Cuando fui a Nueva Orleans y me enteré de
que el lugar más visitado de la ciudad era el Museo Nacional de la II Guerra
Mundial me quedé puesta. No lo habría dudado si me hubieran mencionado
cualquier otro sitio: la Plaza Jackson, con el edificio del Cabildo (así, en
español, no en vano Nueva Orleans fue parte del Virreinato de Nueva España
durante 40 años); el Barrio Francés, que de francés sólo tiene el nombre
(durante el tiempo que fue española, un incendió destruyó el 80% de la ciudad y
los españoles reconstruimos la mayoría de los edificios que aún siguen en pie);
el barco de vapor Natchez, uno de los que surcan las aguas del poderoso río Mississippi;
la calle Bourbon (yo creía que debía su nombre al whisky americano a juzgar por
los miles de litros de alcohol que ahí se beben a diario y resulta que su
nombre honra a la dinastía de los Borbones); el Preservation Hall, ese pequeño
y ruinoso edificio que todos los días, ininterrumpidamente desde hace más de 55
años, es el escenario de bandas consagradas al jazz tradicional; el barrio
residencial Garden District, que con sus cuidadas casas antebellum tanto se acerca al estereotipo que tenemos del Sur
Profundo; tal vez alguna de las preciosas plantaciones de sus alrededores, el
Café du Monde donde disfrutar los deliciosos “beignets” con un buen café con
leche o incluso alguno de los numerosísimos restaurantes de las cocinas cajun o creole.
Pero, la verdad, el Museo Nacional de la
II Guerra Mundial, no. Es más, me pregunté qué diantres pintaba un museo así en
esta ciudad a la que jamás había asociado con la segunda gran guerra. Bueno,
pues ver para aprender porque resulta
que es la atra cción más visitada de Nueva Orleans, el cuarto museo más visto de
Estados Unidos y el 11º del mundo y, además, sí que está justificado que se
ubique en la capital de la Luisiana. Nueva Orleans es donde Andrew Higgins
diseñó, construyó y probó las lanchas de desembarco que se usaron en el D-Day a
las que el Presidente Eisenhower siempre atribuyó el triunfo aliado de la
guerra. Toma ya.
El avión real suspendido sobre nuestras
cabezas, las pantallas gigantes y los paneles de estación ferroviaria que
ambientaban el hall de entrada no me sorprendieron tanto, pero apenas entré en
uno de los pabellones me volví a quedar estupefacta. Y es que mi cabeza europea
ya se había situado en 1939 (incluso en 1937, con los antecedentes
expansionistas alemanes) y el museo va y empieza en 1941 con el ataque a Pearl
Harbor y la entrada de Estados Unidos en la guerra. Y claro, en ese momento me
dí cuenta de que lo que significaba la palabra Nacional en el nombre del Museo: trata exclusivamente del papel de
EEUU en el conflicto mundial.
Cuando recurrí al folleto del Museo para
tratar de situar mi cerebro desorientado me dí cuenta, además, de que el objetivo
primordial del Museo, por delante de “preservar nuestra historia” era “honrar a
todos los que combatieron” y hacer un reconocimiento a los “valientes y
generosos americanos que juntos lucharon para derrotar a las fuerzas del Eje”.
En ese momento cobró también sentido el cartel que decía “Yo estuve allí”
situado en el hall de entrada tras la silla de un humilde anciano: ahí podías
calzarte un casco y una guerrera verdes antes de charlar y hacerte una foto con
un auténtico veterano de guerra, de los que ya quedan muy pocos.
A los americanos no les gustan la
generalización ni la abstracción. Piensan que entiendes mejor cualquier suceso si lo interpretas a través de un ejemplo o lo personalizas.
Así que, desde el principio, y con la ayuda de una tarjeta magnética en la que descargar
contenido del museo para verlo luego en casa, fui haciendo el seguimiento de un personaje
que me asignaron: una chica de un pueblo de Idaho que fue una de las 25
primeras WASP (Woman Airforce Service Pilots) o pilotos femeninas de las
fuerzas aéreas. Y así me volvieron a destacar que lo importante no es luchar
(mi guapa piloto no salió de EEUU) sino servir a tu país en la medida de tus
posibilidades, aunque su testimonio acabara siendo una denuncia del machismo y la desigualdad que tuvo que soportar.
El resultado es un museo muy americano y no
sólo en el contenido. La arquitectura, la ambientación de los escenarios, los
documentos audiovisuales, los paneles y mapas explicativos y el material
interactivo son… apabullantes. Tan pronto estás en un barco, como en un avión;
en la selva filipina, como en un pueblo italiano; en el interior de una casa
bombardeada, como en un bosque helado en plena batalla de las Ardenas. Los
documentos audiovisuales históricos proyectándose ininterrumpidamente, las
vitrinas (escasas) con objetos de la época y la película de la historia de la
II Guerra Mundial en 4D con Tom Hanks como narrador terminan de crear la
sensación de que más que un museo, acabas de visitar un parque temático. Y éste,
a diferencia de Disneyland, sí que puede
ser para niños… y mayores.
Fotos: Cortesía de The National WWII Museum.
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