Mi abuela siempre decía que vaya suerte
que teníamos viviendo en Asturias, donde nunca hacía mucho frío ni mucho calor,
ni había esas riadas tremendas de la “gota fría”, ni los huracanes, tornados o
terremotos sacudían los cimientos de nuestra casa. Obviamente, a ella le
encantaba Gijón, no le gustaba mucho el sol y estaba acostumbrada a
salir de casa todo el año con el paraguas.
Desde que estoy en Estados Unidos
recuerdo muy a menudo sus palabras, especialmente cuando me llegan las
incesantes alertas de fenómenos atmosféricos. El teléfono avisa con mensajes de
texto de lluvias intensas e inundaciones en tu área, de vientos fuertes que
pueden hacer caer los postes eléctricos de tu vecindario y, con un sonido muy desagradable
propio de alarma aérea de la época del blitz
londinense, te conmina a que busques refugio seguro inmediatamente si estás en
la, aunque sea remota, ruta de un tornado. Ya estoy acostumbrada y no les suelo
hacer mucho caso porque tienden a ser bastante alarmistas, pero los leo y creo que valoro responsablemente la información que envían.
Pero ahora empiezan a atacarme por otros
frentes. La semana pasada me llegó un correo electrónico de la compañía de
seguros del coche y de la casa. Esperaba que estuviera tomando las medidas
necesarias para que Florence no
ocasionara ningún daño en mis propiedades pero me recordaba que, en caso
contrario, ellos estaban desplegando equipos extras para atender las posibles
reclamaciones en las zonas por las que estaba previsto su recorrido. Me
incluían un enlace a un centro de atención en línea y me proporcionaban un
número telefónico gratuito disponible 24/7. En ese momento me enteré de que
venía un huracán.
Dos días después, la compañía de
televisión por cable e internet se ponía en contacto conmigo para aconsejarme
que me preparara mientras se acercaba la tormenta. Me daba instrucciones en
caso de que el router se desprogramara y me indicaba cómo resetear la terminal
de red óptica si era necesario. El Estado de Maryland, en donde vivimos, y el
Distrito de Columbia, a donde vamos cada día, declararon el estado de
emergencia y yo reconozco que no hice el menor acopio de nada. Aún tengo sin
abrir los botellones de agua de la “terrible” tormenta de nieve de hace tres
años. Seguro que su actual grado de estancamiento debe de haberlos convertido en un
buen caldo de cultivo para enfermedades infecciosas.
La erupción del volcán Pichincha, en
cuyas laderas estaba nuestra casa cuando vivíamos en Quito, nos pilló durmiendo a pierna suelta tras apenas haber tomado unas mínimas medidas de
precaución, como tener localizados los pasaportes y haber puesto cintas de embalar en
las ventanas para que en caso de explosión no se rompieran en mil pedazos.
En México nos enterábamos de los temblores porque empezábamos a notar una
sensación de mareo y de los huracanes cuando ya estaban causando estragos.
Pero cuando llegamos a vivir a Omán, un
país desértico donde los haya, lo primero que hicieron en el colegio anglosajón
de los niños fue poner nuestro número de teléfono en un “Emergency phone tree”. Era un sistema de organización que dividía
la responsabilidad de las llamadas telefónicas entre el grupo de padres para
cuando surgiera una emergencia o la necesidad de difundir con urgencia algún
mensaje. Tras tantos años de “apáñatelas
como puedas”, que pusieran tanto empeño en incluirnos en la red de
emergencia me dejó puesta.
La responsabilidad de activar el “árbol
de emergencia” recaía en la directora del colegio y estuvo mucho tiempo inactivo
hasta que un buen día sonó a las 6 de la mañana y la voz tras el teléfono nos
dijo que ni se nos ocurriera salir de casa por riesgo de riadas. El cielo
estaba radiante y vivíamos en el
desierto. Pero media hora después se oscureció, empezó a llover en las rocosas
montañas de los alrededores de nuestra casa y, sin árboles, arbustos o
vegetación alguna que frenara el agua, los “wadis”
se llenaron y ríos que antes no existían arrasaron cuanto se les ponía por
delante. Cuando el huracán Gonu, la mayor tormenta superciclónica registrada en
el Golfo Pérsico hasta aquella fecha, alcanzó Omán de pleno, pocos instrumentos
resultaron tan rápidos y eficientes como el “emergency tree”. El resultado de
su paso fue devastador para el entrañable país arábigo y las precauciones
tomadas por el colegio evitaron que cientos de niños corrieran riesgos
innecesarios.
Reconozco que en muchas ocasiones pienso
que el avance exponencial de las comunicaciones me satura de información y me
traslada responsabilidades que antes ni siquiera había considerado. Y aunque vivía
mucho más tranquila en la ignorancia, me produce más tranquilidad estar al
tanto de lo que ocurre. Esto último no sé si es un oxímoron, una
paradoja o, simplemente, una forma de terminar mi entrada de esta semana pero, en cualquier caso, stay safe!
* ¡Mantente a salvo!
Fotos: Ciencia 1
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