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lunes, 7 de octubre de 2019

Hay Day

Este verano visité una plantación de pimientos. Dicho así no queda muy glamuroso, la verdad, pero si añado que fue a pocos kilómetros de Biarritz y que unos días antes habían estado haciendo algo parecido las primeras damas del G-7, entre ellas nuestra Mrs Trump y Madame Macron, a lo mejor la cosa cambia. Sinceramente, no tenía ni idea de que las mujeres de los principales líderes mundiales habían dedicado una parte de sus apretadas agendas a tal menester y tampoco sé si estuvieron en la misma finca que yo, pero pasé un buen rato recibiendo todo tipo de explicaciones sobre cómo se plantan, cuidan, secan y preparan estos pimientos y, más satisfactorio si cabe, degustando una serie de productos elaborados con los famosos pimientos de Espelette.

Salí de allí con una pequeña selección de lo que podía traer en mi maleta a Estados Unidos y con el convencimiento de que los franceses son fantásticos a la hora de vender sus productos. En España nunca he tenido ocasión (no sé si porque no existen o por desconocimiento mío) de disfrutar, por ejemplo, de una visita guiada a un melonar de Villaconejos, de recibir una clase magistral sobre la denominación de origen de los tomates “bombón colorao” o de entrar en una fresca cueva de queso de Cabrales. Creo que es una idea que no está muy explotada y que tal vez funcionaría, especialmente lo de la cueva del Cabrales a la hora de buscar un refugio en esas interminables jornadas lluviosas del turismo en Asturias. 

A mi regreso a Estados Unidos, acabé un fin de semana en una carretera rural del profundo Maryland. Mientras el coche avanzaba millas yo me iba maravillando cada vez más con lo bien cuidados que estaban los campos, con la perfecta cuadratura de los descomunales maizales, con el armonioso conjunto que en cada propiedad formaban la casa principal, los silos, el granero y el cercado de los caballos. Era igualito al emporio granjero que llegué a levantar en un juego del iPad al que estuve enganchada durante bastante tiempo. Se llamaba Hay Day y consistía en hacer crecer tu propiedad partiendo de unos insumos mínimos. Llegué a tener unas producciones de maíz tan grandes que era imposible recogerlas, los silos se me desbordaban de trigo, no daba abasto para alimentar a los cerdos, las ubres de mis vacas estaban a punto de reventar, no hablaba con mi familia por andar recogiendo huevos... Ahí me di cuenta, sin moverme del sofá y con el dedo índice agarrotado de tanto recorrer la pantalla de la tableta, de lo duro que es el campo.

Llena de profundo respeto por los granjeros americanos, sabedora por experiencia (virtual) propia de lo difícil que es dar salida a los frutos de la tierra cuando no tienes una línea de distribución establecida, y completamente sugestionada por el entorno, decidí pararme en un mercado que vendía los productos de una de esas granjas. Era una nave en un costado de la carretera y había unos cuantos coches aparcados en el exterior. Un cartel decía “De nuestra familia a la tuya”. De inmediato quedé deslumbrada por los tomates y las montañas de las panochas de maíz bicolor. Admiré las pirámides de manzanas. Paseé por entre los calabacines y los pimientos rojos. Las berenjenas me llamaban por mi nombre para que las metiera en mi carrito y el olor de las tartas de frutos rojos todavía calientes hicieron que mis propósitos de seguir a régimen cayeran en el más profundo de los olvidos.

Fui bastante comedida en mi compra, no así el cargo en la tarjeta de crédito, que no reflejaba la ausencia de costes de intermediarios en el precio de venta final. Pero bueno, me dije, de algo tenían que vivir los dueños de esa desconocida y recóndita granja. Al llegar a casa y guardar la compra vi que una de las cajas tenía la dirección de la página web del lugar y caí en la cuenta de que hoy en día se puede estar alejado, pero no aislado. Luego mordí un tomate y por primera vez desde que llegué a este país este vegetal no me supo a plástico, el maíz que asé en la barbacoa se deshacía en la boca y la tarta duró un suspiro. Había merecido la pena la clavada. Pensé que seguramente los productos (virtuales) de mi granjita (virtual) eran (virtualmente) así de buenos y yo los había malvendido. Además, no había pensado en una página web y tampoco en visitas guiadas como en Espelette. Ahora tengo las ideas un poco más claras. Creo que voy a volver a descargarme el juego, si es que todavía existe. Ya os iré avisando de mis cosechas.

lunes, 8 de octubre de 2018

Los niños del maíz

La chica corre desesperada. Abandona el camino de la granja y se adentra en el maizal. Con las manos aparta como puede las hojas de las plantas, que le arañan la cara. Las motas de polvo brillan a la luz de un sol inmisericorde. Ya no puede más. Se agacha y se esconde cobijándose en la densidad de la plantación. Trata de contener la respiración entrecortada y escucha. Se están acercando.

