lunes, 31 de octubre de 2016

Trick or treat

Esta noche es Halloween y nosotros ya lo tenemos todo listo desde hace tiempo. El año pasado compramos un esqueleto maravilloso de 1,90 metros de altura al que bautizamos como Mr Bones y lo colgamos de uno de los árboles del jardín delantero. Pero estaba un poco solo así que este año hemos añadido un par de fantasmitas blancos y tres lápidas, hemos sentado a Mr Bones entre ellas y está tan a gusto en su camposanto que dudo mucho que nos deje meterlo mañana en una bolsa hasta el año viene.

Yo nunca había celebrado Halloween, siempre me había negado a adoptar una festividad que consideraba invención de los comerciantes para aumentar sus ganancias. Cuando vivíamos en México sí que abracé entusiasmada el día de Muertos. Me cautivó desde el principio el colorido de sus decoraciones, los altares de muertos tapizados de cempaxochitl o flores amarillas y naranjas donde ponían las fotos de los seres queridos rodeadas de sus comidas favoritas, su tequilita y hasta su cigarrito; me fascinaba que se llenaran los cementerios día y noche y la gente se sentara a comer sobre la tumba del familiar que había pasado al otro mundo y que hasta le llevaran mariachis para alegrarle y mostrarle su cariño. Me parecía fantástico que se celebrara la muerte como se celebra la vida, que ese día fuera  una ocasión para acordarnos de los seres queridos que ya no están con nosotros de una forma tan alegre y tan distinta de la sobriedad y tristeza con la que yo siempre había vivido el día de Difuntos en España. Hasta me hice con una pequeña colección de catrinas (de las que ya sólo me queda una) que son esas calaveras vestidas como damas de la alta sociedad cuyo aspecto macabro ha horrorizado a cuantos las han visto en mi casa cuando ya no estábamos en México.

Nunca más he vuelto a celebrar estas fechas porque durante los siete años que pasamos posteriormente en Oriente Medio nada invitaba a hacerlo ya que los musulmanes no tienen ese culto a sus muertos. Añoraba los “huesitos de santo”, esos mazapanes con forma de fémures que mi abuela siempre compraba en una pastelería de la calle Uría de Gijón, y poco más. Y ahora héme aquí, en este mundo anglosajón, lanzándome de cabeza a la celebración de Halloween y decorando mi jardín  para la gran noche del “Truco o trato” (“Trick or treat”) con el que los niños te retan para que les des caramelos. Y aunque es divertido, es todo demasiado aséptico e infantil y me parece, qué le voy a hacer, una celebración vacía.

La casa de los vecinos
Visto con ojos ibéricos me deja puesta que desde el mes de septiembre en las tiendas no haya más que decoraciones de Halloween, pero más puesta me deja si cabe que los americanos se pasen el año cambiando las decoraciones de sus casas, como si jugaran a vestir muñecas. Me explico: nosotros aterrizamos en el país a mediados de agosto y enseguida empezó la decoración de Halloween con esqueletos, cuervos o calabazas de todos los tamaños; siguió Acción de Gracias y las vajillas, las fuentes, los manteles o las coronas que se cuelgan de las puertas de entrada de las casas se inundaron de pavos de todas las formas y colores; diciembre llegó al paroxismo lumínico con los adornos navideños de toda temática posible; tuvimos un pequeño descanso hasta que los conejitos de Pascua y la celebración de la primavera volvieron a inundar jardines delanteros y traseros y, por estar en España de vacaciones, nos perdimos la locura del 4 de julio aunque fuimos testigos de los millares de diferentes artículos de colores patrios que se venden por esas fechas. Tanto es así que, al percatarme de que la gente dejaba sus coches aparcados fuera del garaje le pregunté a la vecina el motivo y la respuesta me volvió a dejar puesta: porque no les caben los coches dentro a causa de los trastos y cajas de adornos que la gente guarda allí. Y cuando me abrió los portones automáticos para que echara un vistazo al interior de su garaje, me lo creí.

