lunes, 5 de febrero de 2018

Superbowl

A mí me gusta mirar. Lo reconozco. No digo que soy “voyeur” porque no me gustan los extranjerismos y porque la palabra tiene unas connotaciones que no se ajustan a mi forma de mirar. El adjetivo “mirona” tampoco me gusta; tiene cierto retintín negativo que no creo encontrar en mí. Pero da igual cómo lo califique, el caso es que disfruto viendo la forma de comportarse o de interactuar de la gente, ya sea en la calle, en un restaurante, en un concierto de jazz o en un partido de fútbol americano. Especialmente en estos últimos, porque al no entender nada de lo que sucede en el campo soy más una espectadora de los espectadores que del espectáculo.

Ayer, como todos los primeros domingos de febrero desde 1967, se celebró la Superbowl (o Supertazón, como lo llaman en América Latina), la final del campeonato de fútbol americano en Estados Unidos, entre los Eagles de Filadelfia y los Patriots de Nueva Inglaterra. Es el espectáculo deportivo más grande del mundo, paraliza al país y es imposible no contagiarse de todo lo que implica. Porque el juego, en la Superbowl, es la excusa para hacer espectáculo con todo lo demás y en eso los americanos son maestros.

Incluso para aquellos a los que no les gusta el fútbol americano, hay dos momentos de máxima expectación en el estadio: la emotiva interpretación del himno nacional, siempre a cargo de un artista con destacada capacidad vocal (generalmente mujer) y la actuación del descanso, que recae sobre alguno de los intérpretes más importantes del momento. Michael Jackson, Madonna, U2 han actuado para la Superbowl y ayer Justin Timberlake lo hizo por tercera vez. En la ocasión anterior, en 2004, protagonizó el momento más polémico de la historia de estos juegos cuando rasgó el vestido de su compañera Janet Jackson y quedó al descubierto su pecho, apenas tapado el pezón por una estrella.  Así que ayer, los 70.000 asistentes al estadio en Minnessota o los más de 100 millones que lo vimos por televisión, teníamos mucho donde mirar.

Aunque yo ya he ido a bastantes partidos de futbol americano del High School de mis hijos por aquello de apoyar a la cheerleader de la familia y al niño, que toca en la banda del colegio y desfila en los partidos más importantes, confieso que sigo sin enterarme muy bien de las complejísimas reglas. Aunque unas pocas cosas ya las tengo claras:

  • Cada equipo está compuesto por 22 jugadores que se reparten entre ofensivos y defensivos. Solo once pueden estar en el campo. El jugador más importante de cada equipo se llama quarterback (Mariscal de Campo, en español), y es el que se encarga de lanzar el balón cuando el equipo ataca.
  • El tiempo de juego está dividido en cuatro cuartos de 15 minutos y la cancha mide 100 yardas (90 metros aproximadamente), casi lo mismo que un campo de fútbol tradicional. 
  • El equipo que empieza atacando tiene cuatro oportunidades (downs) para avanzar 10 yardas en dirección a la zona de anotación.
  • Para avanzar con el balón existen dos opciones: pase o carrera. En el primer supuesto el quarterback intenta lanzar el balón a uno de sus receptores (receivers). En el segundo caso, un jugador, el running back, intenta avanzar entre la maraña de defensas del equipo contrario. Los buenos equipos alternan ambas opciones de ataque, desorientando al equipo rival.

Esta teoría se puede entender más o menos bien; yo debí de entenderla fatal antes de mi primer partido porque me quedé puesta al ver que, pese a que un partido son cuatro tiempos de quince minutos (o sea, una hora), en realidad acaba durando casi cuatro horas; que cada dos por tres no cambia un jugador, sino los once a la vez o que entre tanta gente y tantos movimientos en el campo era incapaz de ver dónde estaba o quién tenía la pelotita ovalada. Así que hice uso de mi capacidad observadora y me entretuve mirando las evoluciones de las animadoras, las comidas que más éxito tenían entre los asistentes (la mayoría comía o bebía algo), la forma en que iban vestidos (apoteosis de gorras y camisetas), cómo colocaban los cojines sobre los que asentar sus posaderas (las mías se quedaron ciertamente resentidas tras tanto tiempo sobre la bancada de cemento) o cómo aplaudían o protestaban un pase en el terreno de juego. Pase que, por cierto, yo no había visto por estar pendiente de otras cosas.

Ayer, en el sofá de mi casa, estuve más cómoda, la verdad. A pesar de que es uno de los acontecimientos sociales más importantes de Estados Unidos y la gente se reúne en casas o en bares para ver el partido, nosotros lo vimos en familia. La Superbowl es también, después del día de Acción de Gracias, la fecha del año en que mas comida y bebida se consume en Estados Unidos y se calcula que se toman 45 millones de toneladas de guacamole para seguir el partido. Ahí sí fuimos fieles a la tradición y en el momento en que saqué mi tazón de guacamole todos dejaron de prestar atención a lo que sucedía en el campo de juego y se abalanzaron sobre la especialidad mexicana. Y cuando mi hija pequeña exclamó “esto sí que es un superbowl, mamá, y no este rollo que nos estamos tragando”, todos le dimos la razón.

Por cierto, ganaron los Eagles. Underdogs no more!

Post-post:
El trofeo que se lleva el equipo ganador se llama Vince Lombardi, en honor al entrenador ganador de las dos primeras Superbowls. Tiffani&Co es la joyería encargada de su fabricación. Además, cada jugador recibe un anillo de campeón, de oro y diamantes, estimado en 5.000 dólares. La Liga de Fútbol Nacional (NFL) costea 150 de estos anillos y los vencedores pueden regalarlos a quienes quieran.

Se dice que Putin tiene uno. El hijo de Robert Kraft, el dueño de los Patriots, se enroló en una misión comercial a Moscú en el año 2013 y allí conoció al presidente Vladimir Putin. Poco antes su equipo había ganado la Superbowl y llevaba el anillo. Putin se lo pidió para admirarlo y dijo que mataría por tener un recuerdo así. Kraft bromeó diciéndole que no necesitaba tanto, pues Putin es cinturón negro de Kárate. El político se metió el anillo en el bolsillo y se marchó rodeado de escoltas, para pasmo de los allí presentes. Al dueño de los Pats le llamaron de la Casa Blanca para que simulase que había sido un regalo, intentando evitar un conflicto diplomático.

2 comentarios: