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lunes, 27 de mayo de 2019

¡Empezó el verano!


 Hoy es Memorial Day, una fiesta federal en Estados Unidos que recuerda y honra a los que han dado su vida en el ejército sirviendo a la patria. Es siempre el último lunes de mayo y marca de manera extraoficial el inicio del verano que, a su vez, terminará el primer lunes de septiembre con otra festividad federal, Labor Day. Es el fin de semana en el que abren las piscinas y se llenan de cuerpos translúcidos tras un largo invierno, buscando solazarse con los rayos solares (ver entrada ¡Abrió la piscina!). Es también el fin de semana del Rolling Thunder (ver entrada Rolling Thunder), el impresionante desfile de motocicletas que desde 1988 recorre Washington DC para reclamar al gobierno el reconocimiento y la protección de los prisioneros de guerra (POWs: Prisoners of War) y de los desaparecidos en combate (MIAs: Missing in Action).

Desde que llegamos a Estados Unidos no nos hemos perdido ni un evento ni el otro: hemos saltado entusiasmados al agua el último sábado de mayo con el resto del vecindario y hemos vibrado el domingo con los rugidos de las Harley Davidson junto al millón de participantes en el desfile patriótico. Pero este año, en el que además corren los rumores de que será el último en el que las motos se concentren en la capital, nos hemos perdido el desfile. Otra gran responsabilidad nos llamaba: llevar a nuestra hija mayor y sus compañeros de colegio a la playa. Porque este fin de semana marca también el inicio de la Beach Week, o la semana de playa, el viaje de fin de curso de los chavales que se gradúan de High School.

Senior Week, Beach Week o Grad Week es la semana en la que los recién graduados de, principalmente, la costa Este y el sur de los Estados Unidos se van a la playa a pasar unos días con sus amigos. Las clases y los exámenes terminaron el viernes y la graduación será el 6 de junio con lo que tienen unos días libres para lo que, en el caso de mi hija, será su primer viaje con amigos.

Por supuesto, como su nombre indica, en la Beach Week los chavales van a la playa y para los que vivimos en la zona de DC la zona más habitual es el Estado de Delaware, cuajado de balnearios de largas playas, con el clásico paseo de madera atiborrado de sitios de comida rápida con cuanta porquería te puedas meter al estómago. Dos horas y media se tarda en llegar desde nuestra casa hasta la entrada de Rehoboth Beach y una hora de atasco en el último tramo que lleva a la playa, tal es follón de gente y veraneantes en un pueblo que, en invierno, está desierto.

Habíamos paseado por esa playa unas Navidades, de vuelta de uno de nuestros viajes, y era un pueblo fantasma. El viento nos azotaba con fuerza y las olas eran descomunales. No aguantamos mucho tiempo pero se veía que había infraestructura para albergar a mucha gente. Nunca pensé que en verano pudiera estar tan abarrotado. Si nos costó una hora llegar a la playa, encontrar donde aparcar fue otra odisea. Sin embargo, como mi hubby y yo somos españoles y estamos acostumbrados a estar apretaditos en la playa, no tuvimos mucho problema en hacernos un sitio entre un grupo de amigos afroamericanos con música rap a todo volumen, una bien nutrida familia latina de 20 miembros y un grupo de parejas americanas de mediana edad que bebía vino en vasos de plástico y hacían planes a gritos para la cena. De lo más relajante. Las olas seguían siendo igual de salvajes y el agua estaba helada, lo que me recordó a mi Gijón del alma pero no había nada más en común. ¡Qué distintos somos incluso haciendo lo mismo!

A las cinco de la tarde, cuando estabamos en lo mejor, vi que un muchacho rubio y guapo se afanaba de un lugar a otro. Cogía las sombrillas, las cerraba y las iba clavando en la arena. En un principio pensé que estaba redistribuyendo las que no estaban alquiladas pero pronto me di cuenta de que no, las estaba retirando y no tenía ningún pudor en meterse en mitad del grupo que disfrutaba de la sombra para privarles de tal beneficio. Cinco minutos después vi que los salvavidas, que se encontraban en unas sillas altas de madera espaciadas unos cien metros, se pusieron todos de pie, y empezaron a agitar banderas rojas con movimientos circulares y a soplar el silbato con fuerza. Estaban mandando salir a todo el mundo del agua. Se miraban entre ellos, pitaban al unísono y formaban un gran revuelo. Lo primero que pensé es que había un gran tiburón blanco (ya sé que la película Shark, “Tiburón”, me dejó un poco traumatizada en mi niñez) pero como no veía ninguna aleta entre las olas opté por creer que había alguien ahogándose en ese mar furibundo.

