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lunes, 11 de marzo de 2019

Hallazgo de lo ignorado

“Hallazgo de lo ignorado”. Leí esas palabras en un cartel cuando paseaba este verano por Gijón. Se me quedaron, de alguna manera, enganchadas en el cerebro, casi sin darme cuenta y sin que me hubiera fijado en lo que querían anunciar. Me gustó la frase. Podían haber puesto “descubrimiento” pero no hubiera resultado tan evocador. La combinación de estos vocablos estuvo acompañándome un rato en mis pensamientos. ¿Por qué habían usado el verbo “hallar” en vez de “encontrar”? ¿Se puede encontrar algo tan amplio como “lo ignorado”? Hasta que otra cosa me distrajo.

Días después descubrí que se trataba del título de una muestra de las fotografías que hizo en 1925 Ruth Anderson, una joven norteamericana que estuvo cuatro meses en Asturias cumpliendo un encargo de la Hispanic Society of America, la institución que comprende la biblioteca y el museo más importantes dedicados a la cultura hispánica en Estados Unidos. Una mirada cautivadora sobre las tradiciones y la vida cotidiana de la Asturias por la que correteaba mi abuela en su niñez. Y fui a visitarla. ¿Quién habría hallado lo ignorado, la fotógrafa, cuando retrataba, o el visitante (o sea, yo), un siglo después, cuando saliera de aquella sala de exposiciones? 

Familia plantando patatas el 9 de marzo de 1925, en Asturias
Escribo estas líneas en el Día Internacional de la Mujer y no puedo evitar pensar que si hoy las mujeres estamos donde estamos es gracias a personas como esta fotógrafa, valientes, curiosas, inteligentes, arrojadas, capaces de cruzar un océano para adentrarse en unas tierras ignotas en vez de quedarse reproduciendo clichés (en sentido literal y figurado) en el Nueva York de donde había partido. Y también gracias a hombres como su jefe, Archer M. Huntington, que confió y supo ver en ella las cualidades necesarias para asignarle la misión de documentar, en los sucesivos viajes que realizó a España, las tradiciones, las costumbres, las gentes y todos los aspectos de la cultura hispánica que quería recopilar y divulgar en Estados Unidos. 

Ruth Anderson no viajaba sola. La acompañaba su padre, fotógrafo profesional y su primer maestro en un oficio que había aprendido en el estudio que tenía su familia en Nebraska. El itinerario que realizaron, entrando en Asturias desde Galicia, se vio afectado por la geografía de la región, especialmente en las zonas de montaña. Siguiendo instrucciones de su jefe no documentó las industrias modernas o la red de ferrocarriles que utilizó para desplazarse, sino la Asturias tradicional y la vida de la gente. A la vez, iba anotando en un diario sus descubrimientos para ser luego capaz de recordar con mayor precisión y contarlo en Estados Unidos a su vuelta.

Acompañando a la fotografía de “Familia plantando patatas”, escribió: “1. Se palotea la tierra. 2. Se pone la patata cortada. 3. Se echa el cucho a cada patata. Cucho es abono de vaca. 4. Se echa escama de la sardina. Plantan las patatas los primeros días de marzo y las cosechan en agosto”. Esa estampa la capturó un 9 de marzo; casi un día como hoy. Y yo vi en la niña de esa fotografía, a sabiendas de que no lo era, a mi abuela, en las tierras de detrás de la casa familiar, Ca Antón, una ladera tan empinada como la de la fotografía. Una escena de las tantas que me podía haber contado en mi niñez, cuando me hablaba de la suya, y que yo bien podía haber olvidado. 
 
Ruth Anderson en Salas, 1925
En otra imagen vi a la autora vestida con una capa posando junto a una construcción de piedra, pisando un suelo de tierra, con un arco y una torre al fondo. Y pensé en qué distinta debía de ser esa mujer de las que vivían en esa zona, en que su visita debió de haber sido todo un acontecimiento en un pueblo donde todos se conocían y en el que pasaban pocas cosas. La imagen no me dejaba moverme de allí y, de pronto, me di cuenta. Estaba posando junto a la Colegiata de Santa María, en Salas, en la villa más cercana al pueblo de mi familia paterna y la niña que sube la calle bien podría haber sido mi abuela, o una de sus hermanas. De pronto las imágenes vagas que había creado en mi interior con las historias de mi abuela se materializaron en una imagen concreta. Estaba viendo lo mismo que ella cuando era pequeña, tal y como ella lo había visto. Una imagen desconocida para mí. O ignorada. Un hallazgo. Y el título de la exposición cobró sentido. Y me quedé puesta.


