Siempre me han encantado las ferreterías.
Me fascina la cantidad de cosas útiles que contienen y cómo se guardan o
exponen al público. Los cajones de tornillos de infinidad de tamaños, las
tuercas, las anillas, los clavos para diversas superficies, las herramientas de
formas y tamaños insospechados, las piezas eléctricas o de fontanería, los
rollos de cables o de cadenas, los cacharros y artilugios de cocina… Las
ferreterías albergan un universo amplísimo que estimula mi imaginación de forma
asombrosa. Si son grandes puedo pasarme horas recorriendo sus pasillos y si son
de las antiguas, me suelo quedar inmóvil frente al consabido mostrador de
madera mientras mi mirada se desliza ávida sobre los anaqueles posteriores,
ajena a la mirada inquisitiva de quien me quiere despachar.
Cuando era pequeña pensaba que las
ferreterías formaban pareja con las mercerías. Las primeras eran del sexo
masculino, las segundas del femenino. En las primeras, el dependiente solía
estar vestido con un mono azul y con ojos expertos calibraba el tornillo que le
mostraban pasar sacar de un cajón lleno de subdivisiones la tuerca exacta que
luego envolvía en un papel de estraza marrón; en las segundas la dependienta
iba vestida de calle y, tras haber enseñado decenas de cartulinas con botones
de muestra, abría una de las muchas cajas y empaquetaba los elegidos en un
papel generalmente blanco. Ambos daban la misma forma a sus envoltorios
doblando los sobrantes de papel sobre el reverso y uniéndolos con un celo. Y al
final acababan cobrando una cifra irrisoria considerando el tiempo que el vendedor
había gastado en atender al cliente y en esperar a que se decidiera. Sigo sin
explicarme cómo podían hacer negocio con esas cantidades tan exiguas que se
pagaban, aunque en ambos comercios se formaban buenas colas e imagino que múltiples
ventas pequeñas hacían la caja del día.
Lo cierto es que cada vez hay menos
mercerías y quedan pocas ferreterías que no hayan sido devoradas por las
grandes cadenas de bricolaje. Por eso cuando me topo con alguna no puedo evitar
entrar. La última fue en Cape Charles, al sur de la península de Chesapeake, el
último pueblo pesquero antes de entrar en el impresionante puente-túnel de la
carretera 13. Es una de esas tiendas donde parece que el tiempo se ha detenido.
Los escaparates ni se perciben ante la cantidad de productos que han invadido
la acera y las enormes letras blancas sobre la fachada no han hecho concesión
alguna a las técnicas de los reclamos publicitarios: sobrias y claras se
limitan a anunciar con honestidad el nombre del dueño y el propósito del
establecimiento.
Una vez dentro, empieza el viaje al
pasado. La altura del techo, la pintura desportillada de las coberturas, los
carteles de los pasillos, el amontonamiento de artilugios inimaginables y, sobre
todo, el elemento humano: señores con muchas canas ante la caja registradora o
sentados haciendo corrillos en viejas butacas desparejadas en los pasillos o frente
a la estufa de hierro encendida en mitad de la tienda, que parecía ser el
centro social de la localidad. Ni se percataron de mi presencia, o tal vez la
ignoraron deliberadamente, y siguieron con sus conversaciones cotidianas y sus
quehaceres rutinarios.
La gran sorpresa estaba a la izquierda.
Unas viejas puertas de madera con grandes cristales dejaban ver una estancia
enorme con mucho más material. Al traspasarlas vimos una gran mesa cuadrada que
servía de base para un magnífico tren eléctrico de los de antes, en un ambiente
navideño, y con unos controles y empalmes eléctricos bastante rudimentarios.
Estábamos mirándolo embelesados cuando se abrió la puerta y un risueño hombre
de color nos preguntó si necesitábamos un conductor. Se calzó la gorra roja,
apretó un botón para que los silbidos del tren anunciaran su salida y a golpe
de palanca dirigió el tren que, ahora sí, nos llevó definitivamente a otra
dimensión. Hay viajes que merecen la pena solo por momentos así.
Post-post:
La península de Chesapeake se conecta con
el continente por el sur a través de un puente túnel que en 1964, cuando fue
construido, fue elegido como una de las 7 maravillas de las obras de ingeniería
del mundo moderno. De orilla a orilla esta obra mide 28,4 km y es considerada
la más larga del mundo de estas características. La construcción implicó asumir
un proyecto de más de 19 km de caballetes bajos, dos túneles submarinos de 1,6
km que permitieran el paso de la navegación por encima, 2 puentes, más de 3 km
de carreteras elevadas, 4 islas artificiales y casi 9 km de carreteras
adyacentes, formando un total de 37 km. Si bien cada componente individual no
es el más largo del mundo, este puente túnel es único en el número de
estructuras diferentes que incluye. Además, su construcción se realizó en 42
meses y en muy adversas condiciones que incluyeron huracanes, vientos del
noroeste y el siempre impredecible Océano Atlántico.
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