La primera vez que fui al cine en Estados
Unidos me quedé puesta. No por el precio de la entrada, que algo influyó, o
porque le pusieran media tonelada de mantequilla a las palomitas, que también
tuvo su parte. No. Apenas me había sentado en mi localidad ya estaba atacando con
fruición el barreño descomunal de palomitas que tenía ante mí. Pero al segundo
puñado que tan poco delicadamente me había embutido me empezó a entrar la
preocupación de qué hacer con la grasa que comenzaba a chorrearme por las
manos. No había cogido servilletas y la primera opción de limpiarme en el
tapizado de la butaca de al lado quedó inmediatamente descartada al ver a una pareja
que venía decidida a ser mi vecina. Era la típica situación a la que Mr.
Bean habría sacado un partido increíble y que habría acabado solucionando con
una idea brillante, pero yo me estaba empezando a agobiar.
En ese momento entró en la sala un joven vestido
con una camiseta con el logo de la compañía de cines y nos deseó muy buenas
tardes, al estilo del programa de “Los payasos de la tele” de mi niñez. Los que
allí estábamos sentados respondimos a coro. Se presentó muy amablemente y nos
dijo que era el encargado de esa sala y que íbamos a ver tal película. Nos preguntó
que si estábamos contentos y emocionados por verla y la mayoría contestó que sí
o asintió con la cabeza. Nos recriminó el poco entusiasmo y volvió a hacer la
misma pregunta. Contestamos a todo pulmón que sííííííííííííí. Dijo “That´s better” y nos informó de que la
película duraba X tiempo, de que si necesitábamos salir de la sala usáramos la puerta
de la derecha salvo que hubiera una emergencia, en cuyo caso utilizaríamos la
salida de la izquierda que conducía directamente a la calle. Que la película era
buenísima, que ya la había visto varias veces y que esperaba que la
disfrutáramos tanto como él. El público empezó a aullar y a aplaudir. Y
finalmente, dijo que si teníamos cualquier problema o necesitábamos algo no
dudáramos en decírselo a él o a cualquiera de sus compañeros que estaban en los
pasillos de los multicines. Mientras se despedía se apagaron las luces, empezó
la música y el guapo americano uniformado salió por donde había entrado. Por
supuesto, a mí se me había olvidado completamente mi problema con la
mantequilla.
Me maravilla la facilidad de palabra que
tienen los americanos, la tranquilidad con la que se dirigen al público y la
naturalidad con la que consiguen interactuar con los oyentes. El camarero que
va a atenderte en el restaurante se presenta, te saluda, espera tu respuesta y
te cuenta lo fundamental del local, de la carta, de las especialidades o de lo
que sea con una eficiencia y simpatía pasmosas. La persona que va a hacer la
presentación del grupo de jazz al que has ido a escuchar es capaz de articular
un pequeño discurso, simpático y lleno de información, en el que provoca la
respuesta o las carcajadas del público expectante en varias ocasiones. El que
organiza una multitud ante unas taquillas el día en que salen a la venta las
localidades para la temporada de verano da toda la información de una manera
asombrosamente eficaz.
Pero me maravilla también cómo reacciona
el público americano. Cuando alguien habla, la gente se calla. Y la gente
escucha. Y la gente participa. Y la gente responde. Si un conferenciante hace
una pregunta en mitad de su exposición, al momento habrá varias manos
levantadas entre el público deseoso de participar. Aquí las preguntas retóricas
no existen; las preguntas se contestan. Y cuando se abre el turno de preguntas
tras esa misma conferencia, no es extraño que la gente forme una fila en el
pasillo central del auditorio o sala en la que ha tenido lugar la charla (como
si fuera la fila para comulgar en la iglesia parroquial) para acercarse al
micrófono y plantear su inquietud. Siempre quedan preguntas por responder.
Nunca se terminará una charla porque no haya más preguntas, no importa el
tiempo que se asigne para ello.
Y eso me encanta. No puedo evitar pensar
en lo rápido que me latía el corazón cuando yo tenía que hacer una pregunta en
público, o en el dolorcillo que se me atascaba en las piernas como consecuencia de
la tensión. No consigo olvidarme de la directora del colegio de los niños en
España, que se desgañitaba al intentar contar lo fundamental del nuevo año
escolar porque los padres eran incapaces de callarse. Me avergüenza ver cómo la
gente no hace caso de las indicaciones de los que quieren organizar a la
multitud en cualquier evento en mi tierra, porque somos más listos (o más
listillos) que nadie o porque es tal el alboroto que ni siquiera nos percatamos
de que hay alguien intentando organizar las cosas.
Y no sé si esto es algo cultural. O si se trata, más bien, de falta de cultura.
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Y no hay cosa mejor para quitar la
mantequilla de las manos que el pañuelo de un buen caballero español.