Post-post:

La Hispanic Society of América fue fundada en Nueva York en 1904 por Archer M. Huntington con el propósito de recopilar, conservar, estudiar, exhibir y estimular un mayor conocimiento de obras relacionadas con el arte, la literatura y la historia de España y Portugal o de aquellos países donde estos dos idiomas fueran de uso predominante, lo que incluye Latinoamérica, sur de los Estados Unidos, Filipinas o la India portuguesa. El Museo contiene más de 18.000 objetos y obras de todos los formatos y épocas, desde la prehistoria hasta la actualidad. La Biblioteca ofrece más de 250.000 libros, 200.000 documentos, 175.000 fotografías y 15.000 impresiones, una magnífica colección de recursos para investigadores. Esta institución recibió en 2017 el premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional. No he conseguido visitarla y ver, entre otras cosas, los 14 lienzos de Sorolla que forman la colección "Visión de España". Lleva años en proceso de reforma. Desde el año 2017 y mientras duren los trabajos de rehabilitación hasta otoño de este año, 200 de sus obras más importantes se exponen en el Museo del Prado de Madrid; otra parte de su colección está ubicada desde el año pasado en el Museo de Arte e Historia de Alburquerque. 

Fotos: Catálogo de la exposición y Wikimedia commons

lunes, 25 de junio de 2018

Lecturas de verano.

Esta mañana entré en crisis. No fue porque un año más el verano me haya ganado la carrera y los 30º de temperatura con un 87% de humedad que ya tenemos en el exterior me hayan sorprendido sin haber hecho el cambio de armario. No. Eso me pasa todos los años y de una manera u otra consigo encontrar entre los jerseys de lana alguna camiseta que ponerme y salvar la situación. Es mucho peor. Ya estoy casi haciendo la maleta para irme de vacaciones y no tengo material de lectura para el verano.

Así que fui in extremis a una de las pocas librerías que siguen existiendo para buscar alguna obra que me atrajera por su título, por el diseño de su portada, por la temática, en fin, por cualquier cosa. Iba a dispuesta a dejarme seducir fácilmente; las situaciones de crisis tienen eso, que no te permiten ser muy exigente. Fracasé estrepitosamente y volví a casa con las manos vacías.  De vuelta en el coche me dio por pensar que el teléfono e internet me habían sorbido completamente la sesera, que habían modificado de manera terrible mis hábitos de lectura y que me hacían repeler todo aquello cuya extensión superara un tweet o cuyo contenido no me permitiera leerlo en diagonal y darme la falsa impresión de estar informada. Como el verano está aquí me dio por pensar que mis lecturas se parecen cada día más a esos bronceados instantáneos con azúcar de caña que te permiten lucir un moreno artificial y que a los pocos días se esfuman sin dejar rastro en tu cuerpo: una capa superficial de información que no deja poso en el cerebro y que se va tal cual ha venido, sin esfuerzo, sin constancia, sin horas invertidas en la lectura.

Soy dramática en mis pensamientos y me dejo llevar hasta terrenos que bordean el absurdo pero recupero la cordura fácilmente. Algo hay de adicción a internet, es cierto, pero creo que aún no soy un caso perdido. No es eso lo que me está pasando sino que aún no he conseguido ponerme en “formato vacaciones” y, sobre todo, no he conseguido separar el “formato A” del “formato B”. Dejadme que me explique.

Mis lecturas de verano han de adaptarse a dos escenarios completamente diferentes, el norte y el levante españoles. No es lo mismo leer a la hora de la siesta, tumbada sobre la cama, tapada con una colchita, mientras una lluvia incesante martillea los cristales de las ventanas que dan al mar Cantábrico o a las laderas donde pastan las vacas asturianas, que leer en una playa del Mediterráneo sin mareas, bajo la sombrilla, intentando cubrirte los pies con arena para evitar que el sol ardiente te los calcine. El primer escenario me permitió en veranos pasados disfrutar largos tomos de autores rusos del siglo XIX o sagas familiares de la literatura de nuestra época, mientras el segundo escenario lo he entretenido con literatura ligera que aguantaba los embites de la arena y del bronceador mientras me refocilaba con la holganza y la molicie estival.

Ninguno de los libros que ojeé y hojeé en la librería esta mañana me anticipaban horas de deleite en esas circunstancias. La trama de un presidente desaparecido, un viaje espiritual en un paisaje helado en la frontera con Canadá o la adaptación de una familia china a la vida en San Francisco pueden ser lecturas interesantes cuando regrese a Estados Unidos después del verano pero no invitaban a meterlas en  mi maleta rumbo a España. Ahí se quedaron.  Tras los oscuros pensamientos en el coche decidí ser positiva. Ya encontraré alguna joya este verano en una balda de una librería clásica de Gijón o en la mesita de noche de mi madre. A mi regreso os contaré. Mientras tanto, feliz verano a todos. En septiembre me volveréis a encontrar en este Puesto traspuesto.

