buena receta para una guarnición que empleara dos ingredientes habituales en la despensa de un hogar de clase media americano que, en aquel momento, eran la crema de champiñones de Campbells y las judías verdes. La pregunta llegó hasta Camden, New Jersey, donde una rama de la conocida marca de enlatados le encargó a la supervisora del departamento de economía, la señora Reilly, que viera qué se podía hacer al respecto. En noviembre de ese año propuso algo con un nombre tan original como “Horneado de judías verdes”, una receta fácilmente adaptable de seis ingredientes: judías verdes, crema de champiñones, leche, salsa de soja, pimienta negra y cebolla frita, que se tardaba diez minutos en preparar y media hora en hornear.

Cuando en el año 1960 Campbell’s empezó a poner la receta de la señora Reilly en las latas de su crema de champiñones el producto alcanzó records de ventas. Sesenta años después de haberse inventado, este plato es un clásico para Thanksgiving y Campbell’s ha estimado que el 40% de su crema de champiñones vendida en Estados Unidos se utiliza para preparar esta receta, que ha sido calificada como “la madre de todas las comidas reconfortantes”. En el año 2002 la fábrica de enlatados donó la tarjeta con la receta original para ser expuesta en las vitrinas del “Hall of Fame”.

Los amigos que este año nos invitaron a su mesa de Acción de Gracias cocinaron unas judías verdes muy parecidas y una tremenda colección de platos para acompañar al pavo. Fue un día de otoño tan frío como si fuera invierno y el reconfortante calor de la chimenea junto con los olores dulzones de asado, canela y manzana nos recibieron nada más traspasar el umbral de su casa. No fue nostalgia lo que sentí. Fue un profundo agradecimiento por poder compartir momentos así con amigos que se acaban volviendo más que familia cuando estás lejos de casa.

Post post:
La obra “Latas de sopa Campbell’s” es reconocida internacionalmente como la más popular de Andy Warhol. Es una serie de 32 lienzos de 51x41 cm que reproducen cada uno de los sabores de sopa que se encontraban en las tiendas en Estados Unidos a principios de los años 60 y que eran de consumo habitual. “Yo solía tomarla, declaró Warhol. Todos los días durante 20 años, la misma comida, un día sí y el otro también”. Y la internalización de esa repetición en el consumo se tradujo en el potente efecto visual de la repetición en serie de una obra gráfica. La sala de exposiciones colocó las piezas en estanterías a lo largo de sus paredes, como si estuvieran en una tienda de comestibles y, aunque en un principio la idea fue recibida con indiferencia e incluso cierto desdén por los críticos de arte, el tiempo ha acabado convirtiendo esta colección de latas de sopa en una de las obras más icónicas de pop-art. 

Y para los que tengáis interés en hacer la receta de las judías verdes, os dejo el enlace aquí (en inglés).

lunes, 19 de noviembre de 2018

Anastasia, oíste bien

Cada cierto tiempo las “chicas” de la casa nos tomamos una noche para nosotras, nos acicalamos y nos vamos al Kennedy Center a ver uno de los grandes espectáculos de su programación, generalmente de ballet. Este templo consagrado a la música, la danza y el teatro está situado a orillas del río Potomac, junto al Complejo Watergate (ver entrada El lado oscuro) y su descomunal estructura marmórea se ha convertido en uno de los iconos de Washington. No es que sea un plan muy exclusivo: en sus múltiples escenarios tienen lugar más de 3.000 representaciones anuales que atraen a unos dos millones de espectadores. Pero conseguir entradas para la representación del momento, cruzar la alfombra roja de los larguísimos Hall of States Hall of Nations y ocupar nuestras localidades en alguna de sus descomunales salas es un plan que nos encanta y al que no renunciamos por nada del mundo.

En esta ocasión decidimos cambiar nuestro tradicional ballet por un musical. Representaban “Anastasia” y las niñas, en un arrebato de nostalgia por las horas pasadas ante la que fuera su película favorita de Disney, insistieron en ir. Teníamos garantizada la diversión con música, teatro, baile y magníficos diseños de vestuario, decorado y luces. Llegamos con tiempo suficiente y mientras me acomodaba en mi butaca, al dirigir la vista hacia el escenario me llamó la atención que había tres personas vestidas de negro en la parte izquierda del telón. Estaban sentadas muy derechitas en unas sillas giratorias con la mirada al frente y tenían las manos, con las palmas juntas, metidas entre las piernas. De vez en cuando se giraban los tres a la vez hacia la derecha para ver si había algún movimiento entre bambalinas y, perfectamente sincronizados, volvían en un suave giro a su posición inicial.
 
