lunes, 26 de febrero de 2018

¿Cómo están ustedes?

La primera vez que fui al cine en Estados Unidos me quedé puesta. No por el precio de la entrada, que algo influyó, o porque le pusieran media tonelada de mantequilla a las palomitas, que también tuvo su parte. No. Apenas me había sentado en mi localidad ya estaba atacando con fruición el barreño descomunal de palomitas que tenía ante mí. Pero al segundo puñado que tan poco delicadamente me había embutido me empezó a entrar la preocupación de qué hacer con la grasa que comenzaba a chorrearme por las manos. No había cogido servilletas y la primera opción de limpiarme en el tapizado de la butaca de al lado quedó inmediatamente descartada al ver a una pareja que venía decidida a ser mi vecina. Era la típica situación a la que Mr. Bean habría sacado un partido increíble y que habría acabado solucionando con una idea brillante, pero yo me estaba empezando a agobiar.

En ese momento entró en la sala un joven vestido con una camiseta con el logo de la compañía de cines y nos deseó muy buenas tardes, al estilo del programa de “Los payasos de la tele” de mi niñez. Los que allí estábamos sentados respondimos a coro. Se presentó muy amablemente y nos dijo que era el encargado de esa sala y que íbamos a ver tal película. Nos preguntó que si estábamos contentos y emocionados por verla y la mayoría contestó que sí o asintió con la cabeza. Nos recriminó el poco entusiasmo y volvió a hacer la misma pregunta. Contestamos a todo pulmón que sííííííííííííí. Dijo “That´s better” y nos informó de que la película duraba X tiempo, de que si necesitábamos salir de la sala usáramos la puerta de la derecha salvo que hubiera una emergencia, en cuyo caso utilizaríamos la salida de la izquierda que conducía directamente a la calle. Que la película era buenísima, que ya la había visto varias veces y que esperaba que la disfrutáramos tanto como él. El público empezó a aullar y a aplaudir. Y finalmente, dijo que si teníamos cualquier problema o necesitábamos algo no dudáramos en decírselo a él o a cualquiera de sus compañeros que estaban en los pasillos de los multicines. Mientras se despedía se apagaron las luces, empezó la música y el guapo americano uniformado salió por donde había entrado. Por supuesto, a mí se me había olvidado completamente mi problema con la mantequilla.

Me maravilla la facilidad de palabra que tienen los americanos, la tranquilidad con la que se dirigen al público y la naturalidad con la que consiguen interactuar con los oyentes. El camarero que va a atenderte en el restaurante se presenta, te saluda, espera tu respuesta y te cuenta lo fundamental del local, de la carta, de las especialidades o de lo que sea con una eficiencia y simpatía pasmosas. La persona que va a hacer la presentación del grupo de jazz al que has ido a escuchar es capaz de articular un pequeño discurso, simpático y lleno de información, en el que provoca la respuesta o las carcajadas del público expectante en varias ocasiones. El que organiza una multitud ante unas taquillas el día en que salen a la venta las localidades para la temporada de verano da toda la información de una manera asombrosamente eficaz.

Pero me maravilla también cómo reacciona el público americano. Cuando alguien habla, la gente se calla. Y la gente escucha. Y la gente participa. Y la gente responde. Si un conferenciante hace una pregunta en mitad de su exposición, al momento habrá varias manos levantadas entre el público deseoso de participar. Aquí las preguntas retóricas no existen; las preguntas se contestan. Y cuando se abre el turno de preguntas tras esa misma conferencia, no es extraño que la gente forme una fila en el pasillo central del auditorio o sala en la que ha tenido lugar la charla (como si fuera la fila para comulgar en la iglesia parroquial) para acercarse al micrófono y plantear su inquietud. Siempre quedan preguntas por responder. Nunca se terminará una charla porque no haya más preguntas, no importa el tiempo que se asigne para ello.

Y eso me encanta. No puedo evitar pensar en lo rápido que me latía el corazón cuando yo tenía que hacer una pregunta en público, o en el dolorcillo que se me atascaba en las piernas como consecuencia de la tensión. No consigo olvidarme de la directora del colegio de los niños en España, que se desgañitaba al intentar contar lo fundamental del nuevo año escolar porque los padres eran incapaces de callarse. Me avergüenza ver cómo la gente no hace caso de las indicaciones de los que quieren organizar a la multitud en cualquier evento en mi tierra, porque somos más listos (o más listillos) que nadie o porque es tal el alboroto que ni siquiera nos percatamos de que hay alguien intentando organizar las cosas.

Y no sé si esto es algo cultural. O si se trata, más bien, de falta de cultura.

