lunes, 9 de enero de 2017

Country & Campy

Sonaba de lo más idílico. Un pueblecito en las Smoky Mountains, en el Estado de Tennesse. El lugar de nacimiento de Dolly Parton, la celebérrima cantante de country, y en donde había abierto un parque temático con atracciones varias y un museo de sus trajes y recuerdos. Parecía el broche de oro para que los niños se llevaran un recuerdo divertido de nuestro viaje a Nashville, el corazón de la música country. Pero no podía ser. Había un 99% de ocupación hotelera. Claro, pensé, un pueblo tan pequeño en el corazón de los Apalaches no puede tener mucha oferta.

De regreso a casa, con Gabriel pletórico tras haber visitado en Nashville cuanto museo, teatro o “honky tonk” había relacionado con la música country, decidimos salirnos de la carretera general para, aunque sólo fuera, echar un vistazo a Sevierville y Pigeon Forge y llevarnos un recuerdo bucólico y auténtico de donde había nacido, la cuarta de 12 hermanos, en una casa humilde de una sola habitación, la cantante country más premiada de la historia americana. A lo mejor los niños podrían subirse a alguna atracción del llamado Dollywood o entrar en un “museo-réplica” del Titanic que había visto que estaba casualmente también por allí.

Me empezó a mosquear que la carretera “local” en la que desembocamos tenía tres carriles por sentido y que, para colmo, estaba atascada. Faltaban 20 millas y ya íbamos a vuelta de rueda. Por los laterales empezaron a aparecer minigolfs con profusión de flora y fauna de cartón piedra (elefantes y dinosaurios, no cualquier animalito). Se alquilaban helicópteros para dar un vistazo aéreo.  Terrenos para hacer karting. Una casa al revés (las palmeras de escayola colgaban del cielo y la punta del tejado incrustada en el suelo albergaba la entrada) nos dejó puestos. El Titanic, que en algún sitio aparecía como una de las 10 cosas que no debes perderte en Tennesse,  ya no era majestuoso sino una alucinación más en esa carretera ultraatascada. Hoteles, cientos de hoteles. Restaurantes de comida basura, salones de estereotipados espectáculos countries. Una reproducción de la prisión de Alcatraz anunciaba un supuesto museo del crimen y un King Kong colosal trepando otro edificio de cartón piedra era el monumental reclamo para el museo de cera.

No llegamos a ver ninguna atracción de Dollywood, que sin duda debe de ser un parque de atracciones fantástico. Miles de coches aparcados en una enorme explanada nos impidieron llegar más allá del que resulta ser (como luego me enteré) el mayor parque de EEUU dedicado a una sola persona y el 24º más concurrido del país con unos tres millones de visitantes anuales. Mientras todos nos íbamos horrorizando por momentos, Miguelito gritaba entusiasmado en el asiento trasero. Su enfado fue mayúsculo al darse cuenta de que no podíamos quedarnos. Casi tan grande como el que tuvo al irse del segundo gran disparate que he visto aquí.

South of the Border es una atracción en la autopista interestatal 95 a la altura de Dillon, en Carolina del Sur, en donde paramos, alucinados, al regreso de un viaje bordeando parte de la costa Este.  Decenas de carteles de carretera, a cada cual más absurdo, van anunciando las millas que faltan hasta llegar al lugar. Recibe su nombre porque está justo al Sur de la frontera entre las dos Carolinas y por su falso estilo mexicano que despliega cactus y sombreros verdes y naranjas por doquier, a miles de kilómetros del río Grande. Es un área que comprende restaurantes, gasolinera, mini-golf, tienda de fuegos artificiales, tienda de artesanías (inenarrable su contenido), reptilario, atracciones mecánicas, un hotel de 300 habitaciones o una torre de observación de 61 metros con forma de sombrero de mariachi. Para observar con todo detalle la autopista, digo yo, porque no hay nada más.

No es cutre, no es kitch, es algo tan americano que tiene un término especial para definirlo: “campy”, palabra sin traducción que se usa para describir algo que es deliberadamente artificial, tonto, vulgar o humorístico. Es todo tan “campy”, que tiene su propia mascota, Don Pedro, un “bandido” mexicano de 32 metros de alto, con las piernas abiertas a modo de arco. No estaba tan concurrido como el pueblo parásito que había crecido al amparo de Dollywood y tenía el pequeño encanto de aquello que ha conocido épocas mejores, tengo que reconocerlo, pero a mí me dejó igualmente puesta.

El caso es que ni Pigeon Forge ni South of the Border me hacen ninguna gracia. Son artificios, falsa cultura de masas, diversión infantil y vacua, colecciones de tonterías expuestas en ridículos edificios a los que llaman museos. Son americanadas en el peor sentido del término, absurdos que pensaba que no existían viviendo en mi burbuja washingtoniana. Tampoco pensaba, hace unos meses, que sería Presidente de los Estados Unidos quien lo va a ser en diez días. Antes de salir de viaje estas Navidades les dije a unos amigos que quería ir a los pueblos del interior para ver si lograba entender por qué había ganado Trump. Creo que ya lo voy captando.




1 comentario:

  1. triste, muy triste ese vacío, y extraño, muy extraño que el mundo piense que son la primera potencia mundial. En fin...

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