Cuando lo vi en el periódico en el mes de septiembre me gustó inmediatamente. En unos días se iba a inaugurar un museo de arte contemporáneo en una inmensa propiedad en Potomac, Maryland, a diez minutos de mi casa. Una impresionante colección de obras posteriores a la II Guerra Mundial con 1.300 piezas icónicas que" han cambiado la concepción del arte". Un espacio que busca, según sus propietarios, “crear un estado mental mediante la energía de la arquitectura, la fuerza del arte y las cualidades restauradoras de la naturaleza”. Un proyecto diseñado pensando más en la experiencia del visitante que en el número de ellos que cruzan sus puertas y que, por eso, limita el acceso a 400 personas diarias. La entrada, gratuita, solo se podía conseguir previa reserva por internet en la página del museo. Me conecté en ese mismo momento e hice mi reserva. El fin de semana pasado, cuatro meses después, conseguí entrar. Acabo de descubrir el “slow art movement” y ya soy fan entregada.
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El riachuelo marca el camino |
El verano pasado fui al British Museum en Londres. Sólo conseguí ver un pedacito de la piedra de Rosetta entre las decenas de cabezas de los turistas y sus teléfonos móviles que buscaban captar una imagen para colgarla inmediatamente en Instagram. La última vez que vi El Jardín de las Delicias en el Museo del Prado apenas pude deleitarme en la maestría de los detalles de El Bosco. Leo en el periódico que cada día se asoman más de 200.000 personas a la sala del Louvre donde cuelga La Gioconda. Es más, parece ser que en el mundo del arte hay un fenómeno que se conoce como “el momento Mona Lisa”, que toma su nombre de la sensación que produce en muchos la atestada sala dedicada a esta obra en el Louvre, un puro caos donde los turistas se arremolinan y se empujan para acercarse lo suficiente y conseguir sacar una foto del cuadro más famoso del mundo.
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Por este bosque se pasea 9 minutos para llegar al pabellón |
El Museo Glenstone no tiene nada de eso y se basa enteramente en la idea de que para disfrutar del arte se necesita una experiencia tranquila y silenciosa. Mientras el Guggenheim de Nueva York calcula una media de 3 metros cuadrados por visitante para moverse por el espacio, ellos han destinado 30. En sus galerías no hay barreras entre el público y la obra, lo que implica limitar el número de personas en la sala para que la multitud no tropiece involuntariamente con las piezas y las dañe. Y, finalmente, no permite sacar ninguna foto en el interior del museo y, en su lugar, invita a los visitantes a hablar con los guías que hay en cada sala, a buscar más información cuando lleguen a sus casas o a comprar un catálogo en la librería.
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El acogedor restaurante |
Hacía tiempo que no disfrutaba tanto en un museo. La escultura que te saluda desde lo alto de una colina; el paseo hasta el pabellón gris mimetizado con la nieve y el cielo de uno de los días más fríos del año; la calidez, tranquilidad y belleza arquitectónica de los edificios y la cuidadosa selección de las obras expuestas; la caminata junto al río para experimentar una obra acústica en pleno bosque o para llegar al estanque helado y visitar las tres Casas de Arcilla; incluso el acogedor e informal restaurante en un edificio exento en mitad del camino. Sin prisa, sin agobios, sin gente alrededor. No sé si con la lentitud que preconiza el “slow art movement” pero sí, ciertamente, a mi ritmo. Una delicia.
Post-post:
Aquí os dejo el link al
Museo Glenstone. He tenido que investigar el nombre de sus propietarios, un adinerado matrimonio coleccionista de arte que lleva el apellido Rales. Comenzó su andadura en el año 2006 pero en octubre de 2018 abrió sus puertas tras la remodelación y ampliación que ha permitido esta completa experiencia sensorial. Totalmente gratuito. Arte para todo el mundo en un entorno que deja en el visitante la sensación de haber vivido una experiencia profundamente elitista.
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