Corrí hacia la orilla atraida por el morbo del momento. Me acerqué a los salvavidas y escuché cómo un niño les preguntaba: “¿Entonces ya no nos podemos bañar más?” El socorrista respondió: “Solo después de que nos hayamos marchado”. No había ningún peligro, simplemente se terminaba la vigilancia oficial de la playa y el mar tenía que quedar libre de gente. En diez minutos podrías volver al agua pero bajo tu entera responsabilidad. Eran las 5:30 de la tarde en punto y el sol brillaba en lo alto. Me quedé puesta.

lunes, 6 de mayo de 2019

Prom

Y llegó el gran día. Este fin de semana fue la prom de mi hija mayor. Tal vez debiera decir la PROM, con mayúscula, porque, a ver ¿es o no es el summum de la educación secundaria norteamericana? ¿Acaso alguien no ha visto en las películas americanas esa fiesta en el gimnasio del colegio donde van con sus parejitas los graduandos de High School, ellas de largo, ellos de smoking, a bailar y beber ponche sin alcohol, bajo la atenta mirada de los profesores? La explotación cinematográfica de la prom (con el típico gordito que saca a bailar a la más popular de las chicas tratando de quemar el último cartucho al son de la banda de rock del colegio o con la elección de los reyes de la promoción, como algunos de los momentos cumbre) ha alimentado las fantasías de muchos adolescentes de buena parte del mundo y es algo que todos los años se repite en los High schools de Estados Unidos.

Este año he podido comprobar que cuando un estudiante de High School comienza su último curso o senior year todo gira entorno a la graduación. En realidad no consiste en uno, sino en dos hitos fundamentales: la prom y el graduation day. La primera es la celebración social, es decir, la fiesta, y en el colegio de mis hijos se celebra todos los años a primeros de mayo, cuando ni siquiera los alumnos han acabado las clases ni tienen las notas de final de curso. El segundo, que tendrá lugar el mes que viene, es el solemne acto académico donde los profesores entregan el título a los alumnos ataviados con la clásica toga y birrete como símbolo de haber logrado concluir satisfactoriamente sus estudios preuniversitarios.

Ambos actos se organizan desde principios de curso y rara es la semana en que no se toque el tema de alguna manera, ya sea entre los alumnos o entre los padres, que también acabamos haciendo lo nuestro. El High School de mi hija supera los 2.000 alumnos y de él se gradúan todos los años más de 500 jóvenes. Así que no es de extrañar que desde la primera semana de colegio empezáramos a recibir mensajes que nos convocaban a diferentes sesiones informativas o que nos animaban a realizar donativos y a participar en actividades para recaudar fondos. Los chavales, por su parte, eran convocados para las sesiones de fotos, la toma de medidas de las togas y los birretes, el pago de las senior dues; para las reuniones explicativas de cómo debían ser los discursos, para la explicación de los códigos de conducta tanto en la prom como en la post-prom, para las audiciones de los oradores, para los ensayos de la graduación o para el picnic tradicional, el último gran evento de la promoción como conjunto antes del acto solemne con el que termina su vida escolar. Un sin parar de actividades adecuadamente dosificadas que van cumpliendo sus objetivos a la vez que hacen crecer en los seniors la ilusión por el gran día.

Por supuesto, para la prom, que se celebra en un gran salón de algún hotel, el vestido es lo fundamental entre las chicas. Por lo que yo he podido observar, tener el modelito elegido y colgado en el armario produce más alivio que haber terminado los exámenes. Es más, casi podría sostener que si las chicas dedicaran a las asignaturas de física o de matemáticas el mismo tiempo e interés que a su vestido posiblemente la brecha de género en las carreras STEM no sería tan profunda. Una vez resuelto ese tema, otros pasan a dominar la agenda: el grupo con el que se va a ir, dónde quedar para arreglarse, en qué casa se junta la pandilla una vez acicalados, qué entorno elegirán para hacerse las fotos o si tienen presupuesto para alquilar una limosina o un party-bus que les lleve de un sitio a otro, al hotel y al segundo gran evento de la noche: la post-prom.

