Siempre me ha dejado puesta la inmensa
influencia del cine americano. La primera vez que paseas Nueva York vives un
“déja-vu” constante, desde los taxis amarillos a los puestos de perritos
calientes, pasando por la pista de patinaje del edificio Rockefeller o la
escalinata de acceso al Metropolitan Museum. El Capitolio, el obelisco o la titánica
estatua del Presidente Lincoln en Washington no necesitan ninguna presentación,
ya los has visto montones de veces aunque no hayas puesto jamás un pie en la
ciudad y en los últimos años series como “The Americans”, “House of Cards”,
“Veep” o “Homeland” se han encargado de enseñarnos todos sus rincones.
Rocky atrae más turistas que el museo |
Además, en muchas ocasiones, el cine te
presenta historias que se desarrollan en ambientes extraordinarios y es la
propia película la que te anima a ir conocerlos si la ocasión se presenta. Eso
me pasó cuando fui al condado de Lancaster, Pennsylvania, a ver a los Amish, esa
secta de cristianos anabaptistas que en su versión más conservadora rechaza los
avances de la civilización, incluidos los coches, la electricidad o el riego
automático y mantiene sus modos de vida sencilla.
Es una preciosa región a un par de horas
de Washington, casi completamente rural, con extensas praderas, y cuidadas
granjas salpicadas de esos graneros de color rojizo que tanto me gustan. Pero hay
muchas zonas así en Estados Unidos. Lo especial aquí es la presencia de estos
anacrónicos descendientes de inmigrantes alemanes que se asentaron en la zona a
principios de 1700 atraídos por la libertad de cultos establecida por el
cuáquero William Penn, el fundador de lo que sería la Provincia de
Pennsylvania. Y resulta que ya sabíamos casi todo de ellos gracias a la
película “Unico testigo”, de Peter Weir (título original “Witness”), con unos
guapísimos Harrison Ford y Kelly McGuilis como protagonistas.
Apenas abandonas la carretera principal y
te metes por las carreteritas locales te sientes como si estuvieras dentro de
la película y los ves trabajando la tierra o volando cometas con sus
proles de hijos, conduciendo los “buggies”, esos carromatos tirados por
caballos, o vendiendo sus productos en el mercado en pueblos con nombres tan
evocadores como Paradise (Paraíso), Bird-in-Hand (Pájaro en mano) o Intercourse
(Trato). Gente de otra época, ellos con largas barbas y pantalones de tirantes;
ellas, con vestidos hasta los tobillos y gorritos que les recogen el pelo, que
tienen un idioma particular, para quienes cualquier forastero es llamado
“English” y que forman en esta zona la comunidad más antigua y numerosa en los
Estados Unidos, alcanzando el número de 30.000.
Pero si uno lo piensa bien se da cuenta
de que realmente es una comunidad muy, pero que muy minoritaria de la que, sin
embargo, sabemos muchas cosas: se les llama “the plain people” (la gente
sencilla); son muy devotos y creen en la interpretación y aplicación directa
las Escrituras, que son la palabra de Dios; no permiten interferencias del
mundo moderno y rechazan cualquier tipo de electricidad o el teléfono; se dedican a la agricultura
como medio de vida; rechazan toda forma de violencia, el orgullo y la vanidad
(los muñecos de los niños, por ejemplo, no tienen rostro, para evitar valorar
aspectos estéticos); no consumen alcohol ni droga alguna; no pueden tocar
ningún instrumento; a los 16 años tienen que salir “al exterior”, aunque sea
simbólicamente (como ir al cine o a conducir un coche); se bautizan después de
los 18 años, cuando ya tienen juicio suficiente para saber lo que hacen; se
casan inmediatamente después; los hombres se dejan crecer la barba (no el
bigote, que está prohibido) justo después de su boda; las mujeres se ocupan de
las tareas de la casa y siempre van detrás de sus maridos, padres o hermanos; tienen
un fuerte sentido comunitario y entre todos construyen el granero para las
nuevas parejas convirtiendo la ocasión en una auténtica fiesta…
Mientras los veía pensaba que me hubiera
encantado haber sido el personaje de Harrison Ford y vivir una temporada entre
ellos, trasladada a otra época, sin comodidades ni lujos, trabajando la tierra
y conociendo sus costumbres. Y posiblemente también me hubiera sentido molesta
y volvería la espalda a una “English” como yo, en un coche como el mío, que se
dedicara a otear la campiña en su búsqueda e intentara fotografiarlos como si
fueran leones en un safari fotográfico en la sabana. Porque más que “Witness”
pareciera que estuviera “Chasing Amish”.
Post-post:
“Chasing Amy” (“Persiguiendo a Amy”) es una comedia dirigida por Kevin Smith y protagonizada por Ben Affleck que, aunque me divirtió en su momento, no tiene mayor trascendencia que su título oportuno.
Fotos: Gabriel Alou, Alejandra Khatcherian y Ahd Photography
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