Las luces se apagaron, los espectadores guardaron silencio, la música empezó a sonar y la magia del decorado y las luces nos trasladó al palacio de los Romanov en San Petesburgo. La pequeña Anastasia comienza a rogarle a su abuela la gran duquesa que la lleve con ella a París y, en ese instante, una de las figuras de negro empezó a gesticular y captó mi atención. ¡Aquellos tres eran los intérpretes del lenguaje de signos para sordos! ¡En un musical! Me quedé puesta.

Empecé a preguntarme para qué va un sordo a un musical (se me ocurrieron unas cuantas razones); seguí pensando en que si los sordos miraban a los intérpretes de signos se perdían lo que sucedía en el escenario (eso lo podía corroborar personalmente); continué intentando adivinar cuántos sordos debía de haber para justificar ese gasto (¿y si no había nadie con problemas de audición?). Para ese entonces el palacio ya había ardido, San Petesburgo se había convertido en Leningrado y los actores se calentaban las manos ante el fuego en una triste calle gris mientras un soviético cantaba las excelencias del sistema. Ahora los tres de negro gesticulaban a la vez, se sabían el texto a la perfección puesto que parecían ir a la par que los actores en escena y sus caras y los movimientos de sus manos se tensaban o dulcificaban según lo que narraban. Anastasia ya había conocido a Dimitri y empezaba a tener dudas sobre su identidad. Menos mal que el musical seguía al dedillo la película de dibujos animados porque yo no tenía ojos más que para aquellos tres. Así de fascinantes eran.

Por supuesto, apenas llegué a casa me metí en internet a ver si encontraba respuesta a algunas de mis inquietudes. Resulta que algunas obras del Kennedy Center, no todas, cuentan con intérpretes de signos y se pueden reservar unas butacas convenientemente situadas cerca de los traductores. En caso de no estar previsto ese servicio, se puede solicitar con dos semanas de antelación y el centro hará lo posible por proveer un intérprete. En cualquier momento, y para cualquier función, hay a disposición de los interesados con dificultades auditivas auriculares para amplificar el sonido. Además, e igualmente con dos semanas de anticipación, se puede pedir un servicio de subtítulos, que no es automatizado, sino que hay alguien que va escribiendo en directo.

En el colegio de mis hijos mayores, el departamento de lenguas extranjeras, además de un sinfín de elecciones (francés, español, italiano, japonés, chino, ruso, árabe, latín) incluye el lenguaje de signos americano, con la misma asignación de créditos académicos e idéntica carga curricular. Es un idioma más, con sus propias estructuras y convencionalismos. Es una lengua específica porque no es común para todos los sordos y uno que domine el idioma de signos americano no necesariamente entiende el lenguaje de signos francés. Y es una clase que está llena de alumnos, con o sin sordera.

Estas son las cosas que me encantan y me admiran de vivir en un país como Estados Unidos. El caso es que no deberían dejarme puesta. Debieran ser así en todas partes.

Post-post:
La idea de que Washington contara con un centro cultural nacional al estilo de los de las grandes capitales europeas partió del presidente Eisenhower que en 1958 firmó la primera ley en la historia de Estados Unidos que comprometía al gobierno en la financiación de una institución dedicada a las artes escénicas. En reconocimiento del gran impulso que le dio el presidente Kennedy, tras su asesinato en 1963 se decidió convertirlo en un memorial en su honor. En el acto de inauguración, la primera palada de tierra fue retirada con la misma herramienta plateada que se empleó para la inaugurar las de los memoriales vecinos de Lincoln y de Jefferson. Abrió por primera vez sus puertas en 1971 con el estreno mundial en su teatro principal de la obra del compositor estadounidense Leonard Bernstein “Misa: una pieza de teatro para cantantes, actores y bailarines”. Con más de 200 artistas en escena, la producción incluía una orquesta, dos coros de adultos y uno de niños, un elenco de actores al estilo de las producciones de Broadway (compañía de ballet incluida), una banda de metales y una banda de rock. Desde entonces programa múltiples actuaciones todos los días del año, algunas gratuitas como la que diariamente tiene lugar a las 6 de la tarde en el Millenium Stage. El Kennedy Center es, además, la sede oficial de la Orquesta Sinfónica Nacional y de la Ópera Nacional de Washington. Un lujo de institución.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Rookie driver

Mi hijo mediano tiene 15 años, 9 meses y 13 días y desde anteayer es un Rookie driver: ha completado el primer paso para obtener el carnet de conducir en el Estado de Maryland. 

