lunes, 30 de enero de 2017

Una noche en el Museo

A mí, de pequeña, nunca me dejaron hacer lo que ahora se llama un “sleepover” y que por entonces, menos contaminados por el inglés, llamábamos simplemente “ir a dormir a casa de una amiga”. Las razones para no permitírmelo eran variadas: “¿para qué vas a andar molestando por ahí?”, “bastantes horas pasas ya fuera de casa”, “no hay ninguna necesidad” o “a saber qué costumbres tiene esa gente”. Y, como yo ya sabía la respuesta, tampoco preguntaba.

Ahora estoy en esa edad en que donde más a gusto duermo es en mi casa (o en un buen hotel de vacaciones, es cierto) pero el otro día ví que se convocaba un “sleepover” que me dejó puesta: ir a dormir al Archivo Nacional en Washington DC y “pasar la noche junto a los más preciados tesoros de América: la Declaración de Independencia, la Constitución y la Declaración de Derechos”.

Colocas tu colchoneta y saco de dormir en la rotonda del Museo y pasas 14 horas en el edificio cuando ya ha cerrado sus puertas. Es una “acampada” (aunque no hay nada de campo, sino puro mármol) pensada para niños de 8 a 12 años donde también se puede ver una película en el teatro del Museo y desayunar tortitas cocinadas por el 10º Archivero Mayor de Estados Unidos, Mr. David S. Ferriero. Alucinante.

Si en mi niñez me hubieran propuesto pasar la noche junto a las Cartas Puebla, Las Siete Partidas, el Tratado de Tordesillas o “La Pepa” en un Museo donde también proyectaran la película “El Cid” y nos dieran para desayunar un chocolate con churros servido por nuestro Director General de Archivos, creo que no me habría hecho ninguna ilusión y que si lo hubiera comentado en mi casa lo habrían tildado de tontería y poco serio. Y no creo que las cosas hayan cambiado mucho; desde luego, a ninguno de los niños que conozco les atrae el plan en su versión española.

Pues bien, ya no hay cupo, está agotado; la próxima convocatoria que tendrá lugar a finales de 2017 lo estará también. Y eso que te soplan 125$ del ala por persona y se especifica que los adultos han de ir acompañados por un niño (había quien con buen humor buscaba un niño de alquiler para poder asistir).

No sé si será porque en España tenemos una historia tan larga que nos resulta muy difícil explicársela a los niños; o porque (por razones culturales o políticas, da igual) no somos capaces de priorizar  unos documentos sobre otros; o porque nos empeñamos en atiborrar de datos particulares las cabezas de nuestros escolares de primaria sin que se tenga claro un esquema general ni una historia común; o porque las consecutivas leyes educativas españolas dan bandazos constantes … el caso es que cada vez conocemos menos nuestra historia y cada vez resulta menos atractiva para nuestros escolares.

Cualquiera sabe aquí qué significan esos tres documentos que duermen en el Archivo Nacional. Los están estudiando desde 2º de primaria, año tras año. A lo mejor no saben de ningún otro, es cierto, pero tienen clarísimo que son los más importantes para la Historia de EEUU, que son símbolos inequívocos de su nación y que es un privilegio el poder estar cerca de ellos. Si además buscas cómo acercarlos al público de manera divertida e imaginativa, el éxito de la iniciativa está garantizado y se convierte, como dice la invitación, en “un recuerdo que dura toda la vida”.

Mis hijos no se han enterado de esto. Yo tampoco se lo he comentado. Me digo que no es su Historia. Pero, ¿de verdad no lo es? ¿No rememoraría mi hija pequeña (Gabriel iría encantado de "chaperon") esa noche en el Museo como una ocasión especial vivida cerca de documentos históricos importantes sin que importe la nacionalidad de los mismos? ¿O es realmente una tontería?

lunes, 23 de enero de 2017

La Marcha de las mujeres

Al ver el vídeo ya me quedé puesta. Me lo había mandado una amiga por WhatsApp para ver si formábamos un grupo e íbamos a la Marcha de las Mujeres. La idea había partido de una jubilada de Hawai que, consternada por la victoria de Donald Trump, preguntó en Facebook a sus amigas si se animarían a ir a Washington al día siguiente de la investidura. Acabó convertido en un fenómeno nacional (e internacional) y tenía el propósito de reivindicar los derechos de las mujeres a la par que protestar contra la actitud de Trump hacia esos temas.