Post-post:
The Vacationers”, de Emma Straub, y “The Rocks”, de Peter Nichols, me acompañaron una parte de los veranos anteriores. Desarrolladas ambas en Mallorca, para mí tuvieron el interés de descubrir cómo reflejaban sus autores la vida en la isla, su gente, su comida y sus costumbres. Veraneantes como yo que no veían lo mismo que yo o que lo interpretaban de otra manera porque nuestras referencias culturales son totalmente distintas. Cuando menos, curioso.

lunes, 10 de abril de 2017

Virginia is for lovers

Eso es lo que dicen los carteles que te dan la bienvenida al Estado de Virginia cuando atraviesas la línea de demarcación. Un corazón rojísimo palpita de alegría al recibirte y yo no puedo evitar sonreír. Este lema turístico se ha convertido en una frase icónica y ha sido uno de los grandes éxitos publicitarios de los últimos 50 años. Al parecer, en sus orígenes, la frase era más específica (Virginia is for History lovers, Virginia is for beach lovers, Virginia is for mountain lovers) pero fue su generalización lo que la catapultó a la fama.

Nosotros vivimos en Maryland, donde nuestro Gobernador, mucho más pragmático, decidió imponer hace un par de años “We are open for businesses” (“Estamos abiertos a los negocios”).  Desconozco si también al principio el lema se restringía a negocios específicos (de cangrejos, de lácteos o de procesado de alimentos) o si es que antes estaban cerrados (a los negocios) pero a mí, francamente, no me gusta mucho. Es más, si me hubiera basado en los eslóganes para elegir mi Estado de residencia seguramente ahora viviría en otro sitio. Incluso en Idaho, cuyo reclamo, al menos, es gracioso: “Great potatoes. Tasty destinations” (“Buenas patatas. Sabrosos destinos”).

El caso es que cada uno de los 50 Estados norteamericanos ha adoptado frases oficiales para atraer visitantes y tiene carteles similares de bienvenida en las carreteras que entran en su territorio. Además, los Estados tienen “nicknames” o apodos que junto a los anteriores te dan la bienvenida y que se suelen colocar en las matrículas de los coches. Y a mí estos me encantan porque dan pistas sobre lo que los gobernantes quieren destacar de su Estado, ya sea la geografía, la riqueza, la historia, la cultura… Alaska es “La gran frontera”, Arizona es "El Estado del Gran Cañón”, Delaware es “El primer Estado” (en ratificar la Constitución), Michigan es "El Estado de los Grandes Lagos”, Mississipi es "El Estado de las magnolias” o California es "El Estado dorado”. Maryland es “The Old Line State” recordando la “Maryland Line”, aquellos soldados que lucharon en la Revolución Americana, y Virginia es “The Old Dominion” (haciendo posiblemente referencia a que fue el primero -y por ello el más antiguo- de los dominios ingleses en ultramar).

En sus escudos, todos los Estados tienen mottos o lemas que adoptaron en su momento (la mayoría en el siglo XIX) con la intención de describir formalmente el espíritu que los inspiraba. De la misma manera que “In God we trust” es el lema oficial de Estados Unidos, cada uno de los Estados que lo integran tiene un lema propio y no solo en inglés, sino en latín (la mayoría), griego, italiano, francés, samoano, una lengua indígena o… español.

“¿Uno solamente? Qué raro” –pensé- “Bueno, será Texas, California, Arizona, Louisiana, Nuevo México, Puerto Rico, en fin, alguno de los que limitan con México o que hayan formado parte de España en el pasado”. Pues no, y cuando lo supe me quedé puesta: Montana. Justo en el otro extremo, en la frontera con Canadá. O sea, que mi instinto deductivo, una vez más, fracasó estrepitosamente.

El lema de Montana dice “Oro y plata” y refleja el descubrimiento de oro en las montañas de Nevada en 1862 y seguidamente de plata en 1865, lo que originó una “fiebre del oro” en la región y su desarrollo. La razón de ponerlo en español fue tan prosaica como que sonaba bien en el idioma de Cervantes (es más, el lema inicial estaba en un mal español y decía “Oro el plata”; afortunadamente, alguien con un poco más de conocimiento lingüístico lo corrigió).
 
Pero aquí los Estados tienen símbolos oficiales de todas las categorías: flores, árboles, pájaros, colores, anfibios, comidas, piedras, telas, canciones… y todas ellas las explotan para los negocios. Aunque, ahora que lo pienso, mi “Asturias, patria querida” y “Paraíso Natural” con su flor galana y sus fabadas; con los osos, los robles y las gaitas; los oricios, la sidra y los hórreos… también explota sus símbolos de manera eficiente. Creo que voy a proponer al Principado que al traspasar nuestros límites coloque señales que digan “Siempre listos para los negocios”. A ver si así salimos de la crisis.