lunes, 26 de septiembre de 2016

"The big stick" o el gran garrote

Ni bien llevábamos unos días de vuelta en Potomac tras las vacaciones de verano, cuando Gabriel empezó a atacar con Richmond. Un mes de “rodríguez” no le alcanzó para visitar todos los campos de batalla que tenía a su alcance y necesitaba un museo que estructurara los datos en su mente privilegiada. Y he aquí que este museo está justamente en Richmond.

Los chicos están ya un poco hartos de museos y de “National Battlefields” por lo que Gabriel empezó dejando caer de cuando en cuando el nombre de la ciudad, que si es la capital del Estado de Virginia, que si durante la guerra civil fue la capital de los Estados confederados de América, que si en esa época fue totalmente incendiada y destrozada y ahora forma con Atlanta, Dallas y Charlotte el llamado Nuevo Sur…

Conforme se acercaba el fin de semana fue sacando otro tipo de munición y optó por tirar de los recuerdos: “pero si ya cruzamos todo el Estado de Virginia por el lado de la costa, ¿cómo no vamos a conocer la capital?. ¿No os acordáis de lo que os gustó Jamestown, el primer asentamiento inglés en los EE.UU y de donde procedía la nativa americana que inspiró el personaje de Pocahontas?, ¿No disfrutásteis en Williamsburg, la reproducción de la ciudad colonial, con la gente vestida de época interpretando lo que era la vida en el siglo XVIII, y que hoy es uno de los destinos mas turísticos en EE.UU? Pues Richmond también os va a encantar”.

El sábado por la mañana Gabriel dio por terminada la “soft policy” y aplicó la doctrina del “big stick” y a las 9 de la mañana estábamos todos sentados en el coche. Por cierto,  el que acuñó esta expresión allá por 1901 fue el presidente Roosevelt y cuando escuché cómo se pronuncia su nombre me quedé puesta: toda la vida hablando de “Rusvel” y resulta que se tiene que decir “Rousevelt”, muy despacito y poniendo énfasis en la “u”.

A los niños, la verdad, es que les da igual ir a Richmond o a la Conchinchina, no se enteran de nada del viaje. El mirar por la ventanilla del coche es cosa de otra época. Ellos miran la pantalla del móvil, o la del DVD o en el caso de mi pequeña lectora compulsiva, el libro en el regazo. Pero por la ventanilla, no. A pesar del entusiasmo que sus padres le ponemos a todos los puentes, graneros, ríos o bosques con los que nos vamos cruzando, lo máximo que conseguimos es que alcen la mirada durante dos segundos, digan un educado “ahhh” y se vuelvan a sumir en su mundo virtual.

Con 35º el canal no estaba muy animado
Cogimos atasco y viendo la emoción que había en las filas traseras del coche a punto estuvimos de dar la vuelta pero fuimos avanzando poco a poco hasta recorrer las algo más de 100 millas de distancia en tres largas horas. Aparcamos en el centro de la ciudad, comimos rápidamente un “hot dog” en uno de los pocos sitios abiertos y nos pusimos a caminar a la orilla del canal, buscando algo de frescor para combatir los 35 grados que marcaban los termómetros. El paseo no fue muy relajante, la verdad, pero nos llevó (¡oh, sorpresa!) al museo de la Guerra Civil Americana (American Civil War Museum) donde todos entramos con mucho alivio al abrigo de su aire acondicionado.

Los americanos son maestros en mostrar lo que tienen. El ser un país con poca historia y con muchos fondos económicos les permite crear este tipo de museos bien estructurados, con mucho panel informativo, bastantes vídeos muy bien editados, algún que otro juego didáctico, cierta interactividad y unas cuantas vitrinas con más reproducciones que piezas originales. Escogen tres ideas básicas para desarrollar la exposición (en este caso eran Confederacy, Union y Freedom) y terminas tu visita con unos cuantos datos bien aprendidos y la sensación de haber pasado un buen rato. Luego entras a las tiendas, que son todas fantásticas, te compras un recuerdito o un libro de 700 páginas en el que se recogen todas las batallas de la Guerra Civil si eres como mi marido, y sales feliz y contenta.

Cómo quedó Richmond en 1865
La fundición y uno de sus cañones
Este museo tiene el añadido de que la arquitectura es muy bonita, con vigas vistas que se ven a varios niveles, y que al lado tiene lo que en su momento fue Tredegar Iron Works, una fundición de hierro que durante la guerra sirvió como fábrica de armamento  y munición para los Estados Confederados. Un vídeo cuenta la historia de la fábrica y de uno de sus dueños, que tenía un morro que se lo pisaba: como era militar de carrera consiguió ventajosos contratos con el ejército confederado; introdujo a esclavos para reducir los costes de producción y los formó en determinadas funciones  enfureciendo así a los trabajadores especializados blancos que consideraban que la mano de obra negra no podía desempeñar ese tipo de trabajos; finalmente, para evitar que el ejército reclutara a sus trabajadores decidió crear y comandar él mismo a su propio escuadrón cuya principal función era… trabajar en la fábrica. Cuando en 1865 el propio ejército confederado evacuó Richmond y procedió a incendiarlo con el fin de que no quedara nada aprovechable para los Unionistas, consiguió que la fábrica se salvara de la quema y tras la guerra solicitó el perdón del Presidente Johnson y la fábrica volvió a ser productiva. Los hay listos.

El capitolio de Virginia
Cuando salimos del Museo había bajado un poco la temperatura y en la infructuosa búsqueda de un Starbucks donde tomarnos un café helado recorrimos el centro histórico que me pareció que estaba muy muerto. Calles desiertas, manzanas interminables, edificios sin mayor interés salpicados por el edificio del Capitolio de Virginia o la casa del juez Marshall, el que fuera el presidente de la Corte Suprema y autor en 1803 de “Marbury vs Madison”, una de las sentencias judiciales más famosas de la historia americana,  que declaró que todos los poderes, sin excepción, están sometidos a la Constitución.

J. Davis saludando
Richmond tiene también, imitando al Mall de Washington DC, su Avenida de los Monumentos dedicada a sus héroes predilectos y ahí se alzan estatuas en amplias rotondas en honor a Jefferson Davis, el presidente de la Confederación, o a Lee, el gran general confederado. Entre ellos, Arthur Ashe Jr., el tenista de color ganador del torneo de tenis de Wimbledon en 1975, parece querer recordar a todos que hace mucho que Richmond no es la capital de un estado esclavista sureño. Y por cierto, no vimos ninguna bandera de la Confederación, aunque dicen que en el Cementerio Hollywood, que ya estaba cerrado cuando quisimos entrar, hay unas cuantas.

Y aunque esta otra parte de la ciudad es agradable, con bonitas casas y muchos estudiantes, le falta ambiente, alguna cafetería, tienda, librería, lo que sea que te invite a bajarte del coche, meterte por sus calles y dejar de mirar por la ventanilla, cosa que, por supuesto, los niños no hicieron ya en ningún momento hasta que bien de noche, en el primer semáforo de Potomac dijeron: “¡ah, si ya estamos casi en casa!”.

Nota: Todas las fotos a color son obra de Gabriel



2 comentarios:

  1. Mi coche también parece no tener ventanillas traseras :-) cosas "dels joves d'ara" que diría un abuelete.

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