Es verdad que en España no somos dados a decorar nuestras viviendas de esa manera. No sé si será por falta de espacio, de presupuesto, de creencias o por exceso de vagancia para hacerlo, pero lo cierto es que ya nos limitamos, como mucho, a unos mínimos adornos navideños en nuestras casas y eso cada vez menos. Y también es verdad que la secularización generalizada que nos rodea no invita a la exteriorización de aquellas expresiones culturales basadas en creencias religiosas que, a la larga, son la mayoría en nuestro país de tradición católica. Así que cuando veo aquí el fervor con el que se entregan a celebrar sus fechas, me quedo puesta porque ellos han vaciado de contenido religioso sus principales celebraciones (incluso Acción de Gracias, que lo celebran todas las familias americanas sin importar su credo religioso y que tiene más importancia que la Navidad) y han imbuido las que han podido de carácter nacional y patriótico. Y eso no ofende a nadie, forja el espíritu de una nación y hace crecer la economía americana. Una jugada redonda.

Sí, es una calabaza
Y eso es precisamente Halloween, un embalaje maravilloso para una caja vacía. Aunque hay que reconocer que es muy divertido ver cómo la vecina de 70 años enloquece llenando su porche de gatos negros, calabazas terroríficas  o zombies cuyos sensores les hacen emitir aullidos espantosos y temblar en espasmos arrítmicos, o ir a una de las muchas tiendas de “Halloween extreme” a  pasar un rato probándote todas las máscaras posibles y ver los miles de artículos de temática "gore" a la venta, o admirar las calabazas talladas del vecindario, algunas auténticas obras de arte. Yo me he dejado seducir completamente y esta noche nuestro querido Mr Bones estará pletórico. Dejémosle que disfrute.

lunes, 24 de octubre de 2016

Propinas, ni grandes ni pequeñinas

A mí las propinas me ponen muy nerviosa. Nunca sé si estoy haciendo lo adecuado; me da miedo ofender a la persona a la que se la doy, bien porque no debería dársela o bien porque es poca cantidad (tampoco voy repartiendo millones por ahí, es cierto); y también temo ofender a quien no se la doy porque pueda pensar que debería dársela. En España vivo más tranquila porque no somos un país muy dado a las propinas. Como hace mucho que han desaparecido los acomodadores de los cines (que me provocaban también bastante desasosiego), nos basta con redondear el precio de la consumición en un bar, dar algo más en un restaurante y alguna moneda a la que te lava el pelo en la peluquería. Fácil.

Pero en Estados Unidos, cada vez que voy a un sitio susceptible de dejar propina (que son prácticamente todos), me quedo al borde de tomar un calmante y no tanto porque no sepa qué cantidad dar, que te lo dejan muy clarito en la factura, sino porque no sé a quién “debo” dársela, por lo que a la larga implica de imposición que no permite la opción de dejar claro si ha gustado o no el servicio y por lo absurdo que en sí mismo me parece el concepto.

Cuando vivíamos en México en todos los supermercados había niños o jovencitos que ayudaban a meter la compra en las bolsas, los llamados “empacadores”, y siempre se les daba una propina, no necesariamente grande pero sí obligada, porque sabías que eran niños con escasos recursos. Aquí, en los supermercados, suele haber adultos con algún tipo de discapacidad que hacen ese trabajo, pero a esos no se les da propina. Y ahí estaba yo los primeros días con mis nervios de “¿qué hago, le doy o no le doy, y si le doy poco?”.

Poco después, en la peluquería, tras pagar la escandalosa cantidad de 85$ por un simple “lavar y peinar” me volvió el ataque de ansiedad. Con mis cuatro pelos recién cortados fui a pagar y tras ver lo altísimo de la factura me explicaron que me habían asignado la peluquera con más experiencia del local porque, por ser la primera vez, querían que me fuera contenta. Me quedé puesta al saber que no pagas por servicio sino que cada peluquero tiene sus tarifas y, claro, mi veterana era la más cara. Teniendo esto en cuenta, busqué a la que me había lavado el pelo y le di su propina sin entregar nada a la que me había cobrado 85$ de experiencia. Pues mal, lo hice mal, porque a esa también tenía que haberle dado entre un 15 y un 20% del monto de la factura, o sea, unos 15$ más. ¡Me fui tan contenta… que no he vuelto!

En los restaurantes ya sé que, en efecto, no puedes dejar menos del 15% porque el camarero tiene un salario muy básico y el cliente tiene que complementarlo con las propinas (o sea, que le pagamos el sueldo entre todos). La razón es que es el cliente quien recibe el servicio. Y a mí me vuelve a hervir la sangre: también recibo el servicio del cocinero o de quien limpia el local y es que voy al restaurante a eso, a que me liberen de hacer la compra, de cocinar, de servir, de fregar los platos… y todo eso es lo que estoy pagando en la factura al dueño del local, quien realmente tendría que encargarse de pagar a los que lo hacen posible.