Siempre que pienso en granjas americanas me viene a la mente una escena parecida y no puedo evitar que esos campos de maíz me resulten aterradores. He visto demasiadas películas, lo sé, pero también con los años me he vuelto mucho más miedica. Aquellos largometrajes de terror que con 15 años me entusiasmaban y no me dejaban apartarme de la pantalla hoy me resultan insoportables y al primer susto salgo huyendo como alma que lleva el diablo.

Así que con el estómago un poco encogido, las piernas algo blandas, el pulso un tanto acelerado y la respiración desacompasada, decidí tragarme mis miedos y acercarme a uno de esos maizales descomunales para realizar una de las actividades más emblemáticas del otoño en Estados Unidos: recorrer un “corn maze” o lo que para nosotros sería un laberinto de maíz.

Elegimos una granja que se precia del tener el corn maze más grande del Estado de Maryland. Su actividad principal es producir en sus 327 acres (unas 130 hectáreas) miles de balas de heno para alimentar a los caballos de la zona. Para diversificar y buscar otras formas de ingresos hace 18 años que los dueños decidieron inaugurar el primer laberinto de maíz de la zona. Un mapa te sirve de guía para recorrer el intrincado diseño de once kilómetros y medio y tienes que pasar por 18 puestos de control, lo que te permite hacer carreras o competiciones con tus amigos. Tan pendiente estaba del mapa y de que no nos ganaran los otros equipos que ni me acordé de mi supuesto trauma.

Los laberintos de maíz son una atracción turística muy popular. Para tener un laberinto listo para la temporada hay que elegir una variedad de maíz que permita tener plantas altas y robustas y ha de plantarse unas dos o tres semanas más tarde que el maíz para grano, es decir en la segunda quincena del mes de mayo. Elegir el tema es importante y para hacer los senderos se utilizan, según el presupuesto, motosierras, herbicidas o segadoras. Siempre hay que cortar la planta desde lo más profundo para evitar que rebrote. 

Suele ser tal la inmensidad del maizal que únicamente con una vista aérea o con un plano se puede apreciar la precisión de los complicados diseños. El que nosotros recorrimos tenía el lema de “We support you, KK!” (¡Te apoyamos, KK!) y es un homenaje a una niña de la comunidad que está librando una batalla contra el cáncer y para cuyo tratamiento se destina una parte de lo recaudado (11.000 dólares hasta el día de ayer).

El otro producto estrella del otoño son las calabazas y, por supuesto, esta es la ocasión propicia para subir a un tractor que te lleva al campo de cultivo en donde eliges las que más te gustan, las arrancas de la mata y las pagas al peso a la salida. Tienes entretenimiento asegurado mientras las vacías en tu casa, las perforas con temática de Halloween (ver entrada Trick or treat), las dejas en la puerta de tu vivienda hasta el 31 de octubre y el primer sábado después de la noche de disfraces haces el “pumpin chuckin”, que en nuestro vecindario consiste en tirar las calabazas ya pochas por la ladera y tratar de alcanzar el arroyo. Allí se las terminarán de comer los ciervos, los coyotes, los mapaches o las hormigas.  Solamente con las que nosotros compramos alimentaremos a un buen rebaño de animales.

Pero las actividades en estas granjas son múltiples: tirolinas, “ruedas de ratón” frenadas por balas de heno, tren de bidones de leche arrastrados por un tractor, toboganes de sacos de yute, escalada de balas de paja, tiro al lazo, dar de comer a los animales de la granja… etc. Diversión asegurada para grandes y pequeños cuyas edades se encuentran en los entretenimientos más sencillos. O en los más beligerantes, como los cañones de manzanas donde la rica fruta es el proyectil para hacer diana en unos bidones o unos coches situados en la distancia. El año pasado los cañones eran de calabazas. Una buena pieza de artillería. Estoy segura de que en una granja con ese tipo de armamento no habrá malvado que se atreva a perseguir a nadie. Al menos yo me sentí tranquila.

Post-post:
La película “Los niños del maíz”, basada en una novela de Stephen King  y rodada en 1984, explota las plantaciones de maíz para inspirar miedo. En un pueblo agrícola en Nebraska, un ser demoníaco incita a los jóvenes a matar a todos los adultos mediante unos rituales terribles para garantizar el éxito de la cosecha del maíz. Considerada como una película de culto dentro del cine de terror, su éxito comercial llevó a que se filmaran 6 secuelas y un remake. Yo no la vi en su momento y me moriré sin verla. Eso seguro.

Y si queréis saber un poco más de la granja a la que fuimos podéis pinchar aquí.