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lunes, 21 de octubre de 2019

Camina, camina

Quien diga que en Estados Unidos no se camina es que no me conoce. Yo, aquí, he aprendido a caminar. Me refiero a caminar por placer, por diversión, por deporte... porque sí. No es que antes no caminara, pero cuando me proponían una excursión de fin de semana ni se me pasaba por la cabeza ir a andar o a la montaña. ¿A qué? Podríamos ir a una playa, a ver una exposición, a comer a un sitio chulo, o incluso hacer un picnic en algún lado, pero aparcando siempre bien cerquita. Lo importante era llegar rápido al lugar para hacer algo allí, no el camino en sí.

Y ahora, no sé si porque me aburrí en este país de acabar comiendo siempre lo mismo en diferentes restaurantes, porque la báscula me ha demostrado que a ciertas edades no se puede ser sedentario o porque las circunstancias me lo permiten, ahora resulta que me ha dado por caminar en el país del automóvil por antonomasia (o, tal vez, mejor dicho, por “autonomasia”).

Lo que sí sé es que la culpa de haberme hecho andariega la tiene el Cheasapeake & Ohio Canal, un parque nacional al que se accede desde muy cerca de mi casa. Casi 300 kilómetros (184,5 millas) paralelos al río Potomac, con una ligerísima pendiente, que llevan desde Georgetown, en el Distrito de Columbia, hasta Cumberland, en la frontera oeste del Estado de Maryland. Espectacular en cualquier época del año, cómodo para cualquier edad, fácil de seguir porque no tiene intersecciones y perfecto para construir, sin darse cuenta, una rutina de “hiking”. Yo me quedé atrapada en el gusto de caminar por una senda de unos tres metros de ancho, con el río a la izquierda y el canal original a la derecha, sorprendiéndome cada vez que mi paso ahuyenta aves, anfibios o mamíferos desconfiados y deseando que llegue el siguiente fin de semana para avanzar un poquito más en la ruta e ir comentando con mi hubby la belleza del lugar o las marcas históricas que vamos descubriendo.

Porque historia no le falta al lugar. Su construcción comenzó en 1828 cuando los Estados de Maryland y Virginia, y las ciudades de Washington, Georgetown y Alexandria decidieron unir fuerzas y fondos para construir una vía acuática que permitiera atraer mercancías y trabajos a la región. Fue una labor penosa, no exenta de dificultades debido a las condiciones del terreno, a la escasez de mano de obra y de maquinaria adecuada, a la negativa de muchos propietarios a vender terrenos o a la feroz competencia con la compañía ferroviaria B&O por hacerse con el control del transporte de mercancías.

Con un coste muy superior al estimado alcanzó, sin embargo, una longitud muy inferior a la deseada puesto que nunca llegó, como su nombre pretendía, a unir la bahía de Chesapeake con el río Ohio. Pero en 1850 cinco barcazas cargadas de carbón hicieron el recorrido completo y, pronto, harina, granos, piedras para la construcción, whiskey y otras mercancías se sumaron al transporte y hubo ocasiones en que 500 naves se encontraban simultáneamente utilizando el canal. Sin embargo, la compañía de ferrocarril fue poco a poco absorbiendo el transporte de carbón y una serie de grandes riadas infringieron severos daños a las infraestructuras del canal. El coste de las reparaciones era cada vez más difícil de sufragar para la compañía C&O, que acabó vendiendo acciones a la empresa ferroviaria. En 1924 una nueva riada causó estragos y esta vez ya no se arreglaron los desperfectos, lo que puso fin a esta forma de transporte de mercancías. En 1938 la compañía ferroviaria vendió todo el canal al Gobierno de Estados Unidos por apenas dos millones de dólares, nueve menos de lo que había costado originalmente. En 1961 el presidente Eisenhower lo proclamó monumento nacional y diez años después el Congreso le dio la categoría de Parque Histórico Nacional, que es lo que ha permitido que no fuera devorado por la maleza y que hoy en día todos lo podamos disfrutar.
 