Post-post:
Y no hay cosa mejor para quitar la mantequilla de las manos que el pañuelo de un buen caballero español.

lunes, 19 de febrero de 2018

Hay motivos para la nostalgia

Días antes de que mi hija pequeña comenzara las clases en su nuevo colegio en Estados Unidos la acompañé a la presentación escolar. Tras una serie de explicaciones para los padres, la profesora asignó a los alumnos sus pupitres y les dio los números de sus respectivas taquillas o lockers, que estaban situadas a la entrada de la clase. La cara de Ana se iluminó… y la mía creo que todavía más. ¡Una taquilla! ¡Para ella sola! ¡Lo que yo hubiera dado por una cosa así!

Cuando salimos del aula, todos los niños, especialmente las niñas, fueron corriendo a identificar el cubículo que les habían asignado. Muchas llevaban una bolsita en la mano. Y al abrir la portezuela metálica empezaron a sacar montones de artilugios magnéticos con los que personalizar su taquilla: su nombre, un marco de fotos, un mini-calendario, una cajita con gomas de borrar especialmente diseñada para pegar en el interior de la puerta o hasta una especie de lámpara araña de plástico rosa que iluminaba el interior nada más abrirlo. Ambas estábamos fascinadas y en los ojitos de mi hija creí percibir un brillo de envidia que ella trataba de ocultar con pretendida indiferencia.

Tras las presentaciones escolares de los Middle y High Schools lo primero que me contaron mis otros hijos es que les habían dado ¡un locker! ¡Con candado de clave! A las dos semanas ya no se acordaban de la secuencia numérica y ni siquiera de dónde estaban. No lo habían utilizado más que el primer día. Me quedé puesta cuando lo descubrí.

Unos años atrás las taquillas eran el centro gravitacional de la vida en los High Schools, el punto donde empezaban los romances, donde se podía deslizar una nota anónima, donde se podía encontrar a la persona buscada en el cambio de clases o, simplemente, donde se podían quedar olvidados los libros para hacer los deberes que, “qué lástima, hoy no puedo hacer”. Yo estaba convencida de que si mi instituto hubiera tenido lockers habría sido mucho más divertido.

Hoy en día ya no forman parte de la vida estudiantil, no son más que kilómetros de metal ocupando los pasillos de las escuelas sin que nadie se detenga ante ellos. No son testigos de nada, ni escudos de nadie. Los estudiantes ya no los usan, les da seguridad llevar en todo momento consigo lo que necesitan: el teléfono móvil (imprescindible), la botella de agua, los auriculares, la lonchera con la comida, las gruesas carpetas de las asignaturas…

Mi colegio es demasiado grande”, dice mi hija mayor. “No me da tiempo a pasar por la taquilla entre clase y clase. A veces salgo de un aula en el tercer piso y tengo 5 minutos para llegar a la clase siguiente en el otro extremo del primer piso. Si tuviera que ir al locker me pondrían falta por llegar tarde”. Sus explicaciones coinciden con una noticia que leía en el periódico hace poco: “El 90% de los estudiantes de High School no usa sus taquillas”, lo que está suponiendo un cambio estructural en muchos colegios que, al ser renovados, ya no las instalan.

Si hace unos años el director del colegio amenazaba por megafonía con no entregar el candado de la taquilla a quien no rellenara la hoja con los contactos de emergencia, ahora amenaza con no dar la clave de la wi-fi. El locker ya no sirve de reclamo. Incluso los fabricantes de estos muebles metálicos están empezando a variar su producto y parece que ya empiezan a ser sustituidos por unos cubículos inteligentes, compartidos, a los que se accede con una tarjeta magnética y que (eso sí que atrae a los estudiantes) permiten cargar los dispositivos electrónicos.

Mi hija pequeña ya ha pasado a Middle School donde, al menos durante el primer año, siguen usando las taquillas. Por supuesto, ahora miran con desdén las horteradas rosas que se venden antes del comienzo de curso para que las pequeñajas de primaria las decoren. Como máximo harán uso de los lockers un par de años más. Pero para estas nuevas generaciones ya no tienen la trascendencia que tenían para sus padres: esa caja que era una extensión de sí mismos, un espacio propio, privadísimo, al que solo ellos tenían acceso y que era una parte fundamental de su entrada en el mundo de los adultos. Con ellos se va una época. Hay motivos para la nostalgia.