Era un vídeo informativo, conciso, claro, bien realizado, en el que se explicaba qué había que hacer para participar. En él se decía que todo el mundo era bienvenido sin importar edad, género, raza o filiación política. Se indicaba el recorrido de la marcha, el acceso por transporte público al punto de encuentro, dónde estarían las salidas rápidas, los accesos para minusválidos, la ubicación de los puestos informativos, de los baños portátiles o de los intérpretes para el lenguaje de signos (que, por cierto, en las escuelas de mis hijos se ofrece como una asignatura más de segundo idioma, como el francés, el español o el chino por sólo mencionar alguno). También se avisaba de las posibles inclemencias del tiempo en Washington y de la conveniencia de abrigar bien a los niños en caso de llevarlos. Animaba a llevar pancartas, pero prohibía llevarlas en palos.

Recordaba que manifestarse es un derecho reconocido por la Primera Enmienda de la Constitución americana y que esta marcha tenía el permiso necesario para realizarse. Avisaba de que se contaría en todo momento con la protección de la policía del DC y de oficiales especializados en el control pacífico de masas, daba un teléfono de atención legal y finalizaba con la invitación a participar. Dos minutos y veintidós segundos de vídeo. Ninguna consigna política, pura información práctica.

Nadie me estaba incitando a hacer nada pero me ofrecían los datos necesarios para participar y me habían creado la reconfortante sensación de seguridad y de protección que sólo el estar bien informado te proporciona. Pero lo que más puesta me dejó fue que la policía apareciera reflejada como una institución que está ahí para protegerte como ciudadano y garantizar tus derechos.

No sé si ello es debido a mi edad, a los recuerdos que tengo de las manifestaciones postfranquistas en mi Asturias natal donde “los grises” eran temidos y se tenía la sensación de estar infringiendo la ley por protestar; o de las posteriores manifestaciones de mi época universitaria en Madrid donde se buscaba la confrontación con “los maderos”; tal vez la causa esté en haber vivido durante tantos años en países donde los derechos de los ciudadanos no estaban tan claramente definidos. Reconozco que me sorprendió mi asombro.

El ambiente era festivo en Washington DC. Efectivamente, a la salida de las bocas de metro voluntarios resolvían las dudas dando indicaciones. Había algunos puestos de camisetas y una marea de gente que se iba haciendo más espesa conforme te acercabas a las inmediaciones del Mall, como se conoce a la gran extensión que va desde el Capitolio al Memorial de Lincoln. Ya había decenas de miles de personas agrupadas. Mucho color rosa y gorros y orejitas de gato (“Pussy Hats”), que se han convertido en un símbolo de la lucha de las mujeres contra Trump  y que hacen referencia al juego de palabras entre el tierno “pussycat” (gatito) y el peyorativo “pussy” (coño) que el nuevo Presidente empleó en aquel vídeo al hablar de lo que podía hacer a las mujeres por el hecho de ser una estrella.

Y miles de carteles, la mayoría caseros, indicaban el motivo por el que cada uno marchaba dando color al evento: mensajes, dibujos, caricaturas, chistes… alrededor de una misma idea. Y esto es algo que me sorprendió porque pone en manifiesto el individualismo norteamericano (“yo  tengo este motivo para manifestarme y me uno a ti pero ello no nos hace ser 1 sino 1+1”), su creatividad (se nota que desde pequeños diseñan las tarjetas de cumpleaños) y el reconocimiento a la labor de los demás (todos leían interesados los otros carteles, se hacían fotos con ellos, se emocionaban, los jaleaban). El resultado era muy distinto a mi visión española de una gran pancarta con un lema oficial tras la cual marchan los convocantes, generalmente políticos, abriendo la manifestación.

La asistencia desbordó las expectativas de los organizadores. Dejó de ser una marcha para convertirse en una concentración ya que el recorrido marcado estaba prácticamente ocupado por los participantes. Pacífica, divertida, respetuosa. Buen humor y gente de todas las edades interactuando. Y cuando la policía pasaba abriéndose camino entre la multitud en sus bicicletas o en coches patrulla, la gente les aplaudía.

Había tan buen ambiente que duró mucho más tiempo de lo que estaba previsto.  Y al preguntarles a mis hijos cuando volvíamos a casa qué les había parecido la experiencia, no me sorprendió que repitieran el lema más coreado de la manifestación: “This is what democracy looks like” (Así es la democracia).

