lunes, 10 de octubre de 2016

Castillos en el aire

Lloyd Wright y su Fallingwater
Siempre he soñado con poder diseñar mi casa, con elegir un terreno y explicarle al arquitecto cuáles son mis necesidades, cómo quiero distribuir el espacio, a qué horas necesito más sol en qué estancias… En España, a diferencia de otros países donde he vivido, y al menos entre mi círculo de conocidos, eso no es algo habitual. Los que hemos conseguido comprar alguna vivienda siempre ha sido algo ya construido, un piso o una casa ya terminados, diseñados por alguien al que nunca hemos conocido que ha generalizado las necesidades habitacionales de los demás. Los consumidores finales, los que finalmente habitamos la vivienda, podemos meter mano en poco más que en la decoración o en alguna posterior reforma. Sin embargo, en Ecuador, en México, en Kuwait… mis amigos han diseñado y construido sus casas de la forma más natural del mundo, sin darse cuenta del  privilegio que para mí supondría.

Yo me deleito imaginando largas charlas con el arquitecto, que intenta plasmar en un plano la casa que ya existe, etérea, en la nebulosa de mis sueños. Y ese arquitecto, al que ya tengo totalmente idealizado, se me antoja cálido, claro, receptivo, funcional, divertido, moderno y algo bohemio…justo como quiero que sea mi casa. Pero la realidad me dice que cuanto más reconocido es el arquitecto y mayor es el nivel adquisitivo del cliente, esas idílicas reuniones se convierten en un choque de egos, en una lucha por imponer los criterios propios y a menudo el arquitecto, un artista al fin y al cabo, aparece como un ser tiránico que busca la gloria de su obra por encima de las necesidades del que la paga.

Esa es la imagen que me transmitió el guía de Fallingwater, la casa de la Cascada, del genial arquitecto americano Frank Lloyd Wright, cuando fuimos a visitarla en Mill Run, Pennsylvania. Construida en los años 30 del siglo pasado por encargo de la familia Kaufmann, dueña de unos grandes almacenes en Pittsburg, es considerada por el American Institute of Architects como “la mejor obra de la arquitectura estadounidense de la historia”.

Los Kauffman querían una casa con vistas a una pequeña cascada que recorría uno de sus terrenos y contactaron con Frank Lloyd Wright, que había sido profesor de su hijo, también arquitecto. El maestro, imbuido en su concepto de arquitectura orgánica, integró el edificio en el emplazamiento empleando materiales del lugar y respetando el entorno y no diseñó la casa frente a la cascada como quería su dueño sino en la propia cascada, utilizando las rocas del relieve a modo de cimentación.

La casa es una maravilla, pareciera que el agua manara de su interior gracias a la intersección perpendicular de los planos de cemento y de piedra de río que la forman y a los numerosos ventanales con marcos de hierro rojo (el color tradicional con el que se pintan los graneros y las construcciones de las granjas). El interior es abierto pero acogedor, con la excepción de los pasillos cuya estrechez combinada con la escasa altura del techo consigue el deseo del arquitecto: hacerte salir de ellos inmediatamente para arrojarte a alguna de las estancias donde disfrutar de las vistas del bosque o de la cascada. Desde la sala de estar una escalera te permite bajar al mismo torrente o una salida te lleva a la piscina que se llena con agua de las montañas.

Bajada al riachuelo desde el interior
Todo el mobiliario es también de Wright y es asombrosamente contemporáneo; mis hijos no podían creer que esa casa tuviera casi 100 años y durante toda la visita no hicieron más que pelearse por cuál de las tres habitaciones sería la suya.  Y con ganas hubiera entrado yo también en la pelea. Pero, con independencia de la magnífica resolución de la vivienda, mi impresión es que la casa es de Wright, no es de sus dueños. Hubo, al parecer, agrias disputas cuando la propietaria quiso poner unas persianas que dieran cierta privacidad al cuarto de invitados; o cuando quisieron instalar mosquiteras que impidieran a los voraces mosquitos de la zona desangrar a los ocupantes; o cuando el hijo quiso un escritorio con más profundidad que el que el arquitecto había previsto. El genio no transigía en adaptar su obra a lo que sus clientes querían.

La casa relanzó a la fama a Lloyd Wright tras un periodo de vacas flacas consecuencia de la Gran Depresión y llegó a ser en 1938 portada de la revista Time, lo que le permitió seguir diseñando proyectos hasta su muerte. Pero también desde el primer año sufrió todo tipo de goteras, humedades, desprendimientos… resultando costosísima de mantener. En 1964, tras la muerte de los Kauffman, su hijo decidió cederla a la Western Pennsylvania Conservancy que tuvo que hacer una gran reforma estructural en 2002 para evitar su colapso. Mas de 4 millones de personas la han visitado (casi 170.000 el año pasado) y me quedé puesta al saber que los 25 $ por persona que te cobran por la entrada apenas dan para pagar las reparaciones constantes  que necesita.

No sé si los Kauffman perdieron tanto tiempo como yo imaginando la casa de sus sueños; dicen que Lloyd Wright no lo hizo y que nueve meses después de recibir el encargo sin haber trazado ni una línea sobre el papel, al saber que su cliente iba a visitarle y esperaba ver algo, diseñó la vivienda y dio forma a su idea en un par de horas. Yo no creo que mi casa deje de ser un castillo en el aire, pero si alguna vez se materializa, me gustaría que fuera el reflejo de mis necesidades resueltas sabiamente por un arquitecto comprensivo.

(Todas las fotos son de Gabriel y el ilustrador es Michael Kirkham)






4 comentarios:

  1. No lo dudes; hablo de tí cuando describo a mi arquitecto idealizado.

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  2. Qué lugar tan maravilloso, Eva. A lo mejor el arquitecto de tus sueños es el que te acompaña conformando un hogar de ensueño en todos los puestos. Besos desde la Asturias, ya otoñal.

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    1. ¡Cuánta razón, María! La casa la edifica el arquitecto pero el hogar lo construimos nosotros. Me quedo con mi "hacedor" de hogares de ensueño. Aquí se ha ido el verano pero los colores de otoño todavía esperan.

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