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lunes, 28 de octubre de 2019

Thank you for your service


No es que estuviera escuchando, pero apenas oí “Thank you for your service, sir” (Gracias por su servicio, señor) dirigí la mirada hacia quien acababa de pronunciar esas palabras. Estaba esperando para entregar unos papeles en una oficina de tráfico, tenía treinta personas delante de mí y las sillas ante las distintas ventanillas se iban ocupando y desocupando con gente de todo tipo: la jovencita que entregaba documentación para hacer el examen de conducir, el asiático cargado de papeles meticulosamente ordenados, un latino amable y sonriente seguido de otro bastante malencarado, el señor canoso que llevaba veinte minutos ocupando el turno. No me aburría, pero me faltaba una historia y esas palabras me la estaban regalando.

El funcionario, un hombre de unos cincuenta años, de color, se dirigía al veterano, de poco más de treinta, con rasgos centroamericanos, que acababa de entregarle unos papeles. “¿Es usted veterano, señor?” “Gracias por su servicio, señor”. “No tenía que haber hecho la cola, señor”. “Gracias por su servicio, señor”. “Ahora mismo intento ayudarle, señor”. “Gracias por su servicio, señor”. En los cinco minutos que tardó en resolverle el trámite perdí la cuenta de cuántas veces repitió su agradecimiento. Me estaba quedando puesta.

Los americanos, lo afirmo generalizando pero sin miedo a equivocarme, son muy patriotas. Se ve en las banderas que colocan por todas partes, en las veces que se interpreta el himno en cualquier evento, en cómo se hace un silencio absoluto y se llevan la mano al pecho en cuanto suenan las primeras notas o en que, a diario, los colegios emitan por megafonía la promesa de lealtad (Pledge of Allegiance) que todos alumnos articulan con el máximo respeto. Han crecido con una ética patriótica según la cual son la cumbre de la civilización humana, no hay honor más grande que ser americano y las otras naciones no pueden sino aspirar a ser como ellos. Que sea cierto o no es lo de menos, es un mensaje que la mayoría cree con una fe ciega. Y es un mensaje que saben transmitir muy bien porque, incluso aquellos que acaban de adquirir la nacionalidad americana tras haber cumplido los requisitos, haber aprobado el examen de naturalización y haber prestado juramento, suelen ser más patriotas que el más patriota de todos.

Ese patriotismo se verbaliza en cuanto aparece un veterano. “Thank you for your service, sir”. Y, como yo no soy norteamericana, mi educación española no ha primado el concepto de patriotismo y no estoy acostumbrada a este tipo de fórmulas, me quedo doblemente sorprendida. En primer lugar, por lo genuino del agradecimiento pero, luego, porque no termino de entender qué servicio están agradeciendo. Porque en Estados Unidos, desde 1973, el servicio militar es una fuerza totalmente voluntaria y remunerada, por lo que ese “servicio” es, en realidad, un trabajo. Un trabajo difícil, duro, violento y que entraña muchos riesgos, pero al que los veteranos se presentaron voluntariamente, por el que recibieron un salario y por el que obtienen, muchos años después, prestaciones sociales. Se me ocurren muchos otros trabajadores cuya labor es fundamental (“Thank you for your job, sir/madam”) a los que nadie les agradece nada porque su trabajo no está relacionado con el término “patria” que es, realmente, lo que motiva el agradecimiento.

Sin embargo, un psicólogo me hizo ver que muchos veteranos se sienten incómodos y rechazan que les reconozcan sus servicios con esa fórmula verbal. Unos, porque reviven emociones no deseadas; otros, porque piensan que se dice sin sentirlo de verdad, como una mera fórmula de corrección política; otros, porque piensan que los que lo dicen en realidad buscan quitarse un sentimiento de culpa o vergüenza por no haber prestado el servicio ellos mismos. Puede haber tantas razones como veteranos, pero coinciden en que lo mejor es mostrar el agradecimiento con acciones: votando, ofreciendo un trabajo o una beca, participando en cualquier iniciativa comunitaria en beneficio de los veteranos o como, según me contó una amiga, hizo su jefa cuando estaban en una cafetería del aeropuerto antes de emprender un viaje de trabajo: vio a dos militares uniformados ordenando su comida en la caja, se levantó rauda y veloz dejando a mi amiga con la palabra en la boca, y le dijo al cajero que esa cuenta la pagaba ella. “Thank you for your service”. Mi amiga se quedó puesta y yo, cuando me lo contó, también.

