A mí me gusta mirar. Lo reconozco. No
digo que soy “voyeur” porque no me
gustan los extranjerismos y porque la palabra tiene unas connotaciones que no
se ajustan a mi forma de mirar. El adjetivo “mirona” tampoco me gusta; tiene
cierto retintín negativo que no creo encontrar en mí. Pero da igual cómo lo
califique, el caso es que disfruto viendo la forma de comportarse o de
interactuar de la gente, ya sea en la calle, en un restaurante, en un concierto
de jazz o en un partido de fútbol americano. Especialmente en estos últimos,
porque al no entender nada de lo que sucede en el campo soy más una espectadora
de los espectadores que del espectáculo.
Ayer, como todos los primeros domingos de
febrero desde 1967, se celebró la Superbowl
(o Supertazón, como lo llaman en
América Latina), la final del campeonato de fútbol americano en Estados Unidos,
entre los Eagles de Filadelfia y los Patriots de Nueva Inglaterra. Es el
espectáculo deportivo más grande del mundo, paraliza al país y es imposible no
contagiarse de todo lo que implica. Porque el juego, en la Superbowl, es la excusa para hacer espectáculo con todo lo demás y
en eso los americanos son maestros.
Incluso para aquellos a los que no les
gusta el fútbol americano, hay dos momentos de máxima expectación en el estadio:
la emotiva interpretación del himno nacional, siempre a cargo de un artista con
destacada capacidad vocal (generalmente mujer) y la actuación del descanso, que
recae sobre alguno de los intérpretes más importantes del momento. Michael
Jackson, Madonna, U2 han actuado para la Superbowl
y ayer Justin Timberlake lo hizo por tercera vez. En la ocasión anterior, en
2004, protagonizó el momento más polémico de la historia de estos juegos cuando
rasgó el vestido de su compañera Janet Jackson y quedó al descubierto su pecho,
apenas tapado el pezón por una estrella. Así que ayer,
los 70.000 asistentes al estadio en Minnessota o los más de 100 millones que lo
vimos por televisión, teníamos mucho donde mirar.
Aunque yo ya he ido a bastantes partidos
de futbol americano del High School de
mis hijos por aquello de apoyar a la cheerleader
de la familia y al niño, que toca en la banda del colegio y desfila en los
partidos más importantes, confieso que sigo sin enterarme muy bien de las complejísimas
reglas. Aunque unas pocas cosas ya las tengo claras:
- Cada equipo está compuesto por 22 jugadores que se reparten entre ofensivos y defensivos. Solo once pueden estar en el campo. El jugador más importante de cada equipo se llama quarterback (Mariscal de Campo, en español), y es el que se encarga de lanzar el balón cuando el equipo ataca.
- El tiempo de juego está dividido en cuatro cuartos de 15 minutos y la cancha mide 100 yardas (90 metros aproximadamente), casi lo mismo que un campo de fútbol tradicional.
- El equipo que empieza atacando tiene cuatro oportunidades (downs) para avanzar 10 yardas en dirección a la zona de anotación.
- Para avanzar con el balón existen dos opciones: pase o carrera. En el primer supuesto el quarterback intenta lanzar el balón a uno de sus receptores (receivers). En el segundo caso, un jugador, el running back, intenta avanzar entre la maraña de defensas del equipo contrario. Los buenos equipos alternan ambas opciones de ataque, desorientando al equipo rival.
Ayer, en el sofá de mi casa, estuve más cómoda, la
verdad. A pesar de que es uno de los acontecimientos sociales más importantes
de Estados Unidos y la gente se reúne en casas o en bares para ver el partido,
nosotros lo vimos en familia. La Superbowl
es también, después del día de Acción de Gracias, la fecha del año en que mas
comida y bebida se consume en Estados Unidos y se calcula que se toman 45
millones de toneladas de guacamole para seguir el partido. Ahí sí fuimos fieles
a la tradición y en el momento en que saqué mi tazón de guacamole todos dejaron
de prestar atención a lo que sucedía en el campo de juego y se abalanzaron
sobre la especialidad mexicana. Y cuando mi hija pequeña exclamó “esto sí que
es un superbowl, mamá, y no este
rollo que nos estamos tragando”, todos le dimos la razón.
Por cierto, ganaron los Eagles. Underdogs no more!
Por cierto, ganaron los Eagles. Underdogs no more!
Post-post:
El trofeo que se lleva el equipo ganador se llama Vince
Lombardi, en honor al entrenador ganador de las dos primeras Superbowls. Tiffani&Co es la joyería encargada de su fabricación. Además,
cada jugador recibe un anillo de campeón, de oro y diamantes, estimado en 5.000
dólares. La Liga de Fútbol Nacional (NFL) costea 150 de estos anillos y los vencedores
pueden regalarlos a quienes quieran.
Se dice que Putin tiene uno. El hijo de Robert Kraft, el
dueño de los Patriots, se enroló en
una misión comercial a Moscú en el año 2013 y allí conoció al presidente
Vladimir Putin. Poco antes su equipo había ganado la Superbowl y llevaba el anillo. Putin se lo pidió para admirarlo y
dijo que mataría por tener un recuerdo así. Kraft bromeó diciéndole que no
necesitaba tanto, pues Putin es cinturón negro de Kárate. El político se metió
el anillo en el bolsillo y se marchó rodeado de escoltas, para pasmo de los
allí presentes. Al dueño de los Pats le llamaron de la Casa Blanca para que
simulase que había sido un regalo, intentando evitar un conflicto diplomático.
Disfrutona!
ResponderEliminarEstoy con Ana, también me quedo con el de guacamole.
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