Todo esto lo cuenta un libro que nos acompaña en nuestras caminatas y que nos va señalando cómo cambian los tipos de piedra en la construcción, los acueductos que fue necesario levantar, la vida de los guardeses de las esclusas del canal y sus familias, el trabajo de las mulas que arrastraban las barcazas, los mojones que van contando las millas del recorrido. Caminando, caminando, así entretenidos, ya llevamos casi 100 kilómetros andados (200, de hecho, porque siempre tenemos que volver adonde hemos dejado el coche). Algunos han estado muy concurridos de paseantes, corredores, ciclistas o piragüistas; otros han transcurrido solitarios, por encontrarse más alejados de núcleos urbanos, pero en todos nos ha acompañado una sensación de paz y bienestar que me era desconocida y que ha resultado ser adictiva. No sé si será parecida a la que dicen experimentar los peregrinos de nuestro Camino de Santiago pero lo comprobaré. Ganas no me faltan. Las voy alimentando todas las semanas mientras, a plazos, caminando, caminando, voy recorriendo el canal.

Post-post:
The C&O Canal Companion es una de tantas guías magníficas para conocer todos los entresijos de esta ruta que combina naturaleza, historia, ingeniería y vida sana. 

lunes, 7 de octubre de 2019

Hay Day

Este verano visité una plantación de pimientos. Dicho así no queda muy glamuroso, la verdad, pero si añado que fue a pocos kilómetros de Biarritz y que unos días antes habían estado haciendo algo parecido las primeras damas del G-7, entre ellas nuestra Mrs Trump y Madame Macron, a lo mejor la cosa cambia. Sinceramente, no tenía ni idea de que las mujeres de los principales líderes mundiales habían dedicado una parte de sus apretadas agendas a tal menester y tampoco sé si estuvieron en la misma finca que yo, pero pasé un buen rato recibiendo todo tipo de explicaciones sobre cómo se plantan, cuidan, secan y preparan estos pimientos y, más satisfactorio si cabe, degustando una serie de productos elaborados con los famosos pimientos de Espelette.

Salí de allí con una pequeña selección de lo que podía traer en mi maleta a Estados Unidos y con el convencimiento de que los franceses son fantásticos a la hora de vender sus productos. En España nunca he tenido ocasión (no sé si porque no existen o por desconocimiento mío) de disfrutar, por ejemplo, de una visita guiada a un melonar de Villaconejos, de recibir una clase magistral sobre la denominación de origen de los tomates “bombón colorao” o de entrar en una fresca cueva de queso de Cabrales. Creo que es una idea que no está muy explotada y que tal vez funcionaría, especialmente lo de la cueva del Cabrales a la hora de buscar un refugio en esas interminables jornadas lluviosas del turismo en Asturias. 

A mi regreso a Estados Unidos, acabé un fin de semana en una carretera rural del profundo Maryland. Mientras el coche avanzaba millas yo me iba maravillando cada vez más con lo bien cuidados que estaban los campos, con la perfecta cuadratura de los descomunales maizales, con el armonioso conjunto que en cada propiedad formaban la casa principal, los silos, el granero y el cercado de los caballos. Era igualito al emporio granjero que llegué a levantar en un juego del iPad al que estuve enganchada durante bastante tiempo. Se llamaba Hay Day y consistía en hacer crecer tu propiedad partiendo de unos insumos mínimos. Llegué a tener unas producciones de maíz tan grandes que era imposible recogerlas, los silos se me desbordaban de trigo, no daba abasto para alimentar a los cerdos, las ubres de mis vacas estaban a punto de reventar, no hablaba con mi familia por andar recogiendo huevos... Ahí me di cuenta, sin moverme del sofá y con el dedo índice agarrotado de tanto recorrer la pantalla de la tableta, de lo duro que es el campo.