El guía del “turibús” en Nueva York pedía propina porque decía que él, exactamente igual que un camarero o un taxista, estaba prestando un servicio, el mismo servicio que  yo considero que ya he pagado al subir a ese autobús. Y es que, claro, en una economía de servicios como en la que vivimos, estas situaciones se plantean constantemente. Por ello, el otro día, The Washington Post sacó una noticia de dos páginas con consejos sobre las propinas. En los dieciséis supuestos que planteaba, estos consejos se resumían en dos: sé generoso donde tengas que dejarla y “drop a few bucks” (“suelta unos dólares”) donde pienses que no hace falta. Era lo que me faltaba, fui corriendo a la farmacia a hacer acopio de tranquilizantes pero casi me los tomo todos antes de salir porque me volvió a asaltar la duda: ¿tengo que dar propina al dependiente que me ha despachado?

lunes, 17 de octubre de 2016

Ana es "patrol"

A finales del curso pasado, mi hija pequeña (10 años) decidió que quería ser “school patrol”. Yo no es que tuviera mucha idea de en qué consistía (es más, ni siquiera sabía que se pronunciaba “patról”, con una “o” larga acentuada y no como una palabra llana al estilo de nuestro “Níssan Pátrol”) pero, viendo la seriedad y la ilusión que Ana le puso, no pude más que interesarme por el tema.

Los Safety Patrols son un grupo voluntario de colegiales que, en principio, asisten a los niños en los cruces de las calles en horario escolar, en las subidas y las bajadas del autobús del colegio, en los movimientos de alumnos dentro de las instalaciones y en otras tareas que se consideren adecuadas, siendo siempre un buen ejemplo para sus compañeros.

Este movimiento de voluntariado fue organizado en los años 20 por el Chicago Motor Club y posteriormente coordinado a nivel nacional por la American Automobile Association (AAA) con el objeto de dar seguridad a los niños en una sociedad en la que el número de automóviles iba creciendo exponencialmente. El objetivo era “dirigir niños, no tráfico” y paulatinamente se fue extendiendo por todo el país hasta el punto de que hoy en día unos 650.000 niños hacen tales tareas en 34.000 colegios americanos, convirtiéndose en el mayor programa de seguridad y tráfico a nivel mundial.

Al parecer únicamente pueden ser Patrols los  alumnos del último curso de primaria, que ya tienen la veteranía para el cargo y sólo tras cumplir con un procedimiento bien regulado. Primero tienen que escribir una carta al encargado de los Patrols del colegio explicando por qué piensan que pueden merecer el puesto, cuáles son los aspectos de su personalidad más adecuados para tales funciones, dando ejemplos de su vida cotidiana que demuestren su responsabilidad y ejemplaridad e indicando qué pueden aportar al equipo de Patrols. El comité escolar tarda un tiempo en leer las cartas e indicar, en una esperadísima reunión, cuáles son los elegidos. Y Ana lo fue (la verdad es que lo fueron la mayoría de los que se presentaron) para su gran alegría y satisfacción.

A partir de ese momento tuvo que empezar a aprenderse de memoria el Juramento del Patrol y ser la sombra hasta fin de curso de alguno de los que que dejarían de serlo por no estar ya en el colegio el curso siguiente. Durante ese tiempo, el escolar experimentado le hizo el trasvase de sus tareas y responsabilidades asegurándose de su aprendizaje y, tras comprobar que el Juramento estaba bien comprendido y memorizado, dio el visto bueno para su nombramiento.  Eso sí, hasta hace unos días no le hicieron entrega del famoso cinturón amarillo y el “badge” o chapa que acreditan a todo patrol oficial y que es lo que más le gusta, porque así su “autoridad y dignidad” es mayor.

Cinturón y chapa de los "patrols"
Aunque en el colegio de Ana no ayudan a los niños peatones porque no se considera lo suficientemente seguro para todos, cada mañana y cada tarde es la última en subir al autobús del colegio tras comprobar que no queda ningún niño, verifica que todos están sentados antes de arrancar, busca a los parvulitos que van en su ruta, llama la atención a los niños que bajan corriendo las escaleras, ayuda a los pequeños en las horas de comedor que tiene asignadas … y, así, un sinfín de actividades. Una de las más codiciadas por los niños y que a ella personalmente le encanta por el protagonismo que le da, es izar y arriar las banderas de Estados Unidos y de Maryland. Y como curiosidad, si en algún momento se le cae la primera al suelo la tiene que besar 50 veces, una por cada Estado de la Unión; si es la segunda, 1 vez.  


