La semana pasada mi amiga Margaret,
originaria de Hong Kong, me regaló un pavo. Ella no sabía qué hacer con ese
pájaro de cerca de 9 kilos, máxime cuando ya tenía uno en su nevera casi listo
para ser horneado. Yo no había asado un pavo en mi vida ni había celebrado
Acción de Gracias jamás pero, con un poco de aprensión y no sin antes
asegurarme de que el animal estaba ya muerto, desplumado y bien limpio como
para meterlo en el horno, acepté con gusto su ofrecimiento.
El año pasado por estas fechas vinieron
unos amigos a cenar a casa y nos comimos entre los 10 un jugoso roast-beef sin el
más mínimo sentimiento de culpabilidad por estar obviando una tradición que no
es la nuestra. Pero este año, con el pavo ya en mi cocina, me tuve que poner
manos a la obra e iniciar una ardua investigación de recetarios para dar con la
forma más adecuada de asar el animalito.
Unos días antes había estado en una
celebración anticipada de la comida de Acción de Gracias y ya me había enterado
de la historia idealizada de los orígenes de esta festividad. Según contaron
allí, en 1621 un grupo de colonos ingleses que había llegado a Plymouth, en la
costa Este, estaba muriéndose de hambre pues no habían sido capaces de hacer
progresar ningún cultivo y se les estaban terminando las reservas de comida que
traían de Inglaterra. Los indios Wampanoag les regalaron semillas y les
enseñaron cómo hacerlas germinar en esos terrenos. Cuando en el mes de noviembre
terminaron la cosecha, en agradecimiento, los colonos les invitaron a compartir
una comida que es el origen de la tradición que continúa hasta hoy.
Me gusta la ingenuidad de esa versión
pero lo cierto es que las celebraciones de Acción de Gracias, ya sean con
contenido religioso o pagano, han estado presentes en todas las sociedades y en
todos los tiempos. Las comidas con que se festejan desde la Antigüedad el final
de las cosechas o la comida que mi paisano el expedicionario Pedro Menéndez de
Avilés celebró en 1565 para dar gracias a Dios por haber llegado con bien a San
Agustín, Florida, y a la que invitó a la tribu de los indios Timucua que allí
vivían, podrían estar perfectamente detrás de esta festividad que los
americanos han hecho tan suya.
Lo cierto es que Thanksgiving tiene tanta
importancia en este país porque han sabido convertirla en una fiesta incluyente
que es compartida por todos con independencia de la religión que profesen y
eso, en un país con una población proveniente de culturas y religiones tan
variadas es fundamental; católicos, protestantes, judíos, musulmanes, budistas,
zoroastras, ateos… todos consideran Acción de Gracias como algo propio, como el
momento de reunirse con la familia alrededor de una mesa, aunque haya que
cruzar el país y recorrer miles de millas, para comer el pavo y sus múltiples
acompañamientos. Viene a ser lo que para nosotros es Nochebuena y su pavo sería
nuestro turrón “El Almendro”, que nos hace volver a casa por Navidad.
El caso es que de buena mañana yo me puse
en tan señalado día a hornear al pajarito, le hice su relleno y sus “sides” siguiendo
la más pura ortodoxia, preparé una otoñal crema de calabaza, una focaccia de
romero que despedía aromas de bosque y un arroz con leche asturianísimo para
hacer un poco de patria querida. Cuando me quise dar cuenta eran ya las dos de
la tarde, hora bien española para comer, y la casa olía tan bien, tenía todo
tan buena pinta y estaba tan en su punto que por unánime votación familiar,
decidimos dejarnos de tradiciones y ventilarnos en ese mismo momento el delicioso
festín sin esperar a la hora de la cena. Y, la verdad, es que nuestros
estómagos bien que lo agradecieron.
Post-post:
Lo que me deja puesta es que
en inglés los pavos hacen “gobble gobble”, como bien podéis ver en este vídeo Gobble gobble song Pero, ¿cómo hacen en español?