Llena de profundo respeto por los granjeros americanos, sabedora por experiencia (virtual) propia de lo difícil que es dar salida a los frutos de la tierra cuando no tienes una línea de distribución establecida, y completamente sugestionada por el entorno, decidí pararme en un mercado que vendía los productos de una de esas granjas. Era una nave en un costado de la carretera y había unos cuantos coches aparcados en el exterior. Un cartel decía “De nuestra familia a la tuya”. De inmediato quedé deslumbrada por los tomates y las montañas de las panochas de maíz bicolor. Admiré las pirámides de manzanas. Paseé por entre los calabacines y los pimientos rojos. Las berenjenas me llamaban por mi nombre para que las metiera en mi carrito y el olor de las tartas de frutos rojos todavía calientes hicieron que mis propósitos de seguir a régimen cayeran en el más profundo de los olvidos.

Fui bastante comedida en mi compra, no así el cargo en la tarjeta de crédito, que no reflejaba la ausencia de costes de intermediarios en el precio de venta final. Pero bueno, me dije, de algo tenían que vivir los dueños de esa desconocida y recóndita granja. Al llegar a casa y guardar la compra vi que una de las cajas tenía la dirección de la página web del lugar y caí en la cuenta de que hoy en día se puede estar alejado, pero no aislado. Luego mordí un tomate y por primera vez desde que llegué a este país este vegetal no me supo a plástico, el maíz que asé en la barbacoa se deshacía en la boca y la tarta duró un suspiro. Había merecido la pena la clavada. Pensé que seguramente los productos (virtuales) de mi granjita (virtual) eran (virtualmente) así de buenos y yo los había malvendido. Además, no había pensado en una página web y tampoco en visitas guiadas como en Espelette. Ahora tengo las ideas un poco más claras. Creo que voy a volver a descargarme el juego, si es que todavía existe. Ya os iré avisando de mis cosechas.

lunes, 17 de junio de 2019

Bretton Woods

El otro día nos invitaron unos amigos a Bretton Woods. Es un club de recreo con piscinas, instalaciones deportivas y campo de golf que se encuentra en Maryland, no muy lejos de mi casa, al que solo puedes entrar con algún socio. Me hizo especial ilusión porque recuerdo perfectamente haber estudiado en mi época universitaria el Acuerdo de Bretton Woods. Con él, nada más terminarse la Segunda Guerra Mundial, los países vencedores establecían un nuevo sistema monetario mundial que reemplazaba el tipo de cambio basado en el oro por otro establecido conforme al dólar americano. Constituía a Estados Unidos como la mayor potencia económica mundial y creaba dos instituciones multilaterales para resguardar y respaldar el sistema, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Cuando estudiaba mis apuntes a la luz del flexo de mi habitación en España, el Banco Mundial, el FMI y otros organismos financieros multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) no dejaban de ser conceptos abstractos que había que memorizar para un examen. Eran meros nombres y siglas aburridos, datos fríos imposibles de asociar a imagen o sensación alguna. Todos tienen su sede en Washington y ahora, cada vez que paso por delante de ellos, que conozco a alguien que trabaja allí o que entro en sus instalaciones no puedo evitar pensar en cuánto más fácil me hubiera resultado estudiar hoy ese tema y salir bien airosa de un examen semestral.

“Nuestro sueño es un mundo libre de pobreza”. Con esta frase y la impresionante colección de banderas de sus 189 Estados miembros te recibe el Banco Mundial. Esa imagen que veo en los últimos años cada dos por tres me recuerda que sus objetivos hoy en día son reducir la pobreza, aumentar la prosperidad compartida y promover el desarrollo sostenible. Caminar por sus inmediaciones me ha permitido descubrir que para ello se vale de otras instituciones que forman parte de su grupo, como la Asociación Internacional de Fomento (AIF), que financia, asesora y asiste a los países más pobres del mundo; el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, que se ocupa de los países en desarrollo, o la Corporación Financiera Internacional (CFI), el Organismo Multilateral de Garantía de Inversiones (MIGA) y el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), que buscan fortalecer el sector privado en los países en desarrollo.

