lunes, 10 de julio de 2017

Cerrado por vacaciones

Tenía pensado escribir sobre el 4 de julio en este post, sobre la conmemoración de la independencia de Estados Unidos con ocasión de la separación formal de las 13 colonias de Gran Bretaña en 1776. Ya hacía días que los carteles luminosos de las autopistas que alertan de que te abroches el cinturón o de que no uses el teléfono mientras conduces habían cambiado sus mensajes por unos más divertidos que decían: On 4th of July: beisbol, hot dogs, apple pie and a sober ride (En el 4 de julio, beisbol, perritos calientes, pastel de manzana y conducción sin alcohol). Podía ser un buen comienzo para una entrada de corte histórico.

Luego pensé que tan importante como mi primer 4 de julio en este país era mi primera carrera benéfica que, además, se celebraba en ese día, por lo que podía unir los dos temas. Y eso sí que es un hito propio. A las siete y media de la mañana ya estaba en el punto de encuentro de la Carrera Austism Speaks 5K que busca conseguir fondos para la concienciación, la investigación y el apoyo a los niños y a las familias que padecen autismo. Me había animado a participar mi amiga Ana, conocedora de los avances que poco a poco voy haciendo en el durísimo mundo de los corredores donde me adentré hace unos meses en mi desesperada lucha contra los nefastos efectos de las calorías americanas (ver entrada El coloso en mallas).  Éramos unos cuantos miles con el dorsal pegado en la camiseta y otros tantos que se solidarizaban con la causa o con los corredores;  hombres y mujeres, más o menos jóvenes, más o menos atléticos, vestidos de forma más o menos acorde con el día que se celebraba, pero dispuestos a darlo todo en esa mañana húmeda y calurosa.

Un animador dirigió entre bromas y risas los estiramientos colectivos y a las 8 en punto de la mañana sonó la bocina que marcaba el inicio de la carrera. ¡Mi primera carrera! Ahí estaba yo subiendo y bajando las calles de Potomac resoplando y resollando, es cierto, pero poco después, cruzando la línea de meta. No fui la primera, tampoco la última. La acabé, no me lo podía creer. Y no sé si fueron las endorfinas liberadas, el buen ambiente del evento, la alegría de la gente, el que para recuperarnos nos dieran agua, fruta, baggels o pizza (no es muy sano, es cierto, pero teníamos la excusa perfecta para permitírnoslo), el caso es que estuve todo el día de buen humor.

También me pareció que podía tener gracia el tema de cómo celebran el 4 de Julio los suburbios residenciales como el nuestro. La piscina de nuestro barrio organizaba el 4th of July at the pool: perritos, hamburguesas, helados, juegos y buen rollo vecinal para celebrar el Día de la Independencia. No nos lo podíamos perder. Entre lo mejor, el partido de waterpolo con la sandía grasienta y los concursos desde el trampolín (con jurado y contaje de puntos incluidos) de saltos bomba o cannon ball (puntuaba la altura y cantidad de la salpicadura) y de planchazo de pecho  o belly flop (puntuaba el ruido al hacer contacto con el agua y la cantidad de piel objeto de la plancha).  Divertido, familiar, participativo… gracias a la incansable labor de esos socios tan activos que no me dejaban disfrutar indolentemente de mis baños de sol (ver entrada ¡Abrió la piscina!).

Con la idea de compararlo con las archiconocidas festividades del 4 de julio en Washington DC, a las seis de la tarde nos fuimos rumbo al Mall para no perdernos los fuegos artificiales con los que todos los años la capital celebra el cumpleaños de la nación. Allí nos unimos a los miles de personas que ya estaban tumbadas en las praderas escuchando animadísimas canciones interpretadas por la Banda Naval de los Estados Unidos o viendo el Capitol Fourth en las inmediaciones del Capitolio, un concierto gratuito de temática patriótica y clásica con grandes estrellas del tipo de The Beach Boys o The Blues Brothers. Es un evento que se televisa en todo el mundo y precede el espectáculo de fuegos artificiales que comienza al anochecer tiñendo de colores durante 18 minutos el cielo que cubre el Memorial de Lincoln. Y aunque en España, donde tenemos una de las mejores industrias pirotécnicas del mundo, los he visto mejores, el entorno los hace realmente fantásticos y no es de extrañar que los hayan explotado de tal manera cinematográficamente.

Pero lo que realmente me dejó puesta esta semana fue el darme cuenta de la cantidad de años que hace que no veo los clásicos cartelitos de “Cerrado por vacaciones” que se solían colgar en las puertas de los comercios. Sumían el centro de las pequeñas ciudades en una cansina somnolencia estival de la que no se salía hasta el mes de septiembre cuando sus propietarios levantaban el cierre, morenos, descansados y llenos de energía para contar a todo el que lo quisiera oír su mes de vacaciones. Aquí los comercios no cierran por vacaciones, ni siquiera cierran a la hora de comer. España se está contagiando de esta tendencia y, por supuesto, ni aquí ni allá dependiente alguno se interesa por tu veraneo como pregunta de cortesía antes de contarte con todo lujo de señales el suyo.

Por eso mi post de esta semana es un pequeño homenaje a aquella hoja que al inicio de las vacaciones se pegaba con celo en el escaparate o en la puerta de la tienda y que el sol amarilleaba y arrugaba de manera que al final del verano apenas se veían los trazos de tinta del bolígrafo empleado. Hoy cuelgo yo aquí mi