Nota: Las fotos son de Gabriel.

lunes, 16 de enero de 2017

Tocar madera

Desde que llegué a EEUU estoy desarrollando una paranoia. Si salimos de casa con prisas, por la razón que sea, y no me ha dado tiempo a supervisar las habitaciones antes de cerrar la puerta, experimento una congoja creciente que más de una vez me ha hecho dar media vuelta y revisar que está todo correcto. Me agobia pensar que se haya podido quedar un fogón encendido, que no haya apagado una vela aromática o que algún cable o transformador puedan provocar un cortocircuito. Si no he podido comprobarlo, cuando finalmente regreso y vislumbro al final de la calle nuestra casa, me alivia ver que no hay un tumulto delante, mangueras o una montaña de cenizas y que la vivienda sigue ahí, lozana e intacta.
 
Nunca antes había tenido este tipo de pensamientos y creo que me lo provocan los enormes camiones de bomberos americanos y el estruendo descomunal que provocan sus sirenas cuando se ponen en funcionamiento. Si a ello sumas las noticias constantes en los medios de comunicación sobre incendios en viviendas y el ver cómo construyen aquí las casas a base de tablones de madera, creo que tengo motivos más que suficientes para que un buen abogado denuncie en mi nombre al sistema norteamericano por crearme un trauma del que no creo que me recupere mientras aquí viva.

Uno de los detonantes de mi paranoia fue darme cuenta de que todas las casas tienen el tiro de las chimeneas por el exterior, lo que a mí me parece un desperdicio de energía calorífica que se podría aprovechar para la vivienda; pero pensé que sería para facilitar el aislamiento de las partes combustibles de la casa. ¡Qué preocupaciones tan absurdas tienen estos americanos!

Luego, me quedé puesta al ver cómo construían y darme cuenta de que esas partes combustibles son toda la casa: es una estructura hecha de pilares y vigas de madera sobre las que se sostienen tanto las paredes como el techo (también de madera) dando como resultado que aproximadamente cada metro haya una tabla de ese material. ¡Qué bonita falla podría ser!

Posteriormente me percaté de la sensibilidad que tienen los detectores de humo de mi casa. Antes de que mi agudo olfato detecte que el aceite se está calentando demasiado, un irritante pitido agudo empieza a atronar el pasillo del primer piso obligándome a resetear el sensor (al principio tenía que coger la escalera o una silla para llegar hasta el techo jugándome una buena caída con las prisas, pero ahora tengo ya bien a mano un palo de manera que se adapta perfectamente al botón). ¡Qué a menudo deben de producirse fuegos para que haya sensores en todos los pisos!

Sólo se salvó del incendio la casa del español
Creo que podría ganar el caso y que una bonita sentencia inmortalizara mi nombre en la jurisprudencia. Pero, si la madera es tan combustible y tienen que tomar tantas medidas de seguridad, ¿por qué no eligen otro material para construir sus casas? ¿Acaso nadie aprendió nada de aquel devastador fuego en 2007 en Rancho Bernardo (California) cuando todas las casas de una calle quedaron calcinadas excepto la que era de piedra y teja que, no por casualidad, era de un catalán?

Pero, dicho lo anterior, me encanta descubrir lo que está detrás de la construcción local: 
  • que la tradición arquitectónica norteamericana viene marcada por su condición de colonia temporal inglesa y en aquel momento construyeron las casas principalmente con madera.
  • que Estados Unidos tiene una enorme superficie de bosques y aquí la madera es un bien abundante, económico y fácil de trabajar.
  • que la enorme extensión de este país encarece trasladar los materiales de construcción y no puedes andar moviendo ladrillos o tejas por todo el país sin que encarezca la obra.
  • que la madera es un material muy flexible que soporta movimientos sísmicos mejor que otros materiales y en caso de daños es más barato de reparar.
  • que la madera es un material aislante y no un puente térmico, por lo que es más cálida en invierno y más fresca en verano, cosa muy conveniente en un país con tal variedad de climas.
  •  que la construcción de este tipo de casas no requiere mano de obra muy cualificada y esto cuaja muy bien con la mentalidad americana del DIY (Do It Yourself, házlo tú mismo).
  • que los americanos tienen mucha movilidad geográfica y cambian muy a menudo de residencia por lo que no entra dentro de su mentalidad invertir en una casa costosa para toda la vida.
  • que a los americanos les gusta la inmediatez y construir con este material es rápido (esas escenas de las películas del Oeste en que todo el pueblo se junta al amanecer para construir la casa de un vecino y por la noche ya se puede dormir dentro son factibles)
  • que la construcción con madera es más ecológica y sostenible al ser un material natural, biodegradable, reciclable y no derivado del petróleo, aunque ello no implica que los americanos sean muy ecológicos, más bien al contrario, y no parece que Donald Trump vaya a cambiar la tendencia.

