lunes, 7 de noviembre de 2016

Que pierda el peor

Mañana es el gran día. El mundo entero está pendiente de lo que decidan los estadounidenses en las urnas. Durante la larguísima campaña electoral he intentado seguir elecciones primarias y caucus sin perderme en exceso, he visto cómo se definían los candidatos presidenciales de ambos partidos dejando a Bernie Sanders y Ted Cruz por el camino y me sentado ante la televisión a la vez que millones de ciudadanos para ver los tres debates electorales entre Hillary Clinton y Donald Trump. Pero a pesar de que las cadenas televisivas hayan dado un tratamiento espectacular a los distintos eventos y los diarios hayan llenado páginas con los escándalos de ambos candidatos, el tema no ha conseguido entusiasmarme. Tengo que reconocer que he acabado harta y cabreada de las elecciones e investiduras “a la española” y la falta de liderazgo de nuestros políticos españoles me ha llenado de hastío, pero me he quedado puesta al darme cuenta de que esa misma sensación embarga a muchos estadounidenses, que concentran su entusiasmo no en defender a su líder, que no lidera, sino en atacar al contario.


Ya no se trata de que “gane el mejor” y de que apoyemos con nuestro voto ilusionado al partido que da voz a nuestras convicciones políticas sino de que “pierda el peor” porque ningún candidato o programa político es capaz de emocionarnos. En estas latitudes, a 24 horas de las elecciones hay un empate virtual de demócratas y republicanos: Hillary Clinton no consigue inclinar la balanza a su favor ni con su experimentada carrera de burócrata (o tal vez precisamente por eso), ni con sus promesas para ganarse los apoyos de las minorías, ni con su condición de fémina que la convertiría, si llegara a ganar, en la primera mujer presidente de EEUU, en un país dispuesto  a este tipo de novedades tras haber tenido en Obama el primer presidente de color; y Donald Trump tampoco lo consigue a pesar de ser el auténtico rupturista del sistema, de su populismo, de su soberbia de exitoso hombre de negocios, de sus promesas a los millones de trabajadores que pueblan las ciudades en crisis del interior del país o de las barbaridades que han salido de su boca en los últimos meses.


Porque, al igual que nuestros presidenciables españoles, ninguno de ellos ha sido capaz de canalizar las ilusiones ciudadanas. Aquí se vota mañana, corresponsales de todo el mundo se han desplazado al país para seguir los resultados, miles de restaurantes están ya listos para recibir a los que quieran seguir en grupo las elecciones (algunos de ellos exigen la compra de un ticket para poder entrar) y se envolverá la fiesta de la democracia de espectacularidad americana, pero falta la ilusión por abrir el regalo de un nuevo ciclo político. Mañana el regalo no será para mí; el mío ya lo abrí y me salió Rajoy, que no es lo mismo pero es igual.

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