Post-post:
Pulsando aquí podéis escuchar el Pledge of Allegiance que se recita en las escuelas y que en español se traduce así: "Prometo lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América y a la república que representa, una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos".


lunes, 7 de octubre de 2019

Hay Day

Este verano visité una plantación de pimientos. Dicho así no queda muy glamuroso, la verdad, pero si añado que fue a pocos kilómetros de Biarritz y que unos días antes habían estado haciendo algo parecido las primeras damas del G-7, entre ellas nuestra Mrs Trump y Madame Macron, a lo mejor la cosa cambia. Sinceramente, no tenía ni idea de que las mujeres de los principales líderes mundiales habían dedicado una parte de sus apretadas agendas a tal menester y tampoco sé si estuvieron en la misma finca que yo, pero pasé un buen rato recibiendo todo tipo de explicaciones sobre cómo se plantan, cuidan, secan y preparan estos pimientos y, más satisfactorio si cabe, degustando una serie de productos elaborados con los famosos pimientos de Espelette.

Salí de allí con una pequeña selección de lo que podía traer en mi maleta a Estados Unidos y con el convencimiento de que los franceses son fantásticos a la hora de vender sus productos. En España nunca he tenido ocasión (no sé si porque no existen o por desconocimiento mío) de disfrutar, por ejemplo, de una visita guiada a un melonar de Villaconejos, de recibir una clase magistral sobre la denominación de origen de los tomates “bombón colorao” o de entrar en una fresca cueva de queso de Cabrales. Creo que es una idea que no está muy explotada y que tal vez funcionaría, especialmente lo de la cueva del Cabrales a la hora de buscar un refugio en esas interminables jornadas lluviosas del turismo en Asturias. 

A mi regreso a Estados Unidos, acabé un fin de semana en una carretera rural del profundo Maryland. Mientras el coche avanzaba millas yo me iba maravillando cada vez más con lo bien cuidados que estaban los campos, con la perfecta cuadratura de los descomunales maizales, con el armonioso conjunto que en cada propiedad formaban la casa principal, los silos, el granero y el cercado de los caballos. Era igualito al emporio granjero que llegué a levantar en un juego del iPad al que estuve enganchada durante bastante tiempo. Se llamaba Hay Day y consistía en hacer crecer tu propiedad partiendo de unos insumos mínimos. Llegué a tener unas producciones de maíz tan grandes que era imposible recogerlas, los silos se me desbordaban de trigo, no daba abasto para alimentar a los cerdos, las ubres de mis vacas estaban a punto de reventar, no hablaba con mi familia por andar recogiendo huevos... Ahí me di cuenta, sin moverme del sofá y con el dedo índice agarrotado de tanto recorrer la pantalla de la tableta, de lo duro que es el campo.

Llena de profundo respeto por los granjeros americanos, sabedora por experiencia (virtual) propia de lo difícil que es dar salida a los frutos de la tierra cuando no tienes una línea de distribución establecida, y completamente sugestionada por el entorno, decidí pararme en un mercado que vendía los productos de una de esas granjas. Era una nave en un costado de la carretera y había unos cuantos coches aparcados en el exterior. Un cartel decía “De nuestra familia a la tuya”. De inmediato quedé deslumbrada por los tomates y las montañas de las panochas de maíz bicolor. Admiré las pirámides de manzanas. Paseé por entre los calabacines y los pimientos rojos. Las berenjenas me llamaban por mi nombre para que las metiera en mi carrito y el olor de las tartas de frutos rojos todavía calientes hicieron que mis propósitos de seguir a régimen cayeran en el más profundo de los olvidos.

Fui bastante comedida en mi compra, no así el cargo en la tarjeta de crédito, que no reflejaba la ausencia de costes de intermediarios en el precio de venta final. Pero bueno, me dije, de algo tenían que vivir los dueños de esa desconocida y recóndita granja. Al llegar a casa y guardar la compra vi que una de las cajas tenía la dirección de la página web del lugar y caí en la cuenta de que hoy en día se puede estar alejado, pero no aislado. Luego mordí un tomate y por primera vez desde que llegué a este país este vegetal no me supo a plástico, el maíz que asé en la barbacoa se deshacía en la boca y la tarta duró un suspiro. Había merecido la pena la clavada. Pensé que seguramente los productos (virtuales) de mi granjita (virtual) eran (virtualmente) así de buenos y yo los había malvendido. Además, no había pensado en una página web y tampoco en visitas guiadas como en Espelette. Ahora tengo las ideas un poco más claras. Creo que voy a volver a descargarme el juego, si es que todavía existe. Ya os iré avisando de mis cosechas.

