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lunes, 14 de enero de 2019

On the road again

Roadtrippers, todo un descubrimiento
Cuatro mil kilómetros, treinta y nueve horas al volante, dieciséis paradas, diez días, seis hoteles, 284 dólares de gasolina. Estas fueron nuestras vacaciones de Navidad. Así lo dice la aplicación que me descargué gratuitamente de internet para diseñar el viaje desde Potomac (Maryland) a Florida y que ha sido todo un descubrimiento. Yo no soy nada tecnológica, lo reconozco, por eso agradezco mucho que haya gente muy lista con un cerebro privilegiado para imaginar este tipo de cosas y simplificarlas de tal manera que incluso alguien como yo pueda utilizarlas. En mi particular lista de reconocimientos, comparten podio con los diseñadores de IKEA, que han posibilitado que el más inútil de los mortales sea capaz de montar un dormitorio completo sin más ayuda que una llave Allen.

Casi cuarenta horas en la carretera dan para mucho. En honor a mi héroe he de decir que yo no conduje ni media milla, pero en mi descargo añadiré que soy una “copiloto activa”, es decir, no me quedo dormida apenas arranca el motor sino que doy conversación, pongo discos, miro mapas, reservo hoteles con el teléfono, averiguo dónde está la gasolinera Exxon más cercana (algunos tienen fijación con ciertas marcas de combustible), abro bolsas de patatitas y las acerco a la mano del conductor a medida que se las va comiendo, limpio gafas, doy al botón de desempañar cristales, regulo el aire acondicionado… un sin parar agotador. Los niños, en las filas traseras, no dan trabajo alguno, embebidos como están en las pantallas de sus dispositivos o profundamente dormidos, sin importarles apenas el paisaje que se ve a través de las ventanillas.

Pero yo sí lo miro todo por las ventanillas y este viaje ha tenido mucho de eso gracias a las largas horas de autopista por la Interestatal I-95, la más larga de la costa Este de los Estados Unidos y una de las más antiguas. Discurre paralela al océano Atlántico desde Maine hasta Florida y antes de completarse hace apenas unos meses, en septiembre de 2018, absorbió muchas de las carreteras de peaje que existían anteriormente. Pero no os imaginéis nada especial, es una autopista como otra cualquiera: dos, tres o cuatro carriles según el tramo por el que vayas; numerosas salidas hacia áreas de restaurantes y de gasolineras; “Welcome centers” de los Estados que atraviesa; áreas de descanso para camiones… y muchas, muchísimas vallas publicitarias de todo tipo.

Están las habituales que anuncian el restaurante más cercano o las que con una foto de una bebida fresca y burbujeante despiertan una sed repentina y caprichosa. Hay bastantes dedicadas a los “caballeros”, del tipo “Gentlemen: re-start your engines” (“Señores, vuelvan a encender sus motores”) o “Gentlemen’s playground: lingerie, novelties, DVD’s” (“Zona de juegos para señores: lencería, novedades, DVD”). Abunda otra categoría que sólo he visto en Estados Unidos pero que no sorprende tras ver tantas películas americanas: la de los de abogados que ofrecen sus servicios para denunciar por accidentes de carretera, por daños ocasionados por conductores ebrios o para plantear una demanda de divorcio que, imagino, es algo a lo que muchos dan vueltas en su cabeza cuando llevan varias horas conduciendo, especialmente si se han parado en una de las tiendas de novedades anteriores. Pero las vallas publicitarias que dominan son las de contenido religioso: “Arrepiéntete y cree. Jesús vendrá pronto”, “Lee la Biblia”, “¿Vas al cielo o al infierno?”, “Tras morir te encontrarás con Dios”… 