Post-post:
Las taquillas son decorado fundamental en el género de películas de estudiantes, cargadas de tópicos que, según mis hijos, no son tan tópicos sino reales como la vida misma. Estos son los 10 clichés que se siguen encontrando en los institutos americanos, según www.highsnobiety.com:
-       el eterno “colocado” (como el personaje de Ron Slater en Dazed and Confused): fumar “maría” está a la orden del día en los institutos norteamericanos y cualquier estudiante te puede decir, sin dudarlo, quiénes son los “stoners” e incluso los que venden la droga.
-       La entrañable rubia superficial (como el personaje de Karen Smith en Mean Girls): la niña guapa, inocente y demasiado ingenua que, pese a sus bobadas, tiene una autenticidad encantadora.
-       El profesor que hace lo imposible por ser su amigo (como el personaje de Dewey Finn en School of Rock): ese que va de coleguilla, que adopta los gustos musicales de sus alumnos o su forma de hablar en un intento de ser uno más entre ellos para motivarles a rendir más en el colegio. ¡Pufff!
-       El que siempre busca problemas (como el personaje de Biff Tannen en Back to the Future): los bullies siempre han existido pero este personaje ha sido la pesadilla no solo de una generación de la familia McFly, sino de las dos).
-       El/la alumno/a con confusión sexual (como el personaje de Megan en But I'm a Cheerleader): ese compañero que no tiene muy claro lo que realmente es, en términos sexuales, y que, hoy en día, goza de todo el respeto, apoyo y simpatía por parte de profesores y alumnos.
-       El “bro” (como el personaje de Steve Stifler en American Pie): el bocazas que solo vive para las fiestas y que da aullidos de lobo para dejar constancia de lo bien que se lo está pasando.
-       El que no “pega” con su grupo de amigos (como el personaje que interpreta Winona Ryder en Heathers): ese “normal” en un grupo de “chulitos”, el “serio” entre los juerguistas, la “sencilla” (e inteligente) entre las pijas.
-       El “nerd”, el raro (como el personaje de Max Fischer en Rushmore): que tiene unos gustos que no casan con los de la mayoría, que es malo en los deportes, tiene poco éxito entre las chicas…
-       La virgen (o no) “salidorra” (como el personaje de Fogell en Superbad): si nuestros hijos hablaran…
-       Los parias (como los personajes de Enid y Rebecca en Ghostworld): que no entran en categoría de nerds porque encuentran alguien como sí mismos.

lunes, 12 de febrero de 2018

Little Free Library

Este año los Reyes Magos nos regalaron a toda la familia una Little Free Library (LFL). Si al aterrizar en Estados Unidos me hubieran preguntado por su significado en una encuesta, habría engordado la estadística del “no sabe/no contesta”. Pero al poco de llegar, durante un paseo por los suburbios de Maryland, vimos, frente a una vivienda particular, una casita muy coqueta de tamaño un poco mayor que un buzón postal que estaba llena de libros. Como no sabíamos lo que era, simplemente la contemplamos con curiosidad. Meses después vimos otra en otro barrio, de forma y tamaño completamente distintos a la anterior, pintada con motivos vegetales e igualmente llena de libros. Tampoco nos atrevimos a coger ninguno. Antes de Navidades, al llevar a Ana a un cumpleaños, vi que en ese barrio había otra, esta vez con la forma del Tardis de Dr. Who y que tenía una plaquita metálica que decía Little Free Library. org y un número de registro. Cuando llegué a casa tecleé esas palabras en el buscador y ahí empezó todo.

Little Free Library (Pequeña Biblioteca Gratuita) es una organización sin ánimo de lucro que busca promover el amor por la lectura, crear lazos comunitarios y estimular la creatividad mediante el intercambio de libros. La idea partió de un señor en Wisconsin que en el año 2009 construyó una pequeña estructura de madera que colocó sobre un poste en el jardín delantero de su casa como un tributo a su madre, profesora y apasionada de la lectura. La llenó de libros con el propósito de que los que por allí pasaran pudieran coger libros, dejar libros que ya hubieran leído, compartir gustos literarios y dinamizar el vecindario. Compartió la idea con un amigo y la idea se extendió tan rápidamente que en la actualidad hay más de 60.000 LFL en 80 países del mundo. La nuestra es la 61.859.

Dar una segunda vida a los libros ya leídos me parece una idea preciosa. Y desprenderte de ellos para que alguien, anónimo, los disfrute, me parece doblemente atractivo. Ya hace años que mi hermano va dejando los libros que termina en distintas ubicaciones del hospital donde trabaja para que aquel que esté interesado los coja. Diversos ayuntamientos de ciudades españolas han promovido iniciativas como dejar un “libro en un banco” en una fecha determinada para que pasen de unos a otros y promover la lectura. Pero aquí, como me decía un amigo el otro día, van dos pasos por delante. Alguien ha creado ya todo un sistema que hace realidad aquello que llevabas un tiempo pensando y no sabías cómo materializar. Y de repente te ves entusiasmada con un proyecto que se te ajusta como anillo al dedo. En este caso construyes o compras tu casita, la registras en la organización, la metes en el mapa de la página web para que sea localizable por personas ajenas a tu vecindario, vas poniendo libros y la dinamizas cuando y como quieras para darle vida y que no caiga en el olvido.