lunes, 25 de marzo de 2019

Tocino y velocidad

A principios de marzo iba conduciendo por una autopista estatal y leí uno de esos carteles luminosos suspendidos sobre los carriles que dan avisos a los conductores. Generalmente son textos bastante ingeniosos cuyos mensajes finales suelen ser “si bebes no conduzcas; no mandes mensajes de texto si estás al volante; abróchate el cinturón de seguridad; no corras, que tu familia te espera, o no conduzcas bajo los efectos de las drogas”. A veces publicitan lo que llaman una alerta “Amber”, un aviso de la policía solicitando colaboración ciudadana en el caso de las desapariciones de menores que cumplan una serie de requisitos. Pero en esta ocasión se leía: “Domingo 10 de marzo, cambio de hora. ¿Has cambiado las pilas de la alarma contra incendios”. Me quedé puesta. ¿Qué tenía que ver el tocino con la velocidad?

El horario de verano o el tiempo de ahorro de luz en Estados Unidos se extiende, por ley, desde el segundo domingo de marzo hasta el primer domingo de noviembre y supone adelantar o atrasar una hora los relojes a las dos de la mañana. Afecta a todos los Estados de este país con la excepción de Arizona y Hawaii, que no lo adoptaron. En España, lo solemos aplicar más tarde, a finales de marzo, y nos avisan por muchos flancos así que es difícil despistarse pero, aquí, me sorprendió la noticia. A los americanos, por lo visto, no. Como son tan organizados, tan metódicos y tan previsores, tienen meridianamente claro que ese domingo, invariablemente, se cambia la hora y, además, vinculan ese día con el que hay que cambiar las baterías de las alarmas de fuego y humo de las casas, para no olvidarse de que hay que sustituirlas todos los años y para garantizar su seguridad.

Logo de la USFA
Nunca dejará de asombrarme la cantidad de incendios que hay en este país y cómo una casa maravillosa puede quedar en minutos reducida a cenizas. Los materiales y la forma de construir (ver entrada Tocar madera) son los principales culpables. La USFA, la oficina para la administración de incendios, el equivalente a nuestro cuerpo de bomberos, asegura que Estados Unidos tiene el índice más alto del mundo desarrollado en muertes por incendios. Cada año el fuego mata a unas 3.000 personas y deja más de 20.000 heridos y la mayoría de los incendios tiene lugar en viviendas que carecen de alarmas o cuyas pilas están gastadas.

En nuestro Estado de Maryland, la ley dice que debe instalarse al menos una alarma contra incendios en el interior de cada casa y que el ocupante de la misma (sea el propietario o el inquilino) es el responsable de su funcionamiento. La ley es muy específica sobre dónde se tienen que colocar los sensores en el momento de su instalación, prioriza su localización en las entradas de cada dormitorio y no permite que se coloquen a determinada distancia entre la pared y el techo, porque es donde se producen ángulos muertos que no dejan detectar el humo. 

Nosotros tenemos cinco detectores de humo en casa, de los cuales doy fe de que al menos uno funciona porque me lo demuestra todos los días. Es el que está ante la puerta  de la cocina y es de lo más impertinente. Odia las tostadas del desayuno y cada mañana tengo que hacer uso de una cuchara de madera con el mango extralargo que dejo a mano ex profeso para alcanzar el botoncito del techo que apaga el pitido ensordecedor (la ley dice que tiene que estar a un volumen lo suficientemente elevado para despertar a una persona en su dormitorio con la puerta cerrada). Ese movimiento de estiramiento vertical con la mano derecha armada con el cucharón de madera lo acompaño de un estiramiento horizontal con la mano izquierda, que se ocupa de abrir y cerrar a toda velocidad la puerta de la cocina para dispersar lo que sea que detecta la alarma y que yo no alcanzo a ver. Una postura un tanto heterodoxa y que requiere de una pericia de la que no todo el mundo dispone, dicho sea de paso.

Da igual dónde coloques la tostadora, no conseguirás engañar al detector. El tiene su particular fijación con el pan; ya puede estar la cocina llena de humo de otras preparaciones, que no rechistará, pero no pongas una rebanada de pan en la tostadora porque como se caiga una miguita enana en la resistencia, el sensor bramará como si tuvieras la sirena del camión de bomberos en el pasillo. 

