
De regreso a casa, con Gabriel pletórico
tras haber visitado en Nashville cuanto museo, teatro o “honky tonk” había
relacionado con la música country, decidimos salirnos de la carretera general
para, aunque sólo fuera, echar un vistazo a Sevierville y Pigeon Forge y llevarnos
un recuerdo bucólico y auténtico de donde había nacido, la cuarta de 12
hermanos, en una casa humilde de una sola habitación, la cantante country más
premiada de la historia americana. A lo mejor los niños podrían subirse a
alguna atracción del llamado Dollywood o entrar en un “museo-réplica” del
Titanic que había visto que estaba casualmente también por allí.
Me empezó a mosquear que la carretera
“local” en la que desembocamos tenía tres carriles por sentido y que, para
colmo, estaba atascada. Faltaban 20 millas y ya íbamos a vuelta de rueda. Por
los laterales empezaron a aparecer minigolfs con profusión de flora y fauna de
cartón piedra (elefantes y dinosaurios, no cualquier animalito). Se alquilaban helicópteros
para dar un vistazo aéreo. Terrenos para
hacer karting. Una casa al revés (las palmeras de escayola colgaban del cielo y
la punta del tejado incrustada en el suelo albergaba la entrada) nos dejó
puestos. El Titanic, que en algún sitio aparecía como una de las 10 cosas que
no debes perderte en Tennesse, ya no era
majestuoso sino una alucinación más en esa carretera ultraatascada. Hoteles, cientos de hoteles. Restaurantes de comida basura, salones de estereotipados
espectáculos countries. Una reproducción de la prisión de Alcatraz anunciaba un
supuesto museo del crimen y un King Kong colosal trepando otro edificio de
cartón piedra era el monumental reclamo para el museo de cera.
No llegamos a ver ninguna atracción de
Dollywood, que sin duda debe de ser un parque de atracciones fantástico. Miles de coches aparcados en una enorme explanada nos impidieron
llegar más allá del que resulta ser (como luego me enteré) el mayor parque de EEUU dedicado a una sola persona y el 24º más concurrido del país con unos
tres millones de visitantes anuales. Mientras todos nos íbamos horrorizando por
momentos, Miguelito gritaba entusiasmado en el asiento trasero. Su enfado fue
mayúsculo al darse cuenta de que no podíamos quedarnos. Casi tan grande como
el que tuvo al irse del segundo gran disparate que he visto aquí.

No es cutre, no es kitch, es algo tan americano que tiene un término especial para definirlo: “campy”, palabra sin traducción que se usa para describir algo que es deliberadamente artificial, tonto, vulgar o humorístico. Es todo tan “campy”, que tiene su propia mascota, Don Pedro, un “bandido” mexicano de 32 metros de alto, con las piernas abiertas a modo de arco. No estaba tan concurrido como el pueblo parásito que había crecido al amparo de Dollywood y tenía el pequeño encanto de aquello que ha conocido épocas mejores, tengo que reconocerlo, pero a mí me dejó igualmente puesta.
El caso es que ni Pigeon Forge ni South of the Border me hacen ninguna gracia. Son artificios, falsa cultura de masas, diversión infantil y vacua, colecciones de tonterías expuestas en ridículos edificios a los que llaman museos. Son americanadas en el peor sentido del término, absurdos que pensaba que no existían viviendo en mi burbuja washingtoniana. Tampoco pensaba, hace unos meses, que sería Presidente de los Estados Unidos quien lo va a ser en diez días. Antes de salir de viaje estas Navidades les dije a unos amigos que quería ir a los pueblos del interior para ver si lograba entender por qué había ganado Trump. Creo que ya lo voy captando.
triste, muy triste ese vacío, y extraño, muy extraño que el mundo piense que son la primera potencia mundial. En fin...
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