A partir de los 15 años y 9 meses de edad cualquiera tiene el privilegio (que no el derecho, como bien señalan las hojas informativas) de convertirse en conductor y mi hijo lleva meses contando los días para poder presentarse al examen. Casi el mismo tiempo que llevo yo intentando cumplimentar el papeleo requerido por las autoridades.

Que pidieran una copia del documento de identidad y un examen de vista me pareció normal; que añadieran una autorización de los padres, lo encontré razonable; que exigieran una copia de las notas del colegio, un justificante de asistencia escolar (en sobre cerrado y membretado por la administración escolar), una prueba de domicilio, un documento oficial y en inglés que acreditara su filiación (si no está en inglés, con la correspondiente traducción oficial) y el carnet de conducir del padre, me dejó puesta; y cuando me rechazaron todo el papeleo porque no tenía una carta de la oficina de la seguridad social declarando que “como (nombre de mi hijo) no es candidato a tener una tarjeta de seguridad social no pudimos verificar sus documentos con las agencias emisoras” simplemente no daba crédito. Volví a guardar la maraña de documentos en la carpeta, busqué la oficina de la seguridad social, cogí el numerito correspondiente, esperé media mañana, me llamaron a la ventanilla, entregué temblorosa cuanto nuevo documento me pedían, aguanté la respiración mientras la funcionaria metía datos en un ordenador y, por fin, respiré cuando vi que le daba a una tecla y la impresora se ponía en funcionamiento. ¡Eureka!

El sábado por la mañana fuimos de nuevo al centro examinador cargados de papeles padre, madre e hijo. No quería correr el riesgo de que, como le pasó a una amiga española, se las viera canutas para convencer al funcionario de que el hijo era suyo porque ella no tenía el mismo apellido que el padre de la criatura. Que madre e hijo compartieran el segundo apellido no le servía de prueba al administrativo. Así que nosotros, para asegurar, fuimos los tres. A pesar de un momento de tensión en que parecía que faltaba algo y de que requirieron la opinión de un “experto”, esta vez los papeles “colaron” y en cinco minutos, mi hijo Miguel estaba tomando su examen de vista. Lo más difícil estaba hecho; el examen era ya pan comido.

La prueba teórica, 25 preguntas en una pantalla táctil en un tiempo de 20 minutos, fue fácil para un niño que usa ordenadores de forma habitual, que está acostumbrado a hacer exámenes de tipo test y que ha pasado los últimos meses haciendo simulaciones de exámenes teóricos de conducir en el teléfono móvil. Sin embargo, muchos salían de la sala sacudiendo la cabeza, encogiendo los hombros mientras decían “no” a la persona que les aguardaba o con una cara de cabreo monumental. La brecha digital y educativa se hacía sentir. 

El salió con una sonrisa de oreja a oreja y el llamado “Learner´s permit” o permiso de conducción de aprendizaje. Durante los próximos nueve meses tendrá que asistir a 30 horas de charlas y conducir con nuestro coche y siempre acompañado por un familiar mayor de 21 años que le irá instruyendo. No puede ponerse al volante de noche, no puede llevar a nadie que no sea un familiar, no puede usar teléfono móvil ni en modo manos libres, deberá mantener un nivel cero de consumo de alcohol y tendrá que registrar en un cuadernillo un mínimo de sesenta horas de práctica de conducción dejando constancia de la fecha, cantidad total de tiempo completado y habilidad o actividad que practica. Que exijan tanto documento oficial para hacer el examen teórico y luego se fíen de las anotaciones informales realizadas por el interesado en un cuadernillo, me deja nuevamente puesta, la verdad. El término “malicia” no es de uso habitual por estas latitudes.

Dentro de nueve meses, con una edad mínima de 16 años y 6 meses, podrá hacer el examen práctico para sacarse la “provisional license” que mantiene restricciones para transportar pasajeros que no sean familiares y para conducir entre las 12:00 y las 5:00 de la mañana a no ser que sea para ir al colegio, a practicar deportes, trabajar o hacer trabajo voluntario. El término “picardía” directamente no existe.

A los 18 años ya podrá tener la licencia definitiva y sin restricciones. Hasta ese momento nos esperan momentos cuando menos “interesantes” siendo copilotos de un quinceañero. Menos mal que nos han hecho firmar un “Acuerdo entre el conductor principiante y el instructor” en el que él declara conocer sus limitaciones y nosotros nos comprometemos a “ser conductores modelo, respetar todas las leyes de Maryland, así como brindar apoyo y aportar comentarios CONSTRUCTIVOS y ÚTILES (sic, en mayúsculas) al conductor”. Ahora tengo el problema de que el término  “incumplimiento de contrato” todo el mundo lo conoce.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Puesta y compuesta

Parece ser que Halloween ya no es cosa de niños. Este año las casas de mi vecindario han tenido muy poca decoración fantasmagórica, los cánticos de “trick or treat” dejaron de oírse muy pronto y el timbre de la puerta enseguida enmudeció. Hasta me han sobrado caramelos en la cesta que otros años tenía que rellenar, entre grandes protestas y acusaciones de latrocinio, con las chuches que mis  hijos habían cogido de otras casas.

