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lunes, 28 de enero de 2019

El “momento Mona Lisa” y el “slow art movement”.

Cuando lo vi en el periódico en el mes de septiembre me gustó inmediatamente. En unos días se iba a inaugurar un museo de arte contemporáneo en una inmensa propiedad en Potomac, Maryland, a diez minutos de mi casa. Una impresionante colección de obras posteriores a la II Guerra Mundial con 1.300 piezas icónicas que" han cambiado la concepción del arte". Un espacio que busca, según sus propietarios, “crear un estado mental mediante la energía de la arquitectura, la fuerza del arte y las cualidades restauradoras de la naturaleza”. Un proyecto diseñado pensando más en la experiencia del visitante que en el número de ellos que cruzan sus puertas y que, por eso, limita el acceso a 400 personas diarias. La entrada, gratuita, solo se podía conseguir previa reserva por internet en la página del museo. Me conecté en ese mismo momento e hice mi reserva. El fin de semana pasado, cuatro meses después, conseguí entrar. Acabo de descubrir el “slow art movement” y ya soy fan entregada. 

El riachuelo marca el camino
El verano pasado fui al British Museum en Londres. Sólo conseguí ver un pedacito de la piedra de Rosetta entre las decenas de cabezas de los turistas y sus teléfonos móviles que buscaban captar una imagen para colgarla inmediatamente en Instagram. La última vez que vi El Jardín de las Delicias en el Museo del Prado apenas pude deleitarme en la maestría de los detalles de El Bosco. Leo en el periódico que cada día se asoman más de 200.000 personas a la sala del Louvre donde cuelga La Gioconda. Es más, parece ser que en el mundo del arte hay un fenómeno que se conoce como “el momento Mona Lisa”, que toma su nombre de la sensación que produce en muchos la atestada sala dedicada a esta obra en el Louvre, un puro caos donde los turistas se arremolinan y se empujan para acercarse lo suficiente y conseguir sacar una foto del cuadro más famoso del mundo.

Por este bosque se pasea 9 minutos para llegar al pabellón
El Museo Glenstone no tiene nada de eso y se basa enteramente en la idea de que para disfrutar del arte se necesita una experiencia tranquila y silenciosa. Mientras el Guggenheim de Nueva York calcula una media de 3 metros cuadrados por visitante para moverse por el espacio, ellos han destinado 30. En sus galerías no hay barreras entre el público y la obra, lo que implica limitar el número de personas en la sala para que la multitud no tropiece involuntariamente con las piezas y las dañe. Y, finalmente, no permite sacar ninguna foto en el interior del museo y, en su lugar, invita a los visitantes a hablar con los guías que hay en cada sala, a buscar más información cuando lleguen a sus casas o a comprar un catálogo en la librería.

El acogedor restaurante
Hacía tiempo que no disfrutaba tanto en un museo. La escultura que te saluda desde lo alto de una colina; el paseo hasta el pabellón gris mimetizado con la nieve y el cielo de uno de los días más fríos del año; la calidez, tranquilidad y belleza arquitectónica de los edificios y la cuidadosa selección de las obras expuestas; la caminata junto al río para experimentar una obra acústica en pleno bosque o para llegar al estanque helado y visitar las tres Casas de Arcilla; incluso el acogedor e informal restaurante en un edificio exento en mitad del camino. Sin prisa, sin agobios, sin gente alrededor. No sé si con la lentitud que preconiza el “slow art movement” pero sí, ciertamente, a mi ritmo. Una delicia. 

Post-post:
Aquí os dejo el link al Museo Glenstone. He tenido que investigar el nombre de sus propietarios, un adinerado matrimonio coleccionista de arte que lleva el apellido Rales. Comenzó su andadura en el año 2006 pero en octubre de 2018 abrió sus puertas tras la remodelación y ampliación que ha permitido esta completa experiencia sensorial. Totalmente gratuito. Arte para todo el mundo en un entorno que deja en el visitante la sensación de haber vivido una experiencia profundamente elitista.

lunes, 14 de enero de 2019

On the road again

Roadtrippers, todo un descubrimiento
Cuatro mil kilómetros, treinta y nueve horas al volante, dieciséis paradas, diez días, seis hoteles, 284 dólares de gasolina. Estas fueron nuestras vacaciones de Navidad. Así lo dice la aplicación que me descargué gratuitamente de internet para diseñar el viaje desde Potomac (Maryland) a Florida y que ha sido todo un descubrimiento. Yo no soy nada tecnológica, lo reconozco, por eso agradezco mucho que haya gente muy lista con un cerebro privilegiado para imaginar este tipo de cosas y simplificarlas de tal manera que incluso alguien como yo pueda utilizarlas. En mi particular lista de reconocimientos, comparten podio con los diseñadores de IKEA, que han posibilitado que el más inútil de los mortales sea capaz de montar un dormitorio completo sin más ayuda que una llave Allen.

