Cuando en Nochevieja regresábamos a casa
tras cenar con unos amigos, vi que los vecinos ya habían tirado el árbol de
Navidad a la basura. Me quedé puesta. Eso sí que es rapidez. Al día siguiente
el número de arbolitos se había multiplicado y el martes, que es cuando pasa el
camión de la basura (ver entrada Thanks God it's Tuesday), el vecindario
parecía un triste cementerio vegetal. Me dio mucha pena ver que esos árboles
tan bonitamente decorados e iluminados hacía apenas unas horas estaban ahora
desnudos y congelados a la orilla de la carretera esperando que el camión de
residuos de jardinería los triturara sin dejar rastro alguno d e su cadáver en el
hogar que habían llenado de calidez. Me pareció una imagen tristísima.
Y esa estampa de desolación debe de haberse visto por todo Estados Unidos. Según la Asociación Nacional de Árboles de Navidad (¿no es alucinante que en este país haya asociaciones para todo?) cada año entre 25 y 30 millones de hogares americanos compran un árbol de Navidad natural. Para ello han ido a uno de los múltiples puestos de venta que surgen de la noche a la mañana en las carreteras o a alguna finca por donde puedes pasear con tu familia, elegir el ejemplar que quieres comprar e incluso cortarlo tú mismo para hacer la experiencia más auténtica. Si encima te pones un gorrito de lana y la camisa de leñador quedas de lo más hipster con el árbol amarrado a la baca de tu coche volviendo hacia tu casa.
Todo para tirarlo a la basura antes de un
mes porque aquí, para más inri, nadie celebra la llegada de los Reyes Magos con
lo que las fiestas se acaban mucho antes. Pobres arbolitos, crecer tan hermosos
para tener un final tan triste. Si ya de por sí suelo entrar en un profundo
estado de melancolía cuando veo que se acerca la fecha de desmontar los adornos
navideños, desenredar las luces, guardar las bolas en sus cajas correspondientes,
desempolvar las cintas y guirnaldas, embalar la estrella… ahora resulta que me invade
una conciencia ecologista con la que no contaba.
Finca de árboles de Navidad en Iowa |
Según la mencionada asociación, solamente
en Estados Unidos hay cerca de 350 millones de árboles de Navidad que están
creciendo en fincas destinadas para tal propósito. Por cada árbol que se tala
en invierno, en primavera se plantan de una a tres semillas gracias a los más de
4.000 programas de reciclaje de árboles. Arboles plantados en más 350.000 acres
de terreno de 15.000 fincas americanas que emplean a más de 100.000
trabajadores. El pensar en los bonitos retoños que estarían creciendo en las
montañas de Oregón, Carolina del Norte, Pennsylvania, Michigan, Wisconsin o el
Estado de Washington disipó la nube de tristeza que había surgido tras la
visión de mi vecindario.
Luego seguí leyendo que el 80% de los
árboles artificiales que se venden en Estados Unidos son made in China, según datos oficiales. Y mientras los árboles
naturales son reciclables y renovables, los artificiales contienen plásticos
que no son biodegradables así como posibles metales tóxicos, del estilo del
plomo.
En mi casa es costumbre que el árbol de Navidad siga profusamente
decorado y lleno de luces hasta que pase la Epifanía. Sin embargo, esta información que ahora tengo me estaba haciendo mirar con
desconfianza la imperecedera artificialidad del árbol que compré de segunda mano nada más llegar a EEUU. A saber la cantidad de plomo que estaría liberando por cada una de
sus agujas de pino de imitación. Lo quité bien tempranito ayer. No he querido buscar la etiqueta para averiguar
dónde está hecho; sospecho que no habrá sido fabricado en ese 20% no chino. Desde luego, los
lobbies de la industria navideña hacen bien su trabajo.
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