La fiesta después de la fiesta empieza después de la celebración formal en el hotel y es el momento más temido por los padres y las autoridades por los riesgos que puede entrañar para los adolescentes, principalmente por el consumo de alcohol o drogas en fiestas particulares o por los accidentes de coche bajo los efectos de estas substancias. Así que, desde 1992, nuestro condado de Montgomery y la mayoría de los colegios superiores adscritos organizan la llamada post-prom con fondos donados por los padres y por los negocios de la zona. El objetivo es organizar fiestas tan atractivas y divertidas que los chavales no sientan la necesidad de alquilar un local, beber alcohol o hacer otras cosas que los padres no queremos ni imaginar. Así que de 1:00 a 4:30 de la mañana la fiesta se traslada al gimnasio del colegio, convenientemente transformado, decorado y con todo lo necesario para una gran noche: casino, discoteca, hinchables, barra libre de comida y bebida (sin alcohol), chill out… completado con rifas de suculentos premios que van in crescendo a medida que avanza la noche. El personal administrativo, los profesores, los padres voluntarios, la seguridad del colegio… todos están allí (y unas patrullas de la policía del condado haciendo guardia en el exterior también) velando por que sea un éxito y que cada año supere su record de participación, que ya ronda el 98% de los graduandos.  Verdaderamente es una noche magnífica que los vuelve protagonistas antes de abandonar el colegio que les ha dado las herramientas para entrar de lleno en la vida adulta. 


Post-post:
En inglés, los que se gradúan al mismo tiempo no forman una promotion sino una “class” o “year”. La palabra prom es un acortamiento de promenade que, para los británicos de finales del siglo XIX significaba no solo pasear (acepción que se conserva hoy en día) sino también “bailar en parejas cogidos de la mano”. A pesar de lo que hayan mitificado las películas americanas, no hace falta una pareja del otro sexo para ir a la prom ni que el muchacho le regale a la chica el bonito corsage o pulsera de flores. Cada senior puede invitar a un acompañante y lo habitual es organizarse entre la pandilla para que todos puedan asistir en cualquier combinación posible: chico invita chica, chica invita chico, chico invita chico o chica invita chica. Algo mucho más acorde con estos tiempos y, sobre todo, mucho más divertido. 

lunes, 8 de abril de 2019

Emprendedoras

Todos los días, el High School de mis hijos emite, a segunda hora, los morning announcements. Son una serie de mensajes por megafonía que recuerdan las actividades más importantes del día o de la semana, avisan de fechas límite, promueven la participación estudiantil en cualquier acto o publicitan los apoyos que el colegio brinda a los estudiantes. Paralelamente, los padres recibimos por correo electrónico (también a diario) tanto esas píldoras informativas como otras que difunde la dirección del colegio sobre temas variados: becas, prácticas, cursos complementarios, trabajos remunerados, visitas de universidades, voluntariado… Tanto mensaje llega a abrumar, es cierto, pero me gusta echarles un vistazo rápido y no puedo evitar maravillarme ante la inmensa oferta de actividades que tiene a su alcance esta generación de estudiantes.

Entre todos esos correos electrónicos estaba, hace cosa de un mes, uno que daba a conocer un evento que organizaba una alumna de 16 años. Convocaba a una Cumbre de una organización sin ánimo de lucro llamada Girls who Start  (Niñas que empiezan) de la que ella es cofundadora y que busca inspirar a las chicas para que se conviertan en emprendedoras y líderes. Quise saber un poco más y me metí en la página web. Vi que se trataba de un programa de medio día de duración hecho por y para jóvenes, bien estructurado y mejor diseñado. Daba a las estudiantes la oportunidad de escuchar historias y consejos de una serie de mujeres emprendedoras que estaban al frente de empresas de diferentes sectores. Entre ellas habían conseguido que participara la propia Elle Macpherson, supermodelo, emprendedora y madre.

Me pareció interesante y animé a mis dos hijas, de 13 y 17 años, a que asistieran. Podía ser una buena oportunidad de entrar en contacto con un mundo muy ajeno al que ellas ven en nuestro entorno más próximo, donde el emprendimiento empresarial brilla por su ausencia. Era totalmente gratuito y se celebraba en el bonito barrio de Georgetown. Una buena forma de que pasaran la mañana de un sábado. Y, para mi sorpresa, les atrajo la idea y se apuntaron.