A dos minutos andando del Banco Mundial está el FMI que, con los mismos miembros que el Banco Mundial, busca el fomento de la cooperación monetaria global, asegurar la estabilidad financiera, facilitar el comercio internacional, promover el pleno empleo y el crecimiento económico sostenible. Y a 15 minutos a pie, en un delicioso paseo que te lleva por delante de la Casa Blanca, está el BID. El movimiento de sus cerca de 2.000 trabajadores hablando español, inglés y portugués ya te deja adivinar que es la principal fuente de financiación para los países de América Latina y el Caribe en la búsqueda de soluciones para sus retos del desarrollo. 

Muchas veces, cuando paseo por el centro de Washington y recorro todos estos sitios, no puedo evitar sentir una especie de vértigo al pensar que en tan pocas manzanas de distancia se estén tomando decisiones que afectan a toda la población mundial, se estén manejando cifras tan altas de dinero, se esté planificando el desarrollo de un país o se estén diseñando proyectos que cambiarán la vida de poblaciones remotas. Me doy cuenta de que los que entran y salen de esos edificios, esa gente normal y corriente, con su pantalón arrugado o su blusa bien planchada, avanzando en sus tacones o en la bicicleta que ha dejado aparcada en la puerta; esa gente con la que te cruzas en el metro o que son los padres de los amigos de tus hijos en el colegio, son los que mueven, a mayor o menor escala, los hilos del mundo. Comprendo que Washington no es una ciudad cualquiera, que es un privilegio estar aquí. Y me quedo puesta.
 
Post-post:
Los Acuerdos de Bretton Woods de 1944 se firmaron en un área cercana a la ciudad de Carroll, en New Hampshire, cuyos principales puntos de interés son tres instalaciones deportivas y de ocio. El club recreativo del mismo nombre situado en el Estado de Maryland fue fundado por el FMI mucho más tarde, en 1968, con el fin de brindar un espacio atractivo y no discriminatorio para sus trabajadores, su personal jubilado y sus familiares, procedentes de todas partes del mundo. Algo no tan fácil de conseguir en aquellos años en Washington, donde existía segregación racial y a las personas de color no les estaba permitido compartir espacios, y mucho menos piscinas, con el resto de la población.

lunes, 28 de enero de 2019

El “momento Mona Lisa” y el “slow art movement”.

Cuando lo vi en el periódico en el mes de septiembre me gustó inmediatamente. En unos días se iba a inaugurar un museo de arte contemporáneo en una inmensa propiedad en Potomac, Maryland, a diez minutos de mi casa. Una impresionante colección de obras posteriores a la II Guerra Mundial con 1.300 piezas icónicas que" han cambiado la concepción del arte". Un espacio que busca, según sus propietarios, “crear un estado mental mediante la energía de la arquitectura, la fuerza del arte y las cualidades restauradoras de la naturaleza”. Un proyecto diseñado pensando más en la experiencia del visitante que en el número de ellos que cruzan sus puertas y que, por eso, limita el acceso a 400 personas diarias. La entrada, gratuita, solo se podía conseguir previa reserva por internet en la página del museo. Me conecté en ese mismo momento e hice mi reserva. El fin de semana pasado, cuatro meses después, conseguí entrar. Acabo de descubrir el “slow art movement” y ya soy fan entregada. 

El riachuelo marca el camino
El verano pasado fui al British Museum en Londres. Sólo conseguí ver un pedacito de la piedra de Rosetta entre las decenas de cabezas de los turistas y sus teléfonos móviles que buscaban captar una imagen para colgarla inmediatamente en Instagram. La última vez que vi El Jardín de las Delicias en el Museo del Prado apenas pude deleitarme en la maestría de los detalles de El Bosco. Leo en el periódico que cada día se asoman más de 200.000 personas a la sala del Louvre donde cuelga La Gioconda. Es más, parece ser que en el mundo del arte hay un fenómeno que se conoce como “el momento Mona Lisa”, que toma su nombre de la sensación que produce en muchos la atestada sala dedicada a esta obra en el Louvre, un puro caos donde los turistas se arremolinan y se empujan para acercarse lo suficiente y conseguir sacar una foto del cuadro más famoso del mundo.