Nosotros hicimos un diseño sencillo y le dimos las medidas a un conocido con nociones de carpintería. Fuimos con los niños a elegir la pintura y la pintamos una fría tarde de invierno. Pedimos permiso para instalarla a la asociación de vecinos y una vez dimos toda la información pertinente se mostró entusiasmada con la idea y nos brindó todo su apoyo. Fuimos a casa de una vecina a pedirle herramientas para hacer el agujero para el poste y tras surtirnos con todo tipo de palas nos dijo que había una herramienta específica para esa función llamada post digger que te permite hacer el agujero del tamaño exacto concentrando todas tus fuerzas en un punto preciso (¿no es para quedarse puesta?).  Desechamos las palas y buscamos un sitio donde alquilarla por unas horas. Funcionó de maravilla y usamos otro invento americano que de manera rápida y limpia fija el poste al suelo dándole una estabilidad similar a si hubieras empleado dos sacos de cemento. Dimos un paso atrás y exclamamos sin modestia alguna: "¡qué bien nos ha quedado!"

Como el sistema funciona a través de administradores voluntarios o “stewards”, nuestra hija pequeña, la más lectora de todos, asumió con gusto ese rol. Ella es la que se va a encargar de llevar control de los libros que entren y salgan de la biblioteca, de ponerles un sello con el logo de la organización para que quede constancia de que son parte del movimiento (y también para evitar posibles ventas en el mercado de segunda mano y que alguien haga negocio con lo que pretende ser gratuito), de difundir la idea o de explicar el funcionamiento a quien lo desconozca. Ha puesto, también un libro de visitantes para que se dejen comentarios y sugerencias.


Ayer fue el gran día de la inauguración. Difundimos la noticia entre los vecinos, pusimos un par de globos para que pudieran identificar la librería fácilmente, la llenamos de libros y ofrecimos chocolate caliente y galletas. Empezó a diluviar como si el cielo quisiera caerse y tuvimos que cobijarnos en el garaje. Pero desafiando la lluvia, caminando cobijados bajo los paraguas o conduciendo sus coches, los vecinos vinieron a dar la bienvenida a la Little Free Library. Y con el genuino entusiasmo que los americanos muestran ante los proyectos comunitarios hicieron realidad el lema de la organización “Take a book. Return a book” (“Coge un libro. Devuelve un libro”).

lunes, 5 de febrero de 2018

Superbowl

A mí me gusta mirar. Lo reconozco. No digo que soy “voyeur” porque no me gustan los extranjerismos y porque la palabra tiene unas connotaciones que no se ajustan a mi forma de mirar. El adjetivo “mirona” tampoco me gusta; tiene cierto retintín negativo que no creo encontrar en mí. Pero da igual cómo lo califique, el caso es que disfruto viendo la forma de comportarse o de interactuar de la gente, ya sea en la calle, en un restaurante, en un concierto de jazz o en un partido de fútbol americano. Especialmente en estos últimos, porque al no entender nada de lo que sucede en el campo soy más una espectadora de los espectadores que del espectáculo.

Ayer, como todos los primeros domingos de febrero desde 1967, se celebró la Superbowl (o Supertazón, como lo llaman en América Latina), la final del campeonato de fútbol americano en Estados Unidos, entre los Eagles de Filadelfia y los Patriots de Nueva Inglaterra. Es el espectáculo deportivo más grande del mundo, paraliza al país y es imposible no contagiarse de todo lo que implica. Porque el juego, en la Superbowl, es la excusa para hacer espectáculo con todo lo demás y en eso los americanos son maestros.

Incluso para aquellos a los que no les gusta el fútbol americano, hay dos momentos de máxima expectación en el estadio: la emotiva interpretación del himno nacional, siempre a cargo de un artista con destacada capacidad vocal (generalmente mujer) y la actuación del descanso, que recae sobre alguno de los intérpretes más importantes del momento. Michael Jackson, Madonna, U2 han actuado para la Superbowl y ayer Justin Timberlake lo hizo por tercera vez. En la ocasión anterior, en 2004, protagonizó el momento más polémico de la historia de estos juegos cuando rasgó el vestido de su compañera Janet Jackson y quedó al descubierto su pecho, apenas tapado el pezón por una estrella.  Así que ayer, los 70.000 asistentes al estadio en Minnessota o los más de 100 millones que lo vimos por televisión, teníamos mucho donde mirar.