A mí esta manera que tienen los americanos de valorar el trabajo voluntario y la asistencia a los demás me deja puesta porque, además, consiguen desde edades muy tempranas que los niños lo hagan con orgullo provocado por la admiración y el respeto de sus compañeros. En mi colegio, desde luego, nadie hubiera querido asumir tales tareas y, si alguno lo hiciera, estoy segura de que le acabaríamos llamando “pelota”, “chivato” o algo peor. Posiblemente hoy en día en España los padres protestarían diciendo que se les están encargando a los niños tareas que no les competen. Aquí consideran que los niños son perfectamente capaces de realizarlas, se les dan responsabilidades, se les premia con admiración y el sistema público de enseñanza se ahorra un dinero que puede destinar a otras necesidades educativas.




lunes, 10 de octubre de 2016

Castillos en el aire

Lloyd Wright y su Fallingwater
Siempre he soñado con poder diseñar mi casa, con elegir un terreno y explicarle al arquitecto cuáles son mis necesidades, cómo quiero distribuir el espacio, a qué horas necesito más sol en qué estancias… En España, a diferencia de otros países donde he vivido, y al menos entre mi círculo de conocidos, eso no es algo habitual. Los que hemos conseguido comprar alguna vivienda siempre ha sido algo ya construido, un piso o una casa ya terminados, diseñados por alguien al que nunca hemos conocido que ha generalizado las necesidades habitacionales de los demás. Los consumidores finales, los que finalmente habitamos la vivienda, podemos meter mano en poco más que en la decoración o en alguna posterior reforma. Sin embargo, en Ecuador, en México, en Kuwait… mis amigos han diseñado y construido sus casas de la forma más natural del mundo, sin darse cuenta del  privilegio que para mí supondría.

Yo me deleito imaginando largas charlas con el arquitecto, que intenta plasmar en un plano la casa que ya existe, etérea, en la nebulosa de mis sueños. Y ese arquitecto, al que ya tengo totalmente idealizado, se me antoja cálido, claro, receptivo, funcional, divertido, moderno y algo bohemio…justo como quiero que sea mi casa. Pero la realidad me dice que cuanto más reconocido es el arquitecto y mayor es el nivel adquisitivo del cliente, esas idílicas reuniones se convierten en un choque de egos, en una lucha por imponer los criterios propios y a menudo el arquitecto, un artista al fin y al cabo, aparece como un ser tiránico que busca la gloria de su obra por encima de las necesidades del que la paga.

Esa es la imagen que me transmitió el guía de Fallingwater, la casa de la Cascada, del genial arquitecto americano Frank Lloyd Wright, cuando fuimos a visitarla en Mill Run, Pennsylvania. Construida en los años 30 del siglo pasado por encargo de la familia Kaufmann, dueña de unos grandes almacenes en Pittsburg, es considerada por el American Institute of Architects como “la mejor obra de la arquitectura estadounidense de la historia”.

Los Kauffman querían una casa con vistas a una pequeña cascada que recorría uno de sus terrenos y contactaron con Frank Lloyd Wright, que había sido profesor de su hijo, también arquitecto. El maestro, imbuido en su concepto de arquitectura orgánica, integró el edificio en el emplazamiento empleando materiales del lugar y respetando el entorno y no diseñó la casa frente a la cascada como quería su dueño sino en la propia cascada, utilizando las rocas del relieve a modo de cimentación.

La casa es una maravilla, pareciera que el agua manara de su interior gracias a la intersección perpendicular de los planos de cemento y de piedra de río que la forman y a los numerosos ventanales con marcos de hierro rojo (el color tradicional con el que se pintan los graneros y las construcciones de las granjas). El interior es abierto pero acogedor, con la excepción de los pasillos cuya estrechez combinada con la escasa altura del techo consigue el deseo del arquitecto: hacerte salir de ellos inmediatamente para arrojarte a alguna de las estancias donde disfrutar de las vistas del bosque o de la cascada. Desde la sala de estar una escalera te permite bajar al mismo torrente o una salida te lleva a la piscina que se llena con agua de las montañas.