Allí fuimos este fin de semana. El empaque del edificio en el que tenía lugar la reunión, la joven que te recibía a la entrada, las que registraban a las asistentes, las que entregaban las carpetas con el programa del día… todo lo que yo pude ver al acompañar a mis hijas a la entrada estaba perfectamente previsto, planificado y desarrollado. Había unas doscientas asistentes, desde estudiantes de 7º curso hasta universitarias. Tras dar sus datos y una vez comprobada su inscripción previa (el evento había colgado el cartel de completo desde hacía tiempo y había una buena lista de espera) mis hijas desaparecieron entre la multitud. Tras numerosas ponencias y talleres con un descanso para la comida (que estaba incluida y que ofrecía menús alternativos para las alergias), volvería a buscarlas. Tenía ante mi cuatro horas estupendas para pasear por Georgetown en plena eclosión primaveral, horas que pasaron demasiado rápido, todo hay que decirlo.

En este bonito edificio de Georgetown tuvo lugar la Cumbre
Me deja puesta que una niña de 16 años tenga la iniciativa y la capacidad de organizar un evento de estas características con tal grado de profesionalidad. Que consiga financiación y apoyo en un mundo de adultos, porque a la vista estaba que no era un acto de bajo presupuesto. Que se gane la confianza de todos y que consiga que crean en ella. Que busque inspirar a otras jóvenes de su misma edad con casos reales y con protagonistas de mayor o menor éxito. Y, sinceramente, me alegro de que su evento haya sido un éxito

Mis hijas salieron cargadas de regalos de los patrocinadores y estuvieron hablando largo rato de las distintas anécdotas que escucharon de las ponentes, de por qué hay menos mujeres empresarias y de si es debido a que no confiamos en nosotras mismas o a que los demás no confían en nosotras. Y yo pensaba en que las verdaderas emprendedoras en este evento habían sido las muchachitas que lo habían organizado, que se habían empeñado en sacar adelante esa empresa para que otras niñas como ellas se animaran a acometer las suyas. Pensaba en que esas niñas seguramente llegarían lejos y que es estupendo que en plena adolescencia se entusiasmen con proyectos de este tipo y que el entorno en el que viven las apoye para hacerlos realidad. Porque ese respaldo de una sociedad que colabora con los proyectos de los demás gustosamente, en la medida de sus posibilidades y que rara vez se desentiende, no lo he visto en ninguna parte como en Estados Unidos. Forma parte de los valores de este país, cultivados desde la niñez, en casa y en la escuela, y me encanta. ¡Enhorabuena a todas las emprendedoras!

lunes, 18 de marzo de 2019

Mulch Day

La primera vez que oí en mi vida la palabra mulch fue en un correo electrónico del departamento de deportes del High School de mi hija. Estábamos a finales de enero y avisaban con gran entusiasmo de que la temporada de mulching estaba a punto de comenzar a la vez que solicitaban la colaboración de padres y atletas para el Mulch Day en el colegio. Los integrantes de cualquier club deportivo de la escuela tenían (obligatoriamente) que personarse en el estacionamiento a las 8 de la mañana del sábado día X de marzo para ayudar a cargar, y los padres podíamos ser voluntarios recogiendo y conduciendo durante toda la mañana las furgonetas de alquiler para distribuirlo en las casas de los clientes con la ayuda de dos o tres estudiantes como porteadores. Podíamos (y debíamos, como insistían en su misiva) comprarlo en el colegio para nuestros propios hogares y de esa manera contribuir a que los equipos deportivos aumentaran el presupuesto para sus gastos. Todos saldríamos ganando. No tenía ni idea de lo que me estaban hablando y corrí a un diccionario bilingüe: “Mulch: 1. Sustantivo. Mantillo, abono, cobertura de suelo. 2. Verbo. Cubrir algo con mantillo”. Me quedé puesta. No tenía ningún sentido y mi hija, cuya presencia requerían, no supo tampoco explicarme qué diantres significaba eso. El correo electrónico quedó pronto sepultado bajo los que fueron llegando en días sucesivos y lo olvidé por completo.

Cuando fui a primeros de marzo a dejarla en el colegio para el entrenamiento de los sábados (su equipo entrena seis días a la semana/2 horas diarias) vi que buena parte del aparcamiento estaba ocupado por cientos de palés que contenían unos sacos plásticos. Tenía toda la pinta de ser material de construcción para alguna obra y, a juzgar por la cantidad, de considerable envergadura. En días siguientes empecé a ver esos mismos sacos con más asiduidad. Mis vecinos de la izquierda aparecieron una tarde con 30 ó 40; la vecina de enfrente, los duplicaba; los del principio de la calle los tenían repartidos en pilas de 10 alrededor de la vivienda… A mediados de marzo los sacos habían invadido las rampas de los garajes, yo ya había descubierto que contenían el famoso mulch y estaba a la expectativa de ver qué hacía todo el mundo con esos kilos y kilos de mantillo.
 