Hace dos domingos, tal y como me indicó el aviso luminoso de la autopista, cambié al levantarme la hora de todos los relojes de la casa y, medio dormida, preparaba el desayuno, unos deliciosos huevos con bacon. Mientras se freía el tocino, coloqué el pan en la tostadora. Indefectiblemente, el sensor de humo se puso en funcionamiento y corrí a buscar la cuchara de madera para apagarlo. No estaba en su sitio. Abrí todos los cajones y no aparecía. Intenté con un cuchillo pero no llegaba al techo; agarré la espumadera pero el extremo no se ajustaba al botón de apagado. Los pitidos eran ensordecedores y ningún utensilio parecía servir para acallarlos. Entonces fui a toda velocidad a buscar un taburete y para cuando conseguí subirme, pulsar el botón del detector y volverme a bajar ya se me había quemado el tocino. Para que luego haya algún insensato que diga que el tocino no tiene nada que ver con la velocidad y el cambio de hora con las alarmas contra incendios. Seguro que, ése, en Estados Unidos no vive. 

Fotos:

lunes, 5 de noviembre de 2018

Puesta y compuesta

Parece ser que Halloween ya no es cosa de niños. Este año las casas de mi vecindario han tenido muy poca decoración fantasmagórica, los cánticos de “trick or treat” dejaron de oírse muy pronto y el timbre de la puerta enseguida enmudeció. Hasta me han sobrado caramelos en la cesta que otros años tenía que rellenar, entre grandes protestas y acusaciones de latrocinio, con las chuches que mis  hijos habían cogido de otras casas.

Sin embargo, se calcula que los americanos han gastado en 2018 más de 9.000 millones de dólares celebrando Halloween y, según un estudio que viene siguiendo desde el año 2003 los hábitos de consumo en estas fechas, lo que más ha crecido es la venta de trajes para adultos y mascotas.  El aumento de las redes sociales ha cambiado, según dicen,  la forma de celebrar esta festividad y, de repente, el “trick or treating”, ese ir de una casa a otra pidiendo caramelos, se ha convertido en una fracción mínima de todas las celebraciones, más orientadas hacia los adultos y que copan el fin de semana anterior con desfiles o fiestas en casas o en bares.

La semana previa a Halloween me contaba un amigo americano que, por primera vez en su vida, había tenido una reunión de negocios con toda, absolutamente toda la mesa disfrazada. Era un edificio de varias plantas y desde el control de seguridad hasta el despacho más pequeño había sido transformado por el ambiente festivo: uno se había convertido en un estudio de grabación lleno de hippies, otro en un cementerio, otro en un barco pirata…. y, a pesar de lo surrealista de discutir los puntos del contrato con un cantante heavy, un constructor, un superhéroe o un dinosaurio, la reunión fue un éxito.

La tienda donde fui a inspirarme para mi fiesta de disfraces del fin de semana estaba llena de adultos comprando cosas para adultos. Es una nave enorme que surge de la nada en el mes de septiembre y que desaparece poco después de Halloween: una “pop-up store” o tienda temporal. Una de las miles que surgen en esta época del año y que se transforman en auténticos museos de la fantasmagoría. Una experiencia que no hay que perderse.

En la carretera ya hay dos personas disfrazadas haciendo ademanes y bailes para atraer tu atención e indicarte dónde tienes que ir; apenas aparcas y empujas la puerta te reciben aullidos y gritos escalofriantes y un sinfín de muñecos aterradores de tamaño natural empiezan a gritar y sacudir sus cuchillos o las cabezas recién arrancadas de sus víctimas. Un descomunal dedo huesudo de larga uña te hace indicaciones para que te acerques y la máquina de humo que está a la venta por 49$ llena el espacio de una neblina de ultratumba.  Sabes que has llegado al sitio ideal para comprar el galón de sangre artificial, el traje completo de rey de la música disco, la peluca de tu personaje favorito o la telaraña gigante con la que cubrir el seto de la entrada de tu casa.

