Cada noche, al correr las cortinas
de mi habitación, me acuerdo de cuando nos mudamos a Washington y nos
instalamos en la que casa que acabábamos de alquilar. La experiencia me hizo ya
hace mucho tiempo prescindir de empaquetar cortinas cuando nos trasladamos de un
país a otro porque sé que se quedarán en una caja que no hace más que incordiar
durante un montón de tiempo hasta que un buen día decido regalar su contenido.
Jamás he conseguido reutilizar cortinas que haya tenido en casas anteriores.
Unas veces porque la vivienda ya venía con cortinas, otras porque no pegaban ni
con cola, las más de las ocasiones porque las medidas de las ventanas eran
completamente diferentes y cuando encontraba quién me hiciera los arreglos en
ese país desconocido era demasiado tarde: en un arrebato de desesperación por
tener la casa ordenada ya me había deshecho de esa caja que me ofendía con su
mera presencia.
Gabriel odia, teme y se desespera con el
“momento cortinas”. Y no es para menos. Reconozco que me pongo muy pesada, pero
no lo puedo evitar. Tal vez sea un mecanismo de supervivencia en esta vida
itinerante que me ha tocado vivir, pero psicológicamente necesito que la casa
que ha de ser mi hogar en los años que pasamos en cada país esté completamente
montada con nuestras cosas lo antes posible. Así y todo hago esfuerzos y en
esta última mudanza me contuve lo más que pude. Pero a las dos semanas de
ventanas desnudas que, de noche, con la luz encendida, se convierten en una
especie de pantallas gigantes de televisión donde los vecinos pueden ver todos
tus movimientos, empecé a dar la brasa.
Washington es una ciudad dispersa. No
tienes unas calles comerciales donde puedas encontrar tiendas de todo tipo como
en las ciudades europeas; no hay tampoco un zoco donde elegir telas y decirle
al “taylor” indio o paquistaní que te las confeccione; no hay un mercadillo con
tejidos al peso y una “doña Rosita” costurera recomendada por la española que
acabas de conocer y que luego se convertirá en una de tus mejores amigas. Aquí sólo encontraba tiendas de decoración que
tenían una pequeña sección de “Window treatment” y cada vez que corría
desesperada en esa dirección a Gabriel le hervía la sangre porque no acababa de
entender qué demonios hacíamos buscando cortinas cuando había una ciudad
maravillosa por descubrir.
Hasta que un día llegó a mi buzón
publicidad de una tienda, en un sitio que nos parecía lejísimos, donde no sólo
vendían miles de telas sino que te las hacían allí mismo y te las instalaban en
tu casa. Se me había aparecido el hada madrina de los deseos. Medí todas las
ventanas de la casa y lo anoté cuidadosamente, guardé el papel en mi billetera,
animé a mis hijos a que pensaran cómo les gustaría vestir sus ventanas y cuando
llegó el fin de semana, con los niños de mi parte, excitadísimos tras haber
descubierto con mayor o menor fortuna sus dotes decoradoras, sugerí suavemente
a Gabriel que dejáramos uno de los museos smithsonianos para otro día y nos
fuéramos a una maravillosa excursión… a la tienda de cortinas. Justo lo que le
apetecía hacer.
Y allí llegamos. Más contentos unos que otros, pero llegamos. ¡Había miles de telas! Revolvimos, comparamos, exploramos diferentes posibilidades con la ayuda de una encargada amabilísima y cada uno eligió la tela para su habitación de acuerdo con sus gustos y con la indicación específica de elegir la tela más barata (“total, es para salir del paso”). Saqué la nota que había guardado en mi billetera. Fui dando las medidas, el ancho, el alto, ventana por ventana, habitación por habitación. Gabriel se revolvía mirando el reloj. Los niños empezaron a enredar demasiado. La dependienta sacó la calculadora. Sumas, multiplicaciones, más sumas, anotaciones, siguió multiplicando, siguió sumando… Gabriel, desesperado, salió afuera. Al rato mandé a los niños con él. Sumaba y sumaba. Añadió los impuestos. Y me dio el total: una cifra de cinco dígitos. Me quedé puesta. Bienvenida a Estados Unidos. Mis ventanas tendrían que esperar un poco más para recibir un “treatment” más acorde a nuestros bolsillos. Y nos fuimos al museo. Más contentos unos que otros.
La odisea de las cortinas (je,je)
ResponderEliminarJaaa, las cortinas son siempre súper caras, no entiendo muy bien por qué, y si son a medida mucho más, yo que tu iba a ikea o al leroy merlin que tengas por ahí y me ponía unos paneles japoneses o unos estores muuucho más apañaos de precio y para salir del paso estupendos, jeee. Mucha suerte en la búsqueda
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