Parece ser que Halloween ya no es cosa de
niños. Este año las casas de mi vecindario han tenido muy poca decoración
fantasmagórica, los cánticos de “trick or
treat” dejaron de oírse muy pronto y el timbre de la puerta enseguida
enmudeció. Hasta me han sobrado caramelos en la cesta que otros años tenía que
rellenar, entre grandes protestas y acusaciones de latrocinio, con las chuches
que mis hijos habían cogido de otras
casas.
Sin embargo, se calcula que los
americanos han gastado en 2018 más de 9.000 millones de dólares celebrando
Halloween y, según un estudio que viene siguiendo desde el año 2003 los hábitos
de consumo en estas fechas, lo que más ha crecido es la venta de trajes para
adultos y mascotas. El aumento de las
redes sociales ha cambiado, según dicen,
la forma de celebrar esta festividad y, de repente, el “trick or treating”, ese ir de una casa a
otra pidiendo caramelos, se ha convertido en una fracción mínima de todas las celebraciones,
más orientadas hacia los adultos y que copan el fin de semana anterior con desfiles
o fiestas en casas o en bares.
La semana previa a Halloween me contaba
un amigo americano que, por primera vez en su vida, había tenido una reunión de
negocios con toda, absolutamente toda la mesa disfrazada. Era un edificio de
varias plantas y desde el control de seguridad hasta el despacho más pequeño
había sido transformado por el ambiente festivo: uno se había
convertido en un estudio de grabación lleno de hippies, otro en un cementerio,
otro en un barco pirata…. y, a pesar de lo surrealista de discutir los puntos
del contrato con un cantante heavy, un constructor, un superhéroe o un
dinosaurio, la reunión fue un éxito.
La tienda donde fui a inspirarme para mi
fiesta de disfraces del fin de semana estaba llena de adultos comprando cosas
para adultos. Es una nave enorme que surge de la nada en el mes de septiembre y
que desaparece poco después de Halloween: una “pop-up store” o tienda temporal.
Una de las miles que surgen en esta época del año y que se transforman en
auténticos museos de la fantasmagoría. Una experiencia que no hay que perderse.
En la carretera ya hay dos personas
disfrazadas haciendo ademanes y bailes para atraer tu atención e indicarte
dónde tienes que ir; apenas aparcas y empujas la puerta te reciben aullidos y
gritos escalofriantes y un sinfín de muñecos aterradores de tamaño natural
empiezan a gritar y sacudir sus cuchillos o las cabezas recién arrancadas de
sus víctimas. Un descomunal dedo huesudo de larga uña te hace indicaciones para
que te acerques y la máquina de humo que está a la venta por 49$ llena el
espacio de una neblina de ultratumba. Sabes
que has llegado al sitio ideal para comprar el galón de sangre artificial, el
traje completo de rey de la música disco, la peluca de tu personaje favorito o
la telaraña gigante con la que cubrir el seto de la entrada de tu casa.
Yo salí con un tocado de “catrina” para la fiesta a la que iba a ir el sábado antes de mi otro gran
evento de la noche en la otra punta de la ciudad: el desfile de zombies. Llevaba días imaginándome
rodeada de muertos vivientes y una emoción pútrida me iba dominando. Sin
embargo, hasta para los asuntos de ultratumba hay que ser puntual en Estados
Unidos, lo que entraba en plena contradicción con mi nueva condición de cadáver
mexicano. Perfectamente organizados y con un coche policial abriéndoles el
paso, los zombies ya se habían ido y nadie
sabía dar cuenta de ellos. En una hora no quedaba nada. Si les habían dicho que
el desfile era de 9 a 10, a las diez menos cuarto no quedaba nadie. En esta
ocasión no solo me quedé “puesta”, también “compuesta”.
Post-post:
Rivera, Kahlo, la Catrina y Posada en un fragmento del mural de 1947 |
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