Esta forma de evangelizar a través de los carteles publicitarios me deja puesta. Leía en un artículo que los anuncios referentes a la religión y a Dios han aumentado un 400% desde el año 2010, excepto en Alaska, Hawái, Maine y Vermont, donde las vallas publicitarias están prohibidas. Uno de los grupos que más invierte en este tipo de anuncios es una organización amish-menonita con base en Ohio que a finales del año 2016 tenía contratados 575 carteles en 46 Estados con mensajes que son vistos diariamente por más de ocho millones y medio de personas. Según la carretera o el Estado en el que se encuentren, el precio de alquiler de las vallas publicitarias varía. Cuatro semanas pueden costar una media de 250 $ al mes en áreas rurales, de 1.500 a 4.000 $ en mercados de tamaño medio y unos 14.000 $ en zonas de mayor mercado. La mayoría se pagan con donativos de los fieles quienes sostienen que es importante evangelizar no solo en ultramar sino también en Estados Unidos, una “nación que necesita de Jesús” ante la violencia creciente que domina esta sociedad.

Aunque me tentaba llamar al número de teléfono que acompañaba a buena parte de esos anuncios, resistí el impulso por miedo a que me dieran la tabarra posteriormente pero sí sintonizamos una emisora de radio llamada JOY FM que anunciaba una de las vallas. Se trataba de una cadena dedicada enteramente a la música contemporánea de contenido cristiano, todo un género (de gran éxito, además) en este país. Nos acompañó un buen tramo del recorrido y como no prestábamos excesiva atención a las letras se nos olvidó que la llevábamos puesta. Hasta que mi hija mayor, en un fugaz contacto con el mundo real, preguntó desde la fila de atrás del coche “¿Qué es eso que estáis escuchando?” y truncó nuestra incipiente evangelización. Para que luego digan que los anuncios de carretera no son efectivos.

Post-post:
Las mejores vallas publicitarias de este país siguen siendo las de South of the Border. Se trata de 250 carteles que desde hace más de 40 años anuncian esta “trampa” turística situada en la localidad de Dillon, en la frontera estatal entre Carolina del Norte y Carolina del Sur. La imagen para algunos políticamente incorrecta de Pedro, el mexicano sonriente que le sirve de mascota, está siendo modernizada para adaptarse a los nuevos tiempos y así lo pudimos constatar tres años después de aquel primer contacto que me dejó tan puesta que no pude evitar dedicarle la entrada Country + Campy de este blog. 

lunes, 13 de marzo de 2017

Chasing Amish

Siempre me ha dejado puesta la inmensa influencia del cine americano. La primera vez que paseas Nueva York vives un “déja-vu” constante, desde los taxis amarillos a los puestos de perritos calientes, pasando por la pista de patinaje del edificio Rockefeller o la escalinata de acceso al Metropolitan Museum. El Capitolio, el obelisco o la titánica estatua del Presidente Lincoln en Washington no necesitan ninguna presentación, ya los has visto montones de veces aunque no hayas puesto jamás un pie en la ciudad y en los últimos años series como “The Americans”, “House of Cards”, “Veep” o “Homeland” se han encargado de enseñarnos todos sus rincones.

Rocky atrae más turistas que el museo
A mí, a veces, me da pena esa pérdida del efecto sorpresa en los viajes. Siempre pienso que la sensación que experimentaba al ver el mar por primera vez la gente anterior a la era de las imágenes tenía que ser mucho más impactante que la que podríamos experimentar nosotros hoy en día. Pero también creo que el mero hecho de visitar por fin lo que has visto tantas veces en películas o en fotografías te provoca una satisfacción extra y hay sitios que, simplemente por aparecer en un filme se convierten en lugares de culto. Ello no impide que me dejara puesta el comprobar que el punto más visitado de Filadelfia fuera la escalera que lleva al Museo de Bellas Artes, y no por la colección en sí sino por recrear la escena de Rocky en la que Silvester Stallone la subía corriendo para mejorar su forma física.