Yo salí con un tocado de “catrina” para la fiesta a la que iba a ir el sábado antes de mi otro gran evento de la noche en la otra punta de la ciudad: el desfile de zombies. Llevaba días imaginándome rodeada de muertos vivientes y una emoción pútrida me iba dominando. Sin embargo, hasta para los asuntos de ultratumba hay que ser puntual en Estados Unidos, lo que entraba en plena contradicción con mi nueva condición de cadáver mexicano. Perfectamente organizados y con un coche policial abriéndoles el paso, los zombies ya se habían ido y nadie sabía dar cuenta de ellos. En una hora no quedaba nada. Si les habían dicho que el desfile era de 9 a 10, a las diez menos cuarto no quedaba nadie. En esta ocasión no solo me quedé “puesta”, también “compuesta”.

Post-post:
Rivera, Kahlo, la Catrina y Posada en un fragmento del mural de 1947
La catrina (en México catrín es calificativo de elegante) es un icono de la cultura popular mexicana. La creó a principios del siglo XX el caricaturista mexicano José Guadalupe Posada como un personaje llamado “La calavera garbancera” en una forma de burlarse de los vendedores de garbanzos que estaban adquiriendo la categoría de nuevos ricos y adoptaban costumbres europeas negando sus raíces indígenas. Posada creó una calavera sonriente con un sombrero de ala ancha adornado de flores y plumas y decía que “la muerte es democrática ya que, a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calavera”. Años después, Diego Rivera, el muralista mexicano pareja de Frida Kahlo, la transformó en la imagen mexicana por excelencia de la muerte en su obra “Sueño de una tarde dominical en la Alameda central” (1945-47).

lunes, 25 de junio de 2018

Lecturas de verano.

Esta mañana entré en crisis. No fue porque un año más el verano me haya ganado la carrera y los 30º de temperatura con un 87% de humedad que ya tenemos en el exterior me hayan sorprendido sin haber hecho el cambio de armario. No. Eso me pasa todos los años y de una manera u otra consigo encontrar entre los jerseys de lana alguna camiseta que ponerme y salvar la situación. Es mucho peor. Ya estoy casi haciendo la maleta para irme de vacaciones y no tengo material de lectura para el verano.

Así que fui in extremis a una de las pocas librerías que siguen existiendo para buscar alguna obra que me atrajera por su título, por el diseño de su portada, por la temática, en fin, por cualquier cosa. Iba a dispuesta a dejarme seducir fácilmente; las situaciones de crisis tienen eso, que no te permiten ser muy exigente. Fracasé estrepitosamente y volví a casa con las manos vacías.  De vuelta en el coche me dio por pensar que el teléfono e internet me habían sorbido completamente la sesera, que habían modificado de manera terrible mis hábitos de lectura y que me hacían repeler todo aquello cuya extensión superara un tweet o cuyo contenido no me permitiera leerlo en diagonal y darme la falsa impresión de estar informada. Como el verano está aquí me dio por pensar que mis lecturas se parecen cada día más a esos bronceados instantáneos con azúcar de caña que te permiten lucir un moreno artificial y que a los pocos días se esfuman sin dejar rastro en tu cuerpo: una capa superficial de información que no deja poso en el cerebro y que se va tal cual ha venido, sin esfuerzo, sin constancia, sin horas invertidas en la lectura.

Soy dramática en mis pensamientos y me dejo llevar hasta terrenos que bordean el absurdo pero recupero la cordura fácilmente. Algo hay de adicción a internet, es cierto, pero creo que aún no soy un caso perdido. No es eso lo que me está pasando sino que aún no he conseguido ponerme en “formato vacaciones” y, sobre todo, no he conseguido separar el “formato A” del “formato B”. Dejadme que me explique.

Mis lecturas de verano han de adaptarse a dos escenarios completamente diferentes, el norte y el levante españoles. No es lo mismo leer a la hora de la siesta, tumbada sobre la cama, tapada con una colchita, mientras una lluvia incesante martillea los cristales de las ventanas que dan al mar Cantábrico o a las laderas donde pastan las vacas asturianas, que leer en una playa del Mediterráneo sin mareas, bajo la sombrilla, intentando cubrirte los pies con arena para evitar que el sol ardiente te los calcine. El primer escenario me permitió en veranos pasados disfrutar largos tomos de autores rusos del siglo XIX o sagas familiares de la literatura de nuestra época, mientras el segundo escenario lo he entretenido con literatura ligera que aguantaba los embites de la arena y del bronceador mientras me refocilaba con la holganza y la molicie estival.