La mayor parte de mis residencias han sido casas, con un jardín más o menos pequeño. Solamente una de ellas tenía, en una parte donde estaban plantadas unas matas de romero y lavanda, unos palitos de color marrón que cubrían la tierra y le daban un aire muy cuidado y elegante. Nunca he sido muy aficionada a la jardinería y la verdad es que no tenía ni idea de que lo que yo llamaba “los palitos esos” en realidad se conociera como mantillo. Tampoco sabía que su fin no es solamente ornamental, sino que ayuda a preservar la humedad y la temperatura de la tierra y a evitar la aparición de malas yerbas o que hay que reponerlo todas las primaveras, como yo nunca hice y como aquí sí hacen. Y a lo bestia, porque no es que echen unos cuantos palitos por aquí y por allá, sino que ponen alrededor de cada árbol, arbusto o hilera de plantas una capa bien espesa, de unos 5 centímetros de grosor, que no permite atisbar ni un solo terrón. Y claro, para eso hacen falta muchos sacos de mantillo.

Este sábado volví al colegio a las 8 de la mañana y más de un centenar de estudiantes, entrenadores y padres voluntarios se movían afanosos entre los palés de mulch y las furgonetas de alquiler. Los vehículos entraban y salían del aparcamiento y las casas del vecindario ya tienen sus pilas de sacos en los jardines. La semana pasada estaba nevando pero ahora no tengo ninguna duda, la primavera ya casi está aquí. Es mulch season y no puede ser de otra manera.

Fotos: The Black and White, periódico del Walt Whitman High School

lunes, 29 de octubre de 2018

Universitas universitatis

Cuando mi hija mayor estaba en la mitad de su segundo año de High School (tenía 15 años) llegó por correo a su nombre una carta con sello, matasellos y el emblema de una universidad. Como despertó mi curiosidad esperé con impaciencia a que llegara a casa después del colegio y apenas entró en el recibidor se la enseñé y le dije que la abriera. La leyó sin modificar el semblante (algo muy propio de su carácter adolescente), me la tendió y se fue a la cocina a prepararse un bocadillo.

Empecé a leerla. La saludaban por su nombre y decían que habían seguido con interés su progreso académico, que su grado de excelencia les había impresionado, que tenerla en el futuro entre sus estudiantes sería un gran aporte para su universidad y le pedían que considerara su institución académica como una opción para seguir labrando su más que exitosa carrera profesional. Me quedé puesta. ¡Mi hija! Luego me di cuenta de que llevábamos poco más de un año en Estados Unidos por lo que no habían seguido su progreso durante mucho tiempo, de que sus notas, siendo buenas, siempre podían mejorar, de que ni siquiera su equipo deportivo era campeón a nivel estatal y de que no tenía ni idea de qué universidad era esa que le escribía. Se me bajó un poco el ego maternal pero seguí levitando durante un tiempo. Ella se comió su merienda y, sin mayores comentarios, se fue a su cuarto a hacer los deberes.

A las pocas semanas llegó otra carta de otra universidad que decía prácticamente lo mismo. Poco tiempo después recibía varias cartas mensuales y este verano llegaron en tal abundancia que se iban yendo, directamente y sin abrir, al cubo azul de reciclaje de papel. Pasaron a ser de todos los formatos: carta convencional, sobre marrón con amplia información, tarjeta postal con un imagen de la universidad, tarjeta personalizada con su nombre con forma de nubecitas en un cielo azul…

Mi hija se gradúa este año, las universidades lo saben y la han convertido en una presa más en su feroz competencia por conseguir clientes. Está en marcha la maquinaria de un gran negocio que hasta ahora no había percibido. Según The Washington Post, en 2015 había en Estados Unidos alrededor de 5.300 universidades y colleges. Como no hay una ley federal que regule la educación superior, el número de universidades ha crecido de forma dispareja en la geografía de este país, muchas veces obedeciendo a criterios políticos. La mayoría de ellas se apiñan en el noreste, en el centro-este del país y en la parte alta del medio oeste. Cada otoño miles de estos centros educativos luchan desesperadamente por llenar sus aulas y los departamentos de captación de nuevos alumnos van preparando el camino con años de antelación, como bien pude comprobar.