Sinceramente, me encantan las casas de aquí; me gustan sus estructuras  y cómo las recubren, sus crujidos, el olor que desprenden, la calidez de sus suelos. Les perdono que permitan que se oiga todo, que me hayan vuelto loca cuando quería colgar cuadros o que requieran mucho mantenimiento. Entonces, ¿por qué me estoy volviendo paranoica? ¿No estaré tal vez desarrollando un trastorno bipolar que me hace pasar del amor por sus casas al pavor por sus incendios? Me conviene aclararlo antes de contratar al abogado. Mientras tanto voy a tocar madera para que a mi casa no le pase nada.

Post-post
Y podéis pinchar los links para que veáis que no suena igual "Tocar madera" que "Knock on wood"

lunes, 9 de enero de 2017

Country & Campy

Sonaba de lo más idílico. Un pueblecito en las Smoky Mountains, en el Estado de Tennesse. El lugar de nacimiento de Dolly Parton, la celebérrima cantante de country, y en donde había abierto un parque temático con atracciones varias y un museo de sus trajes y recuerdos. Parecía el broche de oro para que los niños se llevaran un recuerdo divertido de nuestro viaje a Nashville, el corazón de la música country. Pero no podía ser. Había un 99% de ocupación hotelera. Claro, pensé, un pueblo tan pequeño en el corazón de los Apalaches no puede tener mucha oferta.

De regreso a casa, con Gabriel pletórico tras haber visitado en Nashville cuanto museo, teatro o “honky tonk” había relacionado con la música country, decidimos salirnos de la carretera general para, aunque sólo fuera, echar un vistazo a Sevierville y Pigeon Forge y llevarnos un recuerdo bucólico y auténtico de donde había nacido, la cuarta de 12 hermanos, en una casa humilde de una sola habitación, la cantante country más premiada de la historia americana. A lo mejor los niños podrían subirse a alguna atracción del llamado Dollywood o entrar en un “museo-réplica” del Titanic que había visto que estaba casualmente también por allí.

Me empezó a mosquear que la carretera “local” en la que desembocamos tenía tres carriles por sentido y que, para colmo, estaba atascada. Faltaban 20 millas y ya íbamos a vuelta de rueda. Por los laterales empezaron a aparecer minigolfs con profusión de flora y fauna de cartón piedra (elefantes y dinosaurios, no cualquier animalito). Se alquilaban helicópteros para dar un vistazo aéreo.  Terrenos para hacer karting. Una casa al revés (las palmeras de escayola colgaban del cielo y la punta del tejado incrustada en el suelo albergaba la entrada) nos dejó puestos. El Titanic, que en algún sitio aparecía como una de las 10 cosas que no debes perderte en Tennesse,  ya no era majestuoso sino una alucinación más en esa carretera ultraatascada. Hoteles, cientos de hoteles. Restaurantes de comida basura, salones de estereotipados espectáculos countries. Una reproducción de la prisión de Alcatraz anunciaba un supuesto museo del crimen y un King Kong colosal trepando otro edificio de cartón piedra era el monumental reclamo para el museo de cera.

No llegamos a ver ninguna atracción de Dollywood, que sin duda debe de ser un parque de atracciones fantástico. Miles de coches aparcados en una enorme explanada nos impidieron llegar más allá del que resulta ser (como luego me enteré) el mayor parque de EEUU dedicado a una sola persona y el 24º más concurrido del país con unos tres millones de visitantes anuales. Mientras todos nos íbamos horrorizando por momentos, Miguelito gritaba entusiasmado en el asiento trasero. Su enfado fue mayúsculo al darse cuenta de que no podíamos quedarnos. Casi tan grande como el que tuvo al irse del segundo gran disparate que he visto aquí.

South of the Border es una atracción en la autopista interestatal 95 a la altura de Dillon, en Carolina del Sur, en donde paramos, alucinados, al regreso de un viaje bordeando parte de la costa Este.  Decenas de carteles de carretera, a cada cual más absurdo, van anunciando las millas que faltan hasta llegar al lugar. Recibe su nombre porque está justo al Sur de la frontera entre las dos Carolinas y por su falso estilo mexicano que despliega cactus y sombreros verdes y naranjas por doquier, a miles de kilómetros del río Grande. Es un área que comprende restaurantes, gasolinera, mini-golf, tienda de fuegos artificiales, tienda de artesanías (inenarrable su contenido), reptilario, atracciones mecánicas, un hotel de 300 habitaciones o una torre de observación de 61 metros con forma de sombrero de mariachi. Para observar con todo detalle la autopista, digo yo, porque no hay nada más.

