Si lo hubiera sabido antes no habría ido
pero tras descubrir que la Coca Cola es originaria de Atlanta y después de visitar los estudios de la CNN y el
Parque histórico de Martin Luther King, también originarios de la capital de Georgia,
decidimos cerrar ese día de nuestras vacaciones con el World of Coca Cola. Hacía mucho frío y cuando llegamos al mega museo de la emblemática bebida vimos que la cola
para entrar era considerable pero no disuasoria. Adelante, pues. A los niños
les hacía ilusión y a mí me picaba la curiosidad. Ilusa de mí. Aquella había
sido únicamente la fila para comprar las entradas (a razón de 17$ por adulto); la
verdadera, larguísima y oculta tras las taquillas, me dejó puesta.
Más de una hora sin otra cosa que hacer
que observar a los congéneres da para una comparativa antropológica. Grandes grupos de bulliciosas
familias indias (del subcontinente, no nativos americanos) haciéndose selfies
sin cesar; la joven japonesa que parecía haberse escapado de un cómic manga, vestida como un cupcake, literal,
desde los zapatos al bolso pasando por el estampado de su vestido de color
pastel; el padre hillbilly y su hija
adolescente que debían de acabar de bajar de las montañas de Alabama a juzgar
por la camiseta de manga corta con la que aguantaban las temperaturas bajo cero y
que no se dirigieron la palabra en todo el tiempo que los tuve detrás de mí;
los latinos de Miami, esos sí abrigados a tope y hablando un spanglish tan
exacerbado que hasta a mí me costaba entenderles…
El orden impuesto por las barras de
hierro que maximizaban la capacidad del área de espera, se disolvió en un
santiamén cuando nos llegó el turno de entrar a nuestro grupo de 50 personas. Deseosos
de hacer algo, nos abalanzamos sobre un m ostrador donde nos dieron una latita
de una de las múltiples variedades de Coca Cola. Y ahí estábamos otra vez,
aborregados, sorbiendo la bebida elegida y comparando sabores, en un ambiente
bastante festivo que a mí me estaba comenzando a avergonzar.
Entramos a lo que llaman el loft donde una embajadora de la marca, muy rubia, muy chispeante, muy cantarina y
que caminaba dando saltitos como las niñas pequeñas a la salida de la escuela,
nos destacó alguno de los más de 200 objetos históricos expuestos que representaban los 125 años de existencia
de la bebida. Y pasamos a una sala de cine donde nos tragamos un video muy bien
realizado, muy emotivo y muy publicitario de lo que hace que Coca Cola sea una
bebida tan popular: no es su delicioso
sabor, ni la perfección de sus
burbujas, ni lo innovador de sus envases, ni que sepa siempre igual vayas donde vayas… sino que somos nosotros, los que la
bebemos, que la asociamos a los momentos más bonitos y especiales de nuestras
vidas. En este momento ya no supe si las ganas de vomitar eran consecuencia de
que la bebida que me habían dado a la entrada me había sentado mal tras el frío
pasado o que estaba somatizando una nueva oleada de vergüenza.
Y ahí sí que se abrieron definitivamente
las puertas del museo para hacer una
visita autoguiada por las diferentes salas: la bóveda de la fórmula secreta, las
10 galerías de los “Hitos refrescantes” que exponen más objetos emblemáticos en
la historia de la marca, la planta embotelladora, la sección de cultura pop, la
galería de retratos, el cine 4D con una proyección bastante simplona o, por no
hacer la lista exhaustiva, el decorado ártico donde te puedes hacer la foto con
el oso polar, icono de la bebida, cuya expresiva y dulce sonrisa estoy
convencida de que esconde en el interior del disfraz a algún individuo harto de
mover palanquitas internas y sudado como un pollo. La apoteosis de la sala
donde puedes probar las más de 100 bebidas que la compañía comercializa por
todo el mundo (y donde mi hija pequeña se cogió tal indigestión que no pudo ni
cenar) solo podía ser superada por la tienda de recuerdos. Impresionante como
pocas y un logro indiscutible de publicistas y diseñadores, auténtico negocio
de un lugar en el que entras pagando una entrada y sales pagando tus compras.
Al fin y al cabo la Coca Cola es un negocio y uno de los mayores
símbolos del mundo capitalista.
Salí
de allí con una bolsa de color rojo con letras blancas llena de rabia por
haberme sometido voluntariamente a tal bombardeo comercial, por haber pagado
para que mi hija sufriera una indigestión y, encima, por haber sucumbido a la
insistencia del niño para que le comprara la bolsa sorpresa que acabó conteniendo una tontería que,
encima, no le hizo ninguna ilusión. Tal fue la saturación que no he vuelto a
probar una Coca Cola que, para mí ya no tiene chispa alguna.
Para quienes no estéis familiarizados con
el término hillbilly, es una palabra
del inglés americano que se usa, con algunas connotaciones peyorativas, para
describir a los habitantes de ciertas áreas rurales o montañosas, normalmente
de la cordillera de los Apalaches. Esta es, hoy en día, una de las zonas más
deprimidas de los Estados Unidos. De ahí proviene buena parte del electorado de
Donald Trump. No hace mucho terminé de leer un libro de J.D. Vance que
recomiendo sin dudarlo: Hillbilly Elegy,
a Memoir of a Family and Culture in Crisis. Es un interesantísimo retrato
en primera persona sobre los problemas y realidades de la clase blanca
trabajadora sumida en la crisis y con pocas posibilidades de realizar su sueño americano. Contado por un hillbilly que ha conseguido graduarse de
una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Interesantísimo.
Bueno, es que lo he vivido contigo al leerlo. La cima del capitalismo así como La Meca es del Islam. Seguro que caes en otra de estas, pero que bien, así luego nos lo cuentas.
ResponderEliminarAsí y todo, hay que ir. Como bien dices, ¡la meca local!
Eliminaraborrezco la coca-cola, hace miles de años que ni la pruebo, pero reconozco que me encantan los objetos con el logo, tengo una pequeña colección y su estética me tiene conquistada, llámame loca pero disfrutaría en esa tienda que no en el museo jeee... Un besote
ResponderEliminarLa tienda es impresionante, una maravilla, y te apetece llevártelo todo. Luego da rabia darte cuenta de qué fácil es dejarnos engañar por los publicistas.
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