Bajada al riachuelo desde el interior
Todo el mobiliario es también de Wright y es asombrosamente contemporáneo; mis hijos no podían creer que esa casa tuviera casi 100 años y durante toda la visita no hicieron más que pelearse por cuál de las tres habitaciones sería la suya.  Y con ganas hubiera entrado yo también en la pelea. Pero, con independencia de la magnífica resolución de la vivienda, mi impresión es que la casa es de Wright, no es de sus dueños. Hubo, al parecer, agrias disputas cuando la propietaria quiso poner unas persianas que dieran cierta privacidad al cuarto de invitados; o cuando quisieron instalar mosquiteras que impidieran a los voraces mosquitos de la zona desangrar a los ocupantes; o cuando el hijo quiso un escritorio con más profundidad que el que el arquitecto había previsto. El genio no transigía en adaptar su obra a lo que sus clientes querían.

La casa relanzó a la fama a Lloyd Wright tras un periodo de vacas flacas consecuencia de la Gran Depresión y llegó a ser en 1938 portada de la revista Time, lo que le permitió seguir diseñando proyectos hasta su muerte. Pero también desde el primer año sufrió todo tipo de goteras, humedades, desprendimientos… resultando costosísima de mantener. En 1964, tras la muerte de los Kauffman, su hijo decidió cederla a la Western Pennsylvania Conservancy que tuvo que hacer una gran reforma estructural en 2002 para evitar su colapso. Mas de 4 millones de personas la han visitado (casi 170.000 el año pasado) y me quedé puesta al saber que los 25 $ por persona que te cobran por la entrada apenas dan para pagar las reparaciones constantes  que necesita.

No sé si los Kauffman perdieron tanto tiempo como yo imaginando la casa de sus sueños; dicen que Lloyd Wright no lo hizo y que nueve meses después de recibir el encargo sin haber trazado ni una línea sobre el papel, al saber que su cliente iba a visitarle y esperaba ver algo, diseñó la vivienda y dio forma a su idea en un par de horas. Yo no creo que mi casa deje de ser un castillo en el aire, pero si alguna vez se materializa, me gustaría que fuera el reflejo de mis necesidades resueltas sabiamente por un arquitecto comprensivo.

(Todas las fotos son de Gabriel y el ilustrador es Michael Kirkham)






lunes, 3 de octubre de 2016

De ratones y hombres

Llevaba unos días viendo en la cocina unas cositas negras y alargadas, parecidas a las semillas de sésamo, que me extrañaban. No me hizo falta indagar mucho para descubrir que eran cagaditas de ratón. ¡Horrorrrrr! ¿Qué hago, si nunca me he tenido que enfrentar a semejante cosa en mi vida, si aún estoy maravillada por haber descubierto de lo que se trataba? ¿Me cambio de casa, llamo a una empresa de control de plagas? ... A ver, un poco de calma.

San Google vino en mi auxilio. En cuestión de media hora adquirí toda la teoría. Resulta que a los ratones les encanta andar por el interior de los hornos  (no donde se ponen las bandejas, sino por la estructura) porque en su material aislante encuentran un cobijo natural y están calentitos. Resulta también que si uno no los detecta a tiempo se pueden comer todo ese material y acaban haciéndote tirar la cocina entera. Por otra parte, detestan el olor de la menta, lo que la convierte en una barrera natural  pero les encanta la mantequilla de cacahuete, lo que hace de ella el mejor cebo para atraerlos.

Con tan profusa información me fui al Home Depot, el equivalente americano del Leroy Merlin (que en español sería “Elrey Merlín”, ¿pero Merlín no era un mago?) a ver qué soluciones me podía aportar. Por supuesto, como siempre en Estados Unidos, había multitud de opciones y supongo que al verme tan concentrada en su estudio se me acercó uno de los dependientes ofreciéndome su ayuda. Me sigue asombrando lo atentos que son, lo bien que te escuchan y las opciones que te plantean. ¡Me preguntó que cuáles eran mis intenciones con respecto al ratón que quería atrapar: liberarlo o exterminarlo! Me quedé un poco puesta y aunque se me pasó por la cabeza que me denunciara a la Sociedad Protectora de Animales, decidí ser sincera y confesar que lo que realmente quería era cargármelo, a él y a toda su posible familia, y no volver a sentir la presencia de algo semejante dentro de mi casa. No se ofendió y de momento no me ha denunciado, pero  automáticamente desechamos una buena parte de los productos expuestos.