Casi cuarenta horas en la carretera dan para mucho. En honor a mi héroe he de decir que yo no conduje ni media milla, pero en mi descargo añadiré que soy una “copiloto activa”, es decir, no me quedo dormida apenas arranca el motor sino que doy conversación, pongo discos, miro mapas, reservo hoteles con el teléfono, averiguo dónde está la gasolinera Exxon más cercana (algunos tienen fijación con ciertas marcas de combustible), abro bolsas de patatitas y las acerco a la mano del conductor a medida que se las va comiendo, limpio gafas, doy al botón de desempañar cristales, regulo el aire acondicionado… un sin parar agotador. Los niños, en las filas traseras, no dan trabajo alguno, embebidos como están en las pantallas de sus dispositivos o profundamente dormidos, sin importarles apenas el paisaje que se ve a través de las ventanillas.

Pero yo sí lo miro todo por las ventanillas y este viaje ha tenido mucho de eso gracias a las largas horas de autopista por la Interestatal I-95, la más larga de la costa Este de los Estados Unidos y una de las más antiguas. Discurre paralela al océano Atlántico desde Maine hasta Florida y antes de completarse hace apenas unos meses, en septiembre de 2018, absorbió muchas de las carreteras de peaje que existían anteriormente. Pero no os imaginéis nada especial, es una autopista como otra cualquiera: dos, tres o cuatro carriles según el tramo por el que vayas; numerosas salidas hacia áreas de restaurantes y de gasolineras; “Welcome centers” de los Estados que atraviesa; áreas de descanso para camiones… y muchas, muchísimas vallas publicitarias de todo tipo.

Están las habituales que anuncian el restaurante más cercano o las que con una foto de una bebida fresca y burbujeante despiertan una sed repentina y caprichosa. Hay bastantes dedicadas a los “caballeros”, del tipo “Gentlemen: re-start your engines” (“Señores, vuelvan a encender sus motores”) o “Gentlemen’s playground: lingerie, novelties, DVD’s” (“Zona de juegos para señores: lencería, novedades, DVD”). Abunda otra categoría que sólo he visto en Estados Unidos pero que no sorprende tras ver tantas películas americanas: la de los de abogados que ofrecen sus servicios para denunciar por accidentes de carretera, por daños ocasionados por conductores ebrios o para plantear una demanda de divorcio que, imagino, es algo a lo que muchos dan vueltas en su cabeza cuando llevan varias horas conduciendo, especialmente si se han parado en una de las tiendas de novedades anteriores. Pero las vallas publicitarias que dominan son las de contenido religioso: “Arrepiéntete y cree. Jesús vendrá pronto”, “Lee la Biblia”, “¿Vas al cielo o al infierno?”, “Tras morir te encontrarás con Dios”… 

Esta forma de evangelizar a través de los carteles publicitarios me deja puesta. Leía en un artículo que los anuncios referentes a la religión y a Dios han aumentado un 400% desde el año 2010, excepto en Alaska, Hawái, Maine y Vermont, donde las vallas publicitarias están prohibidas. Uno de los grupos que más invierte en este tipo de anuncios es una organización amish-menonita con base en Ohio que a finales del año 2016 tenía contratados 575 carteles en 46 Estados con mensajes que son vistos diariamente por más de ocho millones y medio de personas. Según la carretera o el Estado en el que se encuentren, el precio de alquiler de las vallas publicitarias varía. Cuatro semanas pueden costar una media de 250 $ al mes en áreas rurales, de 1.500 a 4.000 $ en mercados de tamaño medio y unos 14.000 $ en zonas de mayor mercado. La mayoría se pagan con donativos de los fieles quienes sostienen que es importante evangelizar no solo en ultramar sino también en Estados Unidos, una “nación que necesita de Jesús” ante la violencia creciente que domina esta sociedad.

Aunque me tentaba llamar al número de teléfono que acompañaba a buena parte de esos anuncios, resistí el impulso por miedo a que me dieran la tabarra posteriormente pero sí sintonizamos una emisora de radio llamada JOY FM que anunciaba una de las vallas. Se trataba de una cadena dedicada enteramente a la música contemporánea de contenido cristiano, todo un género (de gran éxito, además) en este país. Nos acompañó un buen tramo del recorrido y como no prestábamos excesiva atención a las letras se nos olvidó que la llevábamos puesta. Hasta que mi hija mayor, en un fugaz contacto con el mundo real, preguntó desde la fila de atrás del coche “¿Qué es eso que estáis escuchando?” y truncó nuestra incipiente evangelización. Para que luego digan que los anuncios de carretera no son efectivos.

Post-post:
Las mejores vallas publicitarias de este país siguen siendo las de South of the Border. Se trata de 250 carteles que desde hace más de 40 años anuncian esta “trampa” turística situada en la localidad de Dillon, en la frontera estatal entre Carolina del Norte y Carolina del Sur. La imagen para algunos políticamente incorrecta de Pedro, el mexicano sonriente que le sirve de mascota, está siendo modernizada para adaptarse a los nuevos tiempos y así lo pudimos constatar tres años después de aquel primer contacto que me dejó tan puesta que no pude evitar dedicarle la entrada Country + Campy de este blog.