Aunque yo ya he ido a bastantes partidos de futbol americano del High School de mis hijos por aquello de apoyar a la cheerleader de la familia y al niño, que toca en la banda del colegio y desfila en los partidos más importantes, confieso que sigo sin enterarme muy bien de las complejísimas reglas. Aunque unas pocas cosas ya las tengo claras:

  • Cada equipo está compuesto por 22 jugadores que se reparten entre ofensivos y defensivos. Solo once pueden estar en el campo. El jugador más importante de cada equipo se llama quarterback (Mariscal de Campo, en español), y es el que se encarga de lanzar el balón cuando el equipo ataca.
  • El tiempo de juego está dividido en cuatro cuartos de 15 minutos y la cancha mide 100 yardas (90 metros aproximadamente), casi lo mismo que un campo de fútbol tradicional. 
  • El equipo que empieza atacando tiene cuatro oportunidades (downs) para avanzar 10 yardas en dirección a la zona de anotación.
  • Para avanzar con el balón existen dos opciones: pase o carrera. En el primer supuesto el quarterback intenta lanzar el balón a uno de sus receptores (receivers). En el segundo caso, un jugador, el running back, intenta avanzar entre la maraña de defensas del equipo contrario. Los buenos equipos alternan ambas opciones de ataque, desorientando al equipo rival.

Esta teoría se puede entender más o menos bien; yo debí de entenderla fatal antes de mi primer partido porque me quedé puesta al ver que, pese a que un partido son cuatro tiempos de quince minutos (o sea, una hora), en realidad acaba durando casi cuatro horas; que cada dos por tres no cambia un jugador, sino los once a la vez o que entre tanta gente y tantos movimientos en el campo era incapaz de ver dónde estaba o quién tenía la pelotita ovalada. Así que hice uso de mi capacidad observadora y me entretuve mirando las evoluciones de las animadoras, las comidas que más éxito tenían entre los asistentes (la mayoría comía o bebía algo), la forma en que iban vestidos (apoteosis de gorras y camisetas), cómo colocaban los cojines sobre los que asentar sus posaderas (las mías se quedaron ciertamente resentidas tras tanto tiempo sobre la bancada de cemento) o cómo aplaudían o protestaban un pase en el terreno de juego. Pase que, por cierto, yo no había visto por estar pendiente de otras cosas.

Ayer, en el sofá de mi casa, estuve más cómoda, la verdad. A pesar de que es uno de los acontecimientos sociales más importantes de Estados Unidos y la gente se reúne en casas o en bares para ver el partido, nosotros lo vimos en familia. La Superbowl es también, después del día de Acción de Gracias, la fecha del año en que mas comida y bebida se consume en Estados Unidos y se calcula que se toman 45 millones de toneladas de guacamole para seguir el partido. Ahí sí fuimos fieles a la tradición y en el momento en que saqué mi tazón de guacamole todos dejaron de prestar atención a lo que sucedía en el campo de juego y se abalanzaron sobre la especialidad mexicana. Y cuando mi hija pequeña exclamó “esto sí que es un superbowl, mamá, y no este rollo que nos estamos tragando”, todos le dimos la razón.

Por cierto, ganaron los Eagles. Underdogs no more!

Post-post:
El trofeo que se lleva el equipo ganador se llama Vince Lombardi, en honor al entrenador ganador de las dos primeras Superbowls. Tiffani&Co es la joyería encargada de su fabricación. Además, cada jugador recibe un anillo de campeón, de oro y diamantes, estimado en 5.000 dólares. La Liga de Fútbol Nacional (NFL) costea 150 de estos anillos y los vencedores pueden regalarlos a quienes quieran.

Se dice que Putin tiene uno. El hijo de Robert Kraft, el dueño de los Patriots, se enroló en una misión comercial a Moscú en el año 2013 y allí conoció al presidente Vladimir Putin. Poco antes su equipo había ganado la Superbowl y llevaba el anillo. Putin se lo pidió para admirarlo y dijo que mataría por tener un recuerdo así. Kraft bromeó diciéndole que no necesitaba tanto, pues Putin es cinturón negro de Kárate. El político se metió el anillo en el bolsillo y se marchó rodeado de escoltas, para pasmo de los allí presentes. Al dueño de los Pats le llamaron de la Casa Blanca para que simulase que había sido un regalo, intentando evitar un conflicto diplomático.