Hay amigos que nunca fallan
Aparte de venenos de todo tipo que los deshidratan o les licúan la sangre para que se vayan a morir a otro sitio (esto me lo contó mi amiga Ana hace muchos meses, cuando su perro se comió el veneno y tuvo que ir de urgencias al veterinario, y me dejó impresionada), resulta que las trampas son también variadísimas. Las más caras son unas en las que el ratón queda aprisionado en su interior y por afuera una flecha te indica si ha “picado” o si la trampa sigue libre; tú nunca ves al animalito porque tiras a la basura el artefacto con bicho dentro: 7 $ la pieza. Luego hay otras también desechables en las que el ratón queda atrapado, lo ves (con sus pelitos y bigotitos, imagino) pero coges el artefacto por un asa que tiene a un lado y lo tiras tal cual a la basura: 2 por 3,5 $. Y luego están las de toda la vida, las de madera que salen en los dibujos animados que parece ser que son las más eficaces, pero ahí no solamente ves al animalito sino que tienes que liberar al cadáver con tus propias manos y ocuparte tú de su funeral. Su precio imbatible (4 por 2 $) y su marca Víctor, que me recordó a un buen amigo, hicieron que me decidiera por ellas con la seguridad de que Gabriel, mi valiente y gallardo marido, mi héroe, se haría cargo de la parte desagradable. El dependiente me felicitó por mi decisión y volví a casa tan contenta.

Pero, ay amigos, no es tan fácil colocar la trampa. Ya tenía la maquinita, el queso, la mantequilla de cacahuete (decidí hacerle una receta infalible para el cebo combinando ambas cosas) pero no había manera de que se sujetara; metí la barra lateral por un agujero pero así no saltaba ni aunque el ratón utilizara el pedal a modo de trampolín como hacía Jerry en “Mouse Trouble”, aquel fantástico capítulo de Tom & Jerry. Y de nuevo Google vino en mi ayuda. En un vídeo de 9 minutos, Louis, el Presidente de American Rat Control, me enseñó cómo hacerlo con un profesionalismo, una claridad expositiva y una eficacia absoluta (he aquí otra cosa que me deja puesta y que merecerá otro post: la seguridad que todos los americanos demuestran cuando te hablan de su tema, ya sea astrofísica, desatascar una tubería o preparar una trampa de ratón).

Trampas colocadas (puse 2) en el cajón de debajo del horno. Por si acaso, de segundo plato, veneno deshidratante. Y a seguir con mi vida intentando olvidarme un poco del asunto.

Hoy, nada más levantarme a las 6:30 de la mañana, fui a la cocina, abrí el cajón del horno y …. ¡había premio! ¡Bravo por Víctor!. Gabriel hizo le hizo los honores con la portada de The Washington Post y yo, con mis guantes desechables azules de latex, he vuelto a cebar la trampa, no vaya a ser que tengamos más okupas y que, acabe sumida en una Gran Depresión, compartiendo el nombre de la época en la que se desarrolla la novela de Steinbeck “De ratones y hombres”.


Post-post.  
-  No dejéis de ver el cortometraje “Mouse Trouble” de la serie Tom & Jerry. La “simple mouse trap” que yo utilizo es uno de los 13 métodos que Tom usa para intentar deshacerse de Jerry. Este corto, dirigido por William Hanna y Joseph Barbera y estrenado en noviembre de 1944 por la Metro-Goldwyn Mayer, ganó el Oscar de ese año al mejor cortometraje animado. Es simplemente fantástico. https://vimeo.com/45237443

 - “De ratones y hombres” (“Of mice and men”), publicada en 1937, es una de las novelas que tienen que leer mis hijos este año en el colegio. John Steinbeck, premio Nobel de literatura en 1962, cuenta en ella la historia de dos trabajadores del campo que vagan en busca de empleo por California durante la época de la Gran Depresión. Que yo sepa se han hecho dos películas basadas en esta novela. La primera (que en España se tituló “La fuerza bruta”) es de 1939 y fue dirigida por Lewis Milestone; con ella consiguió 4 nominaciones a los premios Oscar. La segunda, de 1992, fue dirigida por Gary Sinise, quien también la protagoniza junto con John Malkovich.