No es cutre, no es kitch, es algo tan americano que tiene un término especial para definirlo: “campy”, palabra sin traducción que se usa para describir algo que es deliberadamente artificial, tonto, vulgar o humorístico. Es todo tan “campy”, que tiene su propia mascota, Don Pedro, un “bandido” mexicano de 32 metros de alto, con las piernas abiertas a modo de arco. No estaba tan concurrido como el pueblo parásito que había crecido al amparo de Dollywood y tenía el pequeño encanto de aquello que ha conocido épocas mejores, tengo que reconocerlo, pero a mí me dejó igualmente puesta.

El caso es que ni Pigeon Forge ni South of the Border me hacen ninguna gracia. Son artificios, falsa cultura de masas, diversión infantil y vacua, colecciones de tonterías expuestas en ridículos edificios a los que llaman museos. Son americanadas en el peor sentido del término, absurdos que pensaba que no existían viviendo en mi burbuja washingtoniana. Tampoco pensaba, hace unos meses, que sería Presidente de los Estados Unidos quien lo va a ser en diez días. Antes de salir de viaje estas Navidades les dije a unos amigos que quería ir a los pueblos del interior para ver si lograba entender por qué había ganado Trump. Creo que ya lo voy captando.




lunes, 2 de enero de 2017

La casa encendida

Cuando entré en mi recién alquilada casa americana y me di cuenta de que ni el salón, ni la sala familiar, ni el despacho tenían un solo punto de luz me quedé puesta. Apliques, óculos, lámparas o un simple cable con una bombilla colgando brillaban por su ausencia, tanto en el techo como en las paredes. El resto de las habitaciones tenían iluminación pero en las zonas sociales, nada de nada y, para más recochineo, sí que había un interruptor. Nunca había visto algo así en ninguno de los países en donde he vivido.

Pensando y pensando me di cuenta de que en las películas americanas siempre hay muchas lámparas y luces indirectas que dan a las estancias un ambiente hogareño y acogedor y me dije: “¿no será que el interruptor está ligado a algún enchufe y cuando lo enciendes se activa la lámpara conectada a ese enchufe?”. Admirada de mi capacidad deductiva, cogí rápidamente la lámpara de pie del salón que acababa de desembalar, metro y medio de luminaria de bronce, para ir probando enchufe por enchufe. Conecté la lámpara, la encendí, fui al interruptor: si se apagaba, mi teoría quedaría finalmente demostrada. No se apagó. Otra toma de corriente: enchufé la lámpara, la encendí, accioné el interruptor... no se apagó … Conté que había un total de 20 enchufes, ¿y si partía de una premisa equivocada?

Con creciente desánimo decidí seguir: enchufé, encendí, accioné; enchufé, accioné, encendí… Se apagó la lámpara ¡eureka!. En carrera triunfal (ya resonaban clamores en mi cabeza) fui al estudio con mi “lamparita” de bronce a descubrir cuál era el enchufe vinculado al interruptor. Allí sólo había 8 tomas; acabaría pronto. Pero ninguna toma estaba vinculada al interruptor. Seguro que había hecho algo mal. Volví a empezar.¡Nooooo! Derrumbada, me fui a la sala familiar. Ahí teníamos la casuística más completa: en el techo no había luces, en las paredes no había apliques y no había interruptor por ninguna parte. ¡Qué fracaso de experimentación científica!

Recordé este episodio el otro día, al hablar de mi búsqueda por los "garage & estate sale" de lámparas de pie con las que suplir la ausencia de luz central. Una vez solucionado el tema de la iluminación, lo olvidé a pesar de que en su momento me llegó a desesperar. Tenía prisa por instalarme y empezar cuanto antes con normalidad mi vida en este nuevo puesto. Tenía prisa porque mi casa fuera mi casa, como en el poema de Luis Rosales “La casa encendida”. Es solo un pequeño detalle, tal vez absurdo y sin importancia, que se me vino a la memoria el otro día, pero de eso va este blog, de lo que me deja puesta en los puestos, ¿no es así?