Ninguno de los libros que ojeé y hojeé en la librería esta mañana me anticipaban horas de deleite en esas circunstancias. La trama de un presidente desaparecido, un viaje espiritual en un paisaje helado en la frontera con Canadá o la adaptación de una familia china a la vida en San Francisco pueden ser lecturas interesantes cuando regrese a Estados Unidos después del verano pero no invitaban a meterlas en  mi maleta rumbo a España. Ahí se quedaron.  Tras los oscuros pensamientos en el coche decidí ser positiva. Ya encontraré alguna joya este verano en una balda de una librería clásica de Gijón o en la mesita de noche de mi madre. A mi regreso os contaré. Mientras tanto, feliz verano a todos. En septiembre me volveréis a encontrar en este Puesto traspuesto.

Post-post:
The Vacationers”, de Emma Straub, y “The Rocks”, de Peter Nichols, me acompañaron una parte de los veranos anteriores. Desarrolladas ambas en Mallorca, para mí tuvieron el interés de descubrir cómo reflejaban sus autores la vida en la isla, su gente, su comida y sus costumbres. Veraneantes como yo que no veían lo mismo que yo o que lo interpretaban de otra manera porque nuestras referencias culturales son totalmente distintas. Cuando menos, curioso.

lunes, 12 de junio de 2017

Bye, bye mall

La primera vez que oí la palabra “mall” (pronunciado “mol”) fue en Ecuador. Acabábamos de llegar y debíamos de estar buscando algo para completar la instalación. Alguien nos recomendó que fuéramos al Mall El Jardín y yo no tenía ni idea de lo que me estaban hablando. Pronto ese centro comercial se convertiría en un lugar habitual donde satisfacer nuestras escasas ansias consumistas.

Cuando de adolescente viví en Colombia y recorría incansable y encantada los concurridos pasillos de Unicentro, nadie lo llamaba mall, era simplemente un centro comercial.  En mis años universitarios en Madrid no fui a ninguno porque en aquella época no era el estilo de comercio que abundaba en España y el único que conocía, La Vaguada, me quedaba lejísimos.

Nuestros años en el Golfo Pérsico, especialmente durante las visitas a Dubai, me dejaron saturada de malls. Auténticos centros temáticos inspirados en la Italia renacentista, la Toscana, Venecia, Londres, los viajes del explorador Ibn Batuta por Andalucía, Túnez, Egipto, Persia, India y China… Cientos de agotadores kilómetros  ocupados por la sucesión de las tiendas más internacionales que se veían interrumpidas por locuras imposibles como pistas de esquí con una temperatura exterior de 50ºC, canales con góndolas bajo cielos artificiales que cambiaban de luz según la hora del día, zoos subacuáticos o túneles de aire donde practicar paracaidismo y caída libre. Delirante, auténticas hipérboles de lo que yo había conocido hasta la fecha.

Uno de los primeros centros comerciales
Y todo había empezado aquí. Los primeros malls nacieron en los Estados Unidos de 1950 y revolucionaron la manera de consumir de las clases medias y acomodadas de medio mundo. Crecieron como setas en los suburbios de las ciudades norteamericanas que no tenían un centro urbano reconocible convirtiéndose en símbolos de la cultura urbana y en centros comunitarios imprescindibles ante la ausencia de los tradicionales downtowns.

Pero ahora parece ser que han entrado en franca decadencia. De costa a costa los malls están cerrando por centenas y cada vez hay más tiendas vacías en sus pasillos. Y eso es, según dicen los expertos, el principio de su fin porque buenas tiendas atraen tiendas mejores, que suponen más clientes y más dinero y hay que ser muy raro para ir a un centro comercial vacío donde nadie le contagie a uno no comprar nada. Para eso te vas a dar un paseo por el bosque.

Resulta que los malls empiezan a perder fuelle no por la crisis o por la caída en el consumo, sino por cambios en las formas de consumir: el e-commerce no deja de crecer mientras el comercio tradicional languidece. Y ahí contribuyo yo con mi granito de arena. Como no tengo tiendas cerca, tengo que coger el coche para todo; pero el servicio de correos funciona de maravilla, hay una estupenda conexión a internet y sé que a las cuarenta y ocho horas tengo en la puerta de mi casa lo que acabo de comprar a golpe de ratón. Bye, bye mall. Confieso que he llegado a comprar en Amazon las minas de la lapicera de los niños por no perder media mañana en ir al megacentro especializado en material de oficina. He descubierto que es más rápido, más barato y más práctico comprar por internet. Y que compro sólo lo que estoy buscando. Y que paseo más por el bosque. Qué cosas.

Fotos: Walid Mahfoudh, Wikimedia.