Por este bosque se pasea 9 minutos para llegar al pabellón
El Museo Glenstone no tiene nada de eso y se basa enteramente en la idea de que para disfrutar del arte se necesita una experiencia tranquila y silenciosa. Mientras el Guggenheim de Nueva York calcula una media de 3 metros cuadrados por visitante para moverse por el espacio, ellos han destinado 30. En sus galerías no hay barreras entre el público y la obra, lo que implica limitar el número de personas en la sala para que la multitud no tropiece involuntariamente con las piezas y las dañe. Y, finalmente, no permite sacar ninguna foto en el interior del museo y, en su lugar, invita a los visitantes a hablar con los guías que hay en cada sala, a buscar más información cuando lleguen a sus casas o a comprar un catálogo en la librería.

El acogedor restaurante
Hacía tiempo que no disfrutaba tanto en un museo. La escultura que te saluda desde lo alto de una colina; el paseo hasta el pabellón gris mimetizado con la nieve y el cielo de uno de los días más fríos del año; la calidez, tranquilidad y belleza arquitectónica de los edificios y la cuidadosa selección de las obras expuestas; la caminata junto al río para experimentar una obra acústica en pleno bosque o para llegar al estanque helado y visitar las tres Casas de Arcilla; incluso el acogedor e informal restaurante en un edificio exento en mitad del camino. Sin prisa, sin agobios, sin gente alrededor. No sé si con la lentitud que preconiza el “slow art movement” pero sí, ciertamente, a mi ritmo. Una delicia. 

Post-post:
Aquí os dejo el link al Museo Glenstone. He tenido que investigar el nombre de sus propietarios, un adinerado matrimonio coleccionista de arte que lleva el apellido Rales. Comenzó su andadura en el año 2006 pero en octubre de 2018 abrió sus puertas tras la remodelación y ampliación que ha permitido esta completa experiencia sensorial. Totalmente gratuito. Arte para todo el mundo en un entorno que deja en el visitante la sensación de haber vivido una experiencia profundamente elitista.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Rookie driver

Mi hijo mediano tiene 15 años, 9 meses y 13 días y desde anteayer es un Rookie driver: ha completado el primer paso para obtener el carnet de conducir en el Estado de Maryland. 

A partir de los 15 años y 9 meses de edad cualquiera tiene el privilegio (que no el derecho, como bien señalan las hojas informativas) de convertirse en conductor y mi hijo lleva meses contando los días para poder presentarse al examen. Casi el mismo tiempo que llevo yo intentando cumplimentar el papeleo requerido por las autoridades.

Que pidieran una copia del documento de identidad y un examen de vista me pareció normal; que añadieran una autorización de los padres, lo encontré razonable; que exigieran una copia de las notas del colegio, un justificante de asistencia escolar (en sobre cerrado y membretado por la administración escolar), una prueba de domicilio, un documento oficial y en inglés que acreditara su filiación (si no está en inglés, con la correspondiente traducción oficial) y el carnet de conducir del padre, me dejó puesta; y cuando me rechazaron todo el papeleo porque no tenía una carta de la oficina de la seguridad social declarando que “como (nombre de mi hijo) no es candidato a tener una tarjeta de seguridad social no pudimos verificar sus documentos con las agencias emisoras” simplemente no daba crédito. Volví a guardar la maraña de documentos en la carpeta, busqué la oficina de la seguridad social, cogí el numerito correspondiente, esperé media mañana, me llamaron a la ventanilla, entregué temblorosa cuanto nuevo documento me pedían, aguanté la respiración mientras la funcionaria metía datos en un ordenador y, por fin, respiré cuando vi que le daba a una tecla y la impresora se ponía en funcionamiento. ¡Eureka!