Class 2019
Elegir universidad es un proceso complicado que en este país empieza mucho antes que en España. Creo que no exagero si digo que desde que se empieza High School la meta ya está puesta en la universidad. Durante los dos primeros años de colegio se establecen las áreas de interés tanto académicas como extracurriculares y se desarrollan relaciones con profesores y consejeros, que habrán de escribir las cartas de recomendación. El tercer año o junior year se hacen las pruebas estandarizadas de acceso a la universidad (las conocidas como SAT o ACT), se avanza con asignaturas AP (Advance Placement o de nivel universitario), se toman los exámenes AP oficiales o exámenes de contenido específico  (Subject tests) y se empiezan a visitar las universidades concertando entrevistas y dejando constancia del interés por estudiar en esos centros educativos. El primer semestre del último año de colegio es ya el agobio total. Los alumnos se ponen nerviosos con sus decisiones, tienen que escribir ensayos para cada centro, perseguir al profesor para que les dé la carta de recomendación, cumplimentar decenas de documentos on line, solicitar las becas, rellenar papeles para el colegio, estar pendientes de las distintas fechas límite de entrega de documentos (que suelen ser antes del mes de enero), hacerse las fotos de graduación (ya se toman en septiembre cuando el curso ni ha empezado)…

Desde que comenzó el curso todas las semanas hay un día en el que acuden representantes de 15 ó 20 universidades para facilitar entrevistas con los alumnos que estén interesados en sus campus. Los consejeros del colegio orientan a los 500 alumnos que se gradúan por año, pero muchos optan por contratar consejeros privados por unas cifras bastante elevadas con el fin de recibir asesoramiento para tomar las decisiones correctas, tanto a nivel educativo como económico. No es una tontería para quien se lo pueda permitir: la información es excesiva, el papeleo es arduo y elegir el centro adecuado (y las becas) según las capacidades puede marcar grandes diferencias en unos estudios que en ocasiones superan los 50.000 dólares anuales solo en concepto académico (a los que hay que sumar la manutención y el alojamiento que, en la mayoría de los casos tiene que ser dentro del propio campus universitario).

Estamos en octubre. Antes del 1 de noviembre la mayoría de los seniors de High School habrán tenido que completar al menos una solicitud a una universidad. En mi casa se ha instalado el agobio. Hay muchas decisiones que tomar y burocracia que completar. Y una personita que, con 17 años, empieza a ser consciente de que el futuro está realmente en sus manos y depende de sus acciones.  Voy a prepararle un bocadillo para cuando vuelva del colegio a ver si, entre bocado y bocado, encontramos un poco de paz.

lunes, 19 de febrero de 2018

Hay motivos para la nostalgia

Días antes de que mi hija pequeña comenzara las clases en su nuevo colegio en Estados Unidos la acompañé a la presentación escolar. Tras una serie de explicaciones para los padres, la profesora asignó a los alumnos sus pupitres y les dio los números de sus respectivas taquillas o lockers, que estaban situadas a la entrada de la clase. La cara de Ana se iluminó… y la mía creo que todavía más. ¡Una taquilla! ¡Para ella sola! ¡Lo que yo hubiera dado por una cosa así!

Cuando salimos del aula, todos los niños, especialmente las niñas, fueron corriendo a identificar el cubículo que les habían asignado. Muchas llevaban una bolsita en la mano. Y al abrir la portezuela metálica empezaron a sacar montones de artilugios magnéticos con los que personalizar su taquilla: su nombre, un marco de fotos, un mini-calendario, una cajita con gomas de borrar especialmente diseñada para pegar en el interior de la puerta o hasta una especie de lámpara araña de plástico rosa que iluminaba el interior nada más abrirlo. Ambas estábamos fascinadas y en los ojitos de mi hija creí percibir un brillo de envidia que ella trataba de ocultar con pretendida indiferencia.

Tras las presentaciones escolares de los Middle y High Schools lo primero que me contaron mis otros hijos es que les habían dado ¡un locker! ¡Con candado de clave! A las dos semanas ya no se acordaban de la secuencia numérica y ni siquiera de dónde estaban. No lo habían utilizado más que el primer día. Me quedé puesta cuando lo descubrí.

Unos años atrás las taquillas eran el centro gravitacional de la vida en los High Schools, el punto donde empezaban los romances, donde se podía deslizar una nota anónima, donde se podía encontrar a la persona buscada en el cambio de clases o, simplemente, donde se podían quedar olvidados los libros para hacer los deberes que, “qué lástima, hoy no puedo hacer”. Yo estaba convencida de que si mi instituto hubiera tenido lockers habría sido mucho más divertido.