Sin embargo, se calcula que los americanos han gastado en 2018 más de 9.000 millones de dólares celebrando Halloween y, según un estudio que viene siguiendo desde el año 2003 los hábitos de consumo en estas fechas, lo que más ha crecido es la venta de trajes para adultos y mascotas.  El aumento de las redes sociales ha cambiado, según dicen,  la forma de celebrar esta festividad y, de repente, el “trick or treating”, ese ir de una casa a otra pidiendo caramelos, se ha convertido en una fracción mínima de todas las celebraciones, más orientadas hacia los adultos y que copan el fin de semana anterior con desfiles o fiestas en casas o en bares.

La semana previa a Halloween me contaba un amigo americano que, por primera vez en su vida, había tenido una reunión de negocios con toda, absolutamente toda la mesa disfrazada. Era un edificio de varias plantas y desde el control de seguridad hasta el despacho más pequeño había sido transformado por el ambiente festivo: uno se había convertido en un estudio de grabación lleno de hippies, otro en un cementerio, otro en un barco pirata…. y, a pesar de lo surrealista de discutir los puntos del contrato con un cantante heavy, un constructor, un superhéroe o un dinosaurio, la reunión fue un éxito.

La tienda donde fui a inspirarme para mi fiesta de disfraces del fin de semana estaba llena de adultos comprando cosas para adultos. Es una nave enorme que surge de la nada en el mes de septiembre y que desaparece poco después de Halloween: una “pop-up store” o tienda temporal. Una de las miles que surgen en esta época del año y que se transforman en auténticos museos de la fantasmagoría. Una experiencia que no hay que perderse.

En la carretera ya hay dos personas disfrazadas haciendo ademanes y bailes para atraer tu atención e indicarte dónde tienes que ir; apenas aparcas y empujas la puerta te reciben aullidos y gritos escalofriantes y un sinfín de muñecos aterradores de tamaño natural empiezan a gritar y sacudir sus cuchillos o las cabezas recién arrancadas de sus víctimas. Un descomunal dedo huesudo de larga uña te hace indicaciones para que te acerques y la máquina de humo que está a la venta por 49$ llena el espacio de una neblina de ultratumba.  Sabes que has llegado al sitio ideal para comprar el galón de sangre artificial, el traje completo de rey de la música disco, la peluca de tu personaje favorito o la telaraña gigante con la que cubrir el seto de la entrada de tu casa.

Yo salí con un tocado de “catrina” para la fiesta a la que iba a ir el sábado antes de mi otro gran evento de la noche en la otra punta de la ciudad: el desfile de zombies. Llevaba días imaginándome rodeada de muertos vivientes y una emoción pútrida me iba dominando. Sin embargo, hasta para los asuntos de ultratumba hay que ser puntual en Estados Unidos, lo que entraba en plena contradicción con mi nueva condición de cadáver mexicano. Perfectamente organizados y con un coche policial abriéndoles el paso, los zombies ya se habían ido y nadie sabía dar cuenta de ellos. En una hora no quedaba nada. Si les habían dicho que el desfile era de 9 a 10, a las diez menos cuarto no quedaba nadie. En esta ocasión no solo me quedé “puesta”, también “compuesta”.

Post-post:
Rivera, Kahlo, la Catrina y Posada en un fragmento del mural de 1947
La catrina (en México catrín es calificativo de elegante) es un icono de la cultura popular mexicana. La creó a principios del siglo XX el caricaturista mexicano José Guadalupe Posada como un personaje llamado “La calavera garbancera” en una forma de burlarse de los vendedores de garbanzos que estaban adquiriendo la categoría de nuevos ricos y adoptaban costumbres europeas negando sus raíces indígenas. Posada creó una calavera sonriente con un sombrero de ala ancha adornado de flores y plumas y decía que “la muerte es democrática ya que, a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calavera”. Años después, Diego Rivera, el muralista mexicano pareja de Frida Kahlo, la transformó en la imagen mexicana por excelencia de la muerte en su obra “Sueño de una tarde dominical en la Alameda central” (1945-47).