Además, en muchas ocasiones, el cine te presenta historias que se desarrollan en ambientes extraordinarios y es la propia película la que te anima a ir conocerlos si la ocasión se presenta. Eso me pasó cuando fui al condado de Lancaster, Pennsylvania, a ver a los Amish, esa secta de cristianos anabaptistas que en su versión más conservadora rechaza los avances de la civilización, incluidos los coches, la electricidad o el riego automático y mantiene sus modos de vida sencilla.

Es una preciosa región a un par de horas de Washington, casi completamente rural, con extensas praderas, y cuidadas granjas salpicadas de esos graneros de color rojizo que tanto me gustan. Pero hay muchas zonas así en Estados Unidos. Lo especial aquí es la presencia de estos anacrónicos descendientes de inmigrantes alemanes que se asentaron en la zona a principios de 1700 atraídos por la libertad de cultos establecida por el cuáquero William Penn, el fundador de lo que sería la Provincia de Pennsylvania. Y resulta que ya sabíamos casi todo de ellos gracias a la película “Unico testigo”, de Peter Weir (título original “Witness”), con unos guapísimos Harrison Ford y Kelly McGuilis como protagonistas.

Apenas abandonas la carretera principal y te metes por las carreteritas locales te sientes como si estuvieras dentro de la película y los ves trabajando la tierra o volando cometas con sus proles de hijos, conduciendo los “buggies”, esos carromatos tirados por caballos, o vendiendo sus productos en el mercado en pueblos con nombres tan evocadores como Paradise (Paraíso), Bird-in-Hand (Pájaro en mano) o Intercourse (Trato). Gente de otra época, ellos con largas barbas y pantalones de tirantes; ellas, con vestidos hasta los tobillos y gorritos que les recogen el pelo, que tienen un idioma particular, para quienes cualquier forastero es llamado “English” y que forman en esta zona la comunidad más antigua y numerosa en los Estados Unidos, alcanzando el número de 30.000.

Pero si uno lo piensa bien se da cuenta de que realmente es una comunidad muy, pero que muy minoritaria de la que, sin embargo, sabemos muchas cosas: se les llama “the plain people” (la gente sencilla); son muy devotos y creen en la interpretación y aplicación directa las Escrituras, que son la palabra de Dios; no permiten interferencias del mundo moderno y rechazan cualquier tipo de electricidad  o el teléfono; se dedican a la agricultura como medio de vida; rechazan toda forma de violencia, el orgullo y la vanidad (los muñecos de los niños, por ejemplo, no tienen rostro, para evitar valorar aspectos estéticos); no consumen alcohol ni droga alguna; no pueden tocar ningún instrumento; a los 16 años tienen que salir “al exterior”, aunque sea simbólicamente (como ir al cine o a conducir un coche); se bautizan después de los 18 años, cuando ya tienen juicio suficiente para saber lo que hacen; se casan inmediatamente después; los hombres se dejan crecer la barba (no el bigote, que está prohibido) justo después de su boda; las mujeres se ocupan de las tareas de la casa y siempre van detrás de sus maridos, padres o hermanos; tienen un fuerte sentido comunitario y entre todos construyen el granero para las nuevas parejas convirtiendo la ocasión en una auténtica fiesta…

Mientras los veía pensaba que me hubiera encantado haber sido el personaje de Harrison Ford y vivir una temporada entre ellos, trasladada a otra época, sin comodidades ni lujos, trabajando la tierra y conociendo sus costumbres. Y posiblemente también me hubiera sentido molesta y volvería la espalda a una “English” como yo, en un coche como el mío, que se dedicara a otear la campiña en su búsqueda e intentara fotografiarlos como si fueran leones en un safari fotográfico en la sabana. Porque más que “Witness” pareciera que estuviera “Chasing Amish”.

Post-post:
“Chasing Amy” (“Persiguiendo a Amy”) es una comedia dirigida por Kevin Smith y protagonizada por Ben Affleck que, aunque me divirtió en su momento, no tiene mayor trascendencia que su título oportuno.

Fotos: Gabriel Alou, Alejandra Khatcherian y Ahd Photography