Hoy en día ya no forman parte de la vida estudiantil, no son más que kilómetros de metal ocupando los pasillos de las escuelas sin que nadie se detenga ante ellos. No son testigos de nada, ni escudos de nadie. Los estudiantes ya no los usan, les da seguridad llevar en todo momento consigo lo que necesitan: el teléfono móvil (imprescindible), la botella de agua, los auriculares, la lonchera con la comida, las gruesas carpetas de las asignaturas…

Mi colegio es demasiado grande”, dice mi hija mayor. “No me da tiempo a pasar por la taquilla entre clase y clase. A veces salgo de un aula en el tercer piso y tengo 5 minutos para llegar a la clase siguiente en el otro extremo del primer piso. Si tuviera que ir al locker me pondrían falta por llegar tarde”. Sus explicaciones coinciden con una noticia que leía en el periódico hace poco: “El 90% de los estudiantes de High School no usa sus taquillas”, lo que está suponiendo un cambio estructural en muchos colegios que, al ser renovados, ya no las instalan.

Si hace unos años el director del colegio amenazaba por megafonía con no entregar el candado de la taquilla a quien no rellenara la hoja con los contactos de emergencia, ahora amenaza con no dar la clave de la wi-fi. El locker ya no sirve de reclamo. Incluso los fabricantes de estos muebles metálicos están empezando a variar su producto y parece que ya empiezan a ser sustituidos por unos cubículos inteligentes, compartidos, a los que se accede con una tarjeta magnética y que (eso sí que atrae a los estudiantes) permiten cargar los dispositivos electrónicos.

Mi hija pequeña ya ha pasado a Middle School donde, al menos durante el primer año, siguen usando las taquillas. Por supuesto, ahora miran con desdén las horteradas rosas que se venden antes del comienzo de curso para que las pequeñajas de primaria las decoren. Como máximo harán uso de los lockers un par de años más. Pero para estas nuevas generaciones ya no tienen la trascendencia que tenían para sus padres: esa caja que era una extensión de sí mismos, un espacio propio, privadísimo, al que solo ellos tenían acceso y que era una parte fundamental de su entrada en el mundo de los adultos. Con ellos se va una época. Hay motivos para la nostalgia.

Post-post:
Las taquillas son decorado fundamental en el género de películas de estudiantes, cargadas de tópicos que, según mis hijos, no son tan tópicos sino reales como la vida misma. Estos son los 10 clichés que se siguen encontrando en los institutos americanos, según www.highsnobiety.com:
-       el eterno “colocado” (como el personaje de Ron Slater en Dazed and Confused): fumar “maría” está a la orden del día en los institutos norteamericanos y cualquier estudiante te puede decir, sin dudarlo, quiénes son los “stoners” e incluso los que venden la droga.
-       La entrañable rubia superficial (como el personaje de Karen Smith en Mean Girls): la niña guapa, inocente y demasiado ingenua que, pese a sus bobadas, tiene una autenticidad encantadora.
-       El profesor que hace lo imposible por ser su amigo (como el personaje de Dewey Finn en School of Rock): ese que va de coleguilla, que adopta los gustos musicales de sus alumnos o su forma de hablar en un intento de ser uno más entre ellos para motivarles a rendir más en el colegio. ¡Pufff!
-       El que siempre busca problemas (como el personaje de Biff Tannen en Back to the Future): los bullies siempre han existido pero este personaje ha sido la pesadilla no solo de una generación de la familia McFly, sino de las dos).
-       El/la alumno/a con confusión sexual (como el personaje de Megan en But I'm a Cheerleader): ese compañero que no tiene muy claro lo que realmente es, en términos sexuales, y que, hoy en día, goza de todo el respeto, apoyo y simpatía por parte de profesores y alumnos.
-       El “bro” (como el personaje de Steve Stifler en American Pie): el bocazas que solo vive para las fiestas y que da aullidos de lobo para dejar constancia de lo bien que se lo está pasando.
-       El que no “pega” con su grupo de amigos (como el personaje que interpreta Winona Ryder en Heathers): ese “normal” en un grupo de “chulitos”, el “serio” entre los juerguistas, la “sencilla” (e inteligente) entre las pijas.
-       El “nerd”, el raro (como el personaje de Max Fischer en Rushmore): que tiene unos gustos que no casan con los de la mayoría, que es malo en los deportes, tiene poco éxito entre las chicas…
-       La virgen (o no) “salidorra” (como el personaje de Fogell en Superbad): si nuestros hijos hablaran…
-       Los parias (como los personajes de Enid y Rebecca en Ghostworld): que no entran en categoría de nerds porque encuentran alguien como sí mismos.

lunes, 4 de septiembre de 2017

En otra onda

Se acabó el verano. Al menos en Washington. Y no porque haga frío, porque llueva o porque la gente haya consumido ya sus breves vacaciones. No. Si tradicionalmente las estaciones se han clasificado siguiendo los métodos astronómico, meteorológico, fenológico o el basado en la radiación solar, en Estados Unidos habría que añadir el método conmemorativo: aquí el verano empieza el último lunes de mayo con Memorial Day y termina el primer lunes de septiembre con Labor Day. O sea, hoy.

