La primera vez que los vi fue en St
Michaels, uno de los primeros pueblos que te encuentras cuando desde Annapolis cruzas la bahía
de Chesapeake y te adentras en la península. Me encantaron. Lamenté que la
tienda estuviera cerrada y no pudiera hacerme con uno de ellos. En aquel
momento no tenía ni idea de que eran piezas preciadas para los coleccionistas y
que podían llegar a costar cientos de miles de dólares.
Dos años después, he vuelto a cruzar la
bahía a pasar uno de los fines de semana más bonitos de mi estancia en Estados
Unidos y en el pequeño pueblo donde nos alojamos había una tienda especializada
en señuelos. Unas simples letras rojas pintadas sobre madera leían “Decoys
Decoys Decoys” y los dos escaparates exhibían sin pretensión alguna una muestra
de las distintas tallas que se apiñaban en las estanterías polvorientas del
interior. Pero la tienda estaba cerrada. Habría de volver tres veces para
conseguir traspasar ese anhelado umbral.
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En primer plano un magnífico Redhead (Aythya americana) |
Los señuelos han sido descritos por
algunos como la forma de arte popular más auténtica de la costa Este de Estados
Unidos. Lo que empezó como una manera de atraer a las aves para la caza se ha
desarrollado y refinado de tal manera que estos pájaros de madera tallada y
pintada acaban atrayendo a muchos más que a cazadores. Y la península de
Chesapeake, también llamada la península Demarva (por combinación de las letras
de los tres estados que la comparten: DElaware, MARylanda y VirginiA) es el
lugar ideal para encontrarlos. Es la segunda península más grande de Estados
Unidos, superada apenas por la península de Florida, y es el mayor estuario de
este país. Cada otoño miles de aves de cientos de especies la cruzan o reponen
fuerzas aquí en su viaje hacia las zonas más cálidas de Florida, el Caribe o
Sudamérica. Otras muchas simplemente se quedan a este lado de la bahía donde
parece que las lluvias y las nieves invernales no se atreven a penetrar. Por
ello es el paraíso de los cazadores y de los observadores de aves que cada
otoño y cada primavera aguardan ansiosos su paso.
Si en Omán las señales de la carretera
indicaban precaución por los camellos, en Asturias por los ciervos y en Namibia
por los ñus, en la isla de Chincoteague hay que tener cuidado con los patos.
Ya en el parking del hotel nos dieron un sonoro recibimiento. En la terraza de
la habitación se apiñaron por decenas para dar buena cuenta de los restos de
los bocadillos del camino. En las dársenas de madera había que caminar con
cuidado para no pisar alguna de las “minas terrestres” que iban dejando a su
paso y en la calle principal del pueblo, sin ningún miramiento, paraban el
tráfico al cruzar.
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Una pieza antigua |
Voy a ser sincera y reconocer que no tenía ni idea de
que existiera tal variedad de patos salvajes, ni de que fueran tan diferentes
los machos de las hembras. La dueña de la tienda de señuelos, empezó
respondiendo a mis preguntas de principiante con tosca amabilidad para
enseguida dar rienda suelta a su calidez sureña y darme todo tipo de
explicaciones: cuáles eran las parejas de la misma especie, en qué se diferenciaban
los señuelos, por qué los había muchísimo más caros (aunque la calidad del
trabajo saltaba a la vista), cuáles eran los más antiguos y de dónde procedían,
por qué tiene mucho más valor para un coleccionista tenerlos por parejas.
Había señuelos de 99 artistas diferentes, todos firmados en la base, y me encantó ver cómo la personalidad
de cada uno se reflejaba en la talla y pintado que hacían de la misma especie
de ave.
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Ya tengo la parejita |
Los señuelos empezaron como una forma de
poner comida sobre la mesa, una manera de atraer aves vivas. Pero, al parecer,
en los años 50 del siglo pasado la cosa empezó a cambiar con la producción en
masa de reclamos de plástico o de madera baratos y los cazadores ya no tenían que
seguir haciéndolos por sí mismos. Esto, unido a un creciente mercado de
coleccionistas que se quedaban con las piezas talladas a mano, los ha convertido en objetos decorativos. Un viejo cazador decía que antiguamente con
sólo pintar de color negro una lata de 1 galón podías atraer un pato. Hoy en
día, los reclamos se hacen para el cazador, no para los patos; cuanto más bonito
es el señuelo más atrae al cazador. Lo que no quiere decir que atraiga al pato
hacia el señuelo. Me quedé puesta. Eso fue justo lo que me pasó a mí. Cuando
salí de la tienda con mi pareja de ánades reales (Anas platyrhynchos) me dí cuenta de que acababa de
ser cazada por un señuelo.
Post-post:
Chincoteague es un pueblecito en la isla del mismo
nombre donde hay mucho más que patos. Es la puerta de entrada al Refugio
Nacional de Vida Salvaje, un parque natural con numerosas rutas para hacer a
pie o en bicicleta y poder ver no solo las aves sino los caballos salvajes de
Chincoteague, una manada de unos 150 animales que se han adaptado al terreno
comiendo hierba de las dunas y de los pantanos y bebiendo agua de los charcos. Parecen mansos y no huyen cuando te acercas, pero te avisan de que pueden pegar buenas coces. Por la noche, las conversaciones entre locales y turistas en los restaurantes del pueblo tratan sobre quién vio a cuál caballo en qué parte del parque. Los llaman por su nombre: Legacy, Spring, Ice, Spirit, Freckles... y se saben de memoria su genealogía. No es de extrañar que el símbolo del pueblo sea uno de esos ponis: Misty.
Bonita elección
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