El sábado por la mañana fuimos de nuevo al centro examinador cargados de papeles padre, madre e hijo. No quería correr el riesgo de que, como le pasó a una amiga española, se las viera canutas para convencer al funcionario de que el hijo era suyo porque ella no tenía el mismo apellido que el padre de la criatura. Que madre e hijo compartieran el segundo apellido no le servía de prueba al administrativo. Así que nosotros, para asegurar, fuimos los tres. A pesar de un momento de tensión en que parecía que faltaba algo y de que requirieron la opinión de un “experto”, esta vez los papeles “colaron” y en cinco minutos, mi hijo Miguel estaba tomando su examen de vista. Lo más difícil estaba hecho; el examen era ya pan comido.

La prueba teórica, 25 preguntas en una pantalla táctil en un tiempo de 20 minutos, fue fácil para un niño que usa ordenadores de forma habitual, que está acostumbrado a hacer exámenes de tipo test y que ha pasado los últimos meses haciendo simulaciones de exámenes teóricos de conducir en el teléfono móvil. Sin embargo, muchos salían de la sala sacudiendo la cabeza, encogiendo los hombros mientras decían “no” a la persona que les aguardaba o con una cara de cabreo monumental. La brecha digital y educativa se hacía sentir. 

El salió con una sonrisa de oreja a oreja y el llamado “Learner´s permit” o permiso de conducción de aprendizaje. Durante los próximos nueve meses tendrá que asistir a 30 horas de charlas y conducir con nuestro coche y siempre acompañado por un familiar mayor de 21 años que le irá instruyendo. No puede ponerse al volante de noche, no puede llevar a nadie que no sea un familiar, no puede usar teléfono móvil ni en modo manos libres, deberá mantener un nivel cero de consumo de alcohol y tendrá que registrar en un cuadernillo un mínimo de sesenta horas de práctica de conducción dejando constancia de la fecha, cantidad total de tiempo completado y habilidad o actividad que practica. Que exijan tanto documento oficial para hacer el examen teórico y luego se fíen de las anotaciones informales realizadas por el interesado en un cuadernillo, me deja nuevamente puesta, la verdad. El término “malicia” no es de uso habitual por estas latitudes.

Dentro de nueve meses, con una edad mínima de 16 años y 6 meses, podrá hacer el examen práctico para sacarse la “provisional license” que mantiene restricciones para transportar pasajeros que no sean familiares y para conducir entre las 12:00 y las 5:00 de la mañana a no ser que sea para ir al colegio, a practicar deportes, trabajar o hacer trabajo voluntario. El término “picardía” directamente no existe.

A los 18 años ya podrá tener la licencia definitiva y sin restricciones. Hasta ese momento nos esperan momentos cuando menos “interesantes” siendo copilotos de un quinceañero. Menos mal que nos han hecho firmar un “Acuerdo entre el conductor principiante y el instructor” en el que él declara conocer sus limitaciones y nosotros nos comprometemos a “ser conductores modelo, respetar todas las leyes de Maryland, así como brindar apoyo y aportar comentarios CONSTRUCTIVOS y ÚTILES (sic, en mayúsculas) al conductor”. Ahora tengo el problema de que el término  “incumplimiento de contrato” todo el mundo lo conoce.

lunes, 10 de abril de 2017

Virginia is for lovers

Eso es lo que dicen los carteles que te dan la bienvenida al Estado de Virginia cuando atraviesas la línea de demarcación. Un corazón rojísimo palpita de alegría al recibirte y yo no puedo evitar sonreír. Este lema turístico se ha convertido en una frase icónica y ha sido uno de los grandes éxitos publicitarios de los últimos 50 años. Al parecer, en sus orígenes, la frase era más específica (Virginia is for History lovers, Virginia is for beach lovers, Virginia is for mountain lovers) pero fue su generalización lo que la catapultó a la fama.

Nosotros vivimos en Maryland, donde nuestro Gobernador, mucho más pragmático, decidió imponer hace un par de años “We are open for businesses” (“Estamos abiertos a los negocios”).  Desconozco si también al principio el lema se restringía a negocios específicos (de cangrejos, de lácteos o de procesado de alimentos) o si es que antes estaban cerrados (a los negocios) pero a mí, francamente, no me gusta mucho. Es más, si me hubiera basado en los eslóganes para elegir mi Estado de residencia seguramente ahora viviría en otro sitio. Incluso en Idaho, cuyo reclamo, al menos, es gracioso: “Great potatoes. Tasty destinations” (“Buenas patatas. Sabrosos destinos”).

El caso es que cada uno de los 50 Estados norteamericanos ha adoptado frases oficiales para atraer visitantes y tiene carteles similares de bienvenida en las carreteras que entran en su territorio. Además, los Estados tienen “nicknames” o apodos que junto a los anteriores te dan la bienvenida y que se suelen colocar en las matrículas de los coches. Y a mí estos me encantan porque dan pistas sobre lo que los gobernantes quieren destacar de su Estado, ya sea la geografía, la riqueza, la historia, la cultura… Alaska es “La gran frontera”, Arizona es "El Estado del Gran Cañón”, Delaware es “El primer Estado” (en ratificar la Constitución), Michigan es "El Estado de los Grandes Lagos”, Mississipi es "El Estado de las magnolias” o California es "El Estado dorado”. Maryland es “The Old Line State” recordando la “Maryland Line”, aquellos soldados que lucharon en la Revolución Americana, y Virginia es “The Old Dominion” (haciendo posiblemente referencia a que fue el primero -y por ello el más antiguo- de los dominios ingleses en ultramar).

En sus escudos, todos los Estados tienen mottos o lemas que adoptaron en su momento (la mayoría en el siglo XIX) con la intención de describir formalmente el espíritu que los inspiraba. De la misma manera que “In God we trust” es el lema oficial de Estados Unidos, cada uno de los Estados que lo integran tiene un lema propio y no solo en inglés, sino en latín (la mayoría), griego, italiano, francés, samoano, una lengua indígena o… español.

“¿Uno solamente? Qué raro” –pensé- “Bueno, será Texas, California, Arizona, Louisiana, Nuevo México, Puerto Rico, en fin, alguno de los que limitan con México o que hayan formado parte de España en el pasado”. Pues no, y cuando lo supe me quedé puesta: Montana. Justo en el otro extremo, en la frontera con Canadá. O sea, que mi instinto deductivo, una vez más, fracasó estrepitosamente.

El lema de Montana dice “Oro y plata” y refleja el descubrimiento de oro en las montañas de Nevada en 1862 y seguidamente de plata en 1865, lo que originó una “fiebre del oro” en la región y su desarrollo. La razón de ponerlo en español fue tan prosaica como que sonaba bien en el idioma de Cervantes (es más, el lema inicial estaba en un mal español y decía “Oro el plata”; afortunadamente, alguien con un poco más de conocimiento lingüístico lo corrigió).
 
Pero aquí los Estados tienen símbolos oficiales de todas las categorías: flores, árboles, pájaros, colores, anfibios, comidas, piedras, telas, canciones… y todas ellas las explotan para los negocios. Aunque, ahora que lo pienso, mi “Asturias, patria querida” y “Paraíso Natural” con su flor galana y sus fabadas; con los osos, los robles y las gaitas; los oricios, la sidra y los hórreos… también explota sus símbolos de manera eficiente. Creo que voy a proponer al Principado que al traspasar nuestros límites coloque señales que digan “Siempre listos para los negocios”. A ver si así salimos de la crisis. 

lunes, 17 de octubre de 2016

Ana es "patrol"

A finales del curso pasado, mi hija pequeña (10 años) decidió que quería ser “school patrol”. Yo no es que tuviera mucha idea de en qué consistía (es más, ni siquiera sabía que se pronunciaba “patról”, con una “o” larga acentuada y no como una palabra llana al estilo de nuestro “Níssan Pátrol”) pero, viendo la seriedad y la ilusión que Ana le puso, no pude más que interesarme por el tema.

Los Safety Patrols son un grupo voluntario de colegiales que, en principio, asisten a los niños en los cruces de las calles en horario escolar, en las subidas y las bajadas del autobús del colegio, en los movimientos de alumnos dentro de las instalaciones y en otras tareas que se consideren adecuadas, siendo siempre un buen ejemplo para sus compañeros.

Este movimiento de voluntariado fue organizado en los años 20 por el Chicago Motor Club y posteriormente coordinado a nivel nacional por la American Automobile Association (AAA) con el objeto de dar seguridad a los niños en una sociedad en la que el número de automóviles iba creciendo exponencialmente. El objetivo era “dirigir niños, no tráfico” y paulatinamente se fue extendiendo por todo el país hasta el punto de que hoy en día unos 650.000 niños hacen tales tareas en 34.000 colegios americanos, convirtiéndose en el mayor programa de seguridad y tráfico a nivel mundial.

Al parecer únicamente pueden ser Patrols los  alumnos del último curso de primaria, que ya tienen la veteranía para el cargo y sólo tras cumplir con un procedimiento bien regulado. Primero tienen que escribir una carta al encargado de los Patrols del colegio explicando por qué piensan que pueden merecer el puesto, cuáles son los aspectos de su personalidad más adecuados para tales funciones, dando ejemplos de su vida cotidiana que demuestren su responsabilidad y ejemplaridad e indicando qué pueden aportar al equipo de Patrols. El comité escolar tarda un tiempo en leer las cartas e indicar, en una esperadísima reunión, cuáles son los elegidos. Y Ana lo fue (la verdad es que lo fueron la mayoría de los que se presentaron) para su gran alegría y satisfacción.

A partir de ese momento tuvo que empezar a aprenderse de memoria el Juramento del Patrol y ser la sombra hasta fin de curso de alguno de los que que dejarían de serlo por no estar ya en el colegio el curso siguiente. Durante ese tiempo, el escolar experimentado le hizo el trasvase de sus tareas y responsabilidades asegurándose de su aprendizaje y, tras comprobar que el Juramento estaba bien comprendido y memorizado, dio el visto bueno para su nombramiento.  Eso sí, hasta hace unos días no le hicieron entrega del famoso cinturón amarillo y el “badge” o chapa que acreditan a todo patrol oficial y que es lo que más le gusta, porque así su “autoridad y dignidad” es mayor.

Cinturón y chapa de los "patrols"
Aunque en el colegio de Ana no ayudan a los niños peatones porque no se considera lo suficientemente seguro para todos, cada mañana y cada tarde es la última en subir al autobús del colegio tras comprobar que no queda ningún niño, verifica que todos están sentados antes de arrancar, busca a los parvulitos que van en su ruta, llama la atención a los niños que bajan corriendo las escaleras, ayuda a los pequeños en las horas de comedor que tiene asignadas … y, así, un sinfín de actividades. Una de las más codiciadas por los niños y que a ella personalmente le encanta por el protagonismo que le da, es izar y arriar las banderas de Estados Unidos y de Maryland. Y como curiosidad, si en algún momento se le cae la primera al suelo la tiene que besar 50 veces, una por cada Estado de la Unión; si es la segunda, 1 vez.  


A mí esta manera que tienen los americanos de valorar el trabajo voluntario y la asistencia a los demás me deja puesta porque, además, consiguen desde edades muy tempranas que los niños lo hagan con orgullo provocado por la admiración y el respeto de sus compañeros. En mi colegio, desde luego, nadie hubiera querido asumir tales tareas y, si alguno lo hiciera, estoy segura de que le acabaríamos llamando “pelota”, “chivato” o algo peor. Posiblemente hoy en día en España los padres protestarían diciendo que se les están encargando a los niños tareas que no les competen. Aquí consideran que los niños son perfectamente capaces de realizarlas, se les dan responsabilidades, se les premia con admiración y el sistema público de enseñanza se ahorra un dinero que puede destinar a otras necesidades educativas.