Pero como son tan organizados, tan previsores y tan trabajadores, en la práctica, el verano termina mucho antes. A primeros de agosto, cuando yo estaba en plena ola de calor en España, sudando la gota gorda y sin poder salir de la piscina más que lo estrictamente necesario, ya me empezaron a llegar correos electrónicos de los colegios de los niños con instrucciones apremiantes sobre cómo inscribirnos a tal o cual actividad escolar, cuál era la ruta de autobús que se nos había asignado, las sesiones informativas deportivas o académicas o las reuniones para las fechas próximas. Y conforme avanzaba el mes crecía el número de mensajes diarios. No miento si digo que en un solo día me llegaron más de diez. Un agobio.

Es más, las pruebas de selección para los clubes deportivos del High School empezaron el 8 de agosto, el campamento (voluntario pero recomendado) del equipo de Cheerleading tuvo lugar en la segunda semana de agosto, los entrenamientos empezaron en la tercera semana y el curso intensivo para los nuevos miembros de la banda musical escolar, la última semana. Y esto es solamente lo que nosotros nos perdimos. Me deja puesta el comprobar que para los americanos es inconcebible que en pleno mes de agosto tú puedas estar tranquilamente en la playa o tomándote la copa con los amigos en la plaza del pueblo a la fresca nocturna.

Sesión informativa en el Middle School
Así que cuando el jueves, en pleno jetlag y con las maletas todavía sin deshacer en casa, llevé a los niños a sus respectivos colegios a las siete de la mañana para sus presentaciones escolares no pude evitar sentir que me había pasado, que era una madre desorganizada y poco previsora y que no estaba transmitiendo a mis hijos los valores adecuados. ¡Y eso que han sido las vacaciones más cortas que he disfrutado en los últimos 15 años!

Sesión informativa en el High School
Con ese ánimo entré a las 7 y media de la mañana en el High School a la sesión informativa para padres de los nuevos alumnos, mientras Gabriel hacía lo propio en el Middle School de nuestra hija pequeña.  Era un café con el director en uno de los patios. Temperatura agradable. Una mesa con un par de termos gigantes, cupcakes y galletas seguida por las mesas de venta de las prendas con el logo del colegio y las de las distintas asociaciones de padres a las que inscribirte o dar tu contribución económica. Pronto empezaron los discursos; que hablara la presidenta de la asociación de padres y estudiantes me pareció normal; que le siguiera la presidenta de la fundación del colegio que recauda fondos para invertirlos en la educación de nuestros hijos, también; que continuara la que preside la asociación cultural de padres internacionales, seguía siendo lógico; que el director del colegio tomara la palabra para dar la bienvenida y asegurar a los padres que sus hijos no podían estar en un colegio mejor, era obvio. Pero, a partir de ahí, no pude más que quedarme puesta: hablaron la presidenta de la asociación para ayudar a controlar el estrés escolar en alumnos y padres, la directora del departamento de consejeros, el director de las rutas de los autobuses amarillos, la directora de contabilidad, el encargado de la plataforma de comunicación entre colegio y familias… Y cuando la jefe de seguridad del colegio, con su uniforme, su manojo de llaves maestras y su walkie-talkie al cinto tomó la palabra para asegurarnos que nuestros hijos estarían seguros en el colegio y que tuviéramos la certeza de que los cuidaría y vigilaría como si fueran sus propios hijos, mi grado de asombro era ya mayúsculo.

Cuando a las 8.30 de la mañana conducía de vuelta a casa tuve la convicción de que, efectivamente, la estación se había terminado. El día anterior había dejado España en pleno veraneo con las playas llenas, las terrazas abarrotadas y las carreteras sin nada que hiciera sospechar la “operación retorno”. Aquí, antes incluso del Labor Day, ya no quedaba nada del estío, porque las vacaciones son un estado de ánimo colectivo y en estas latitudes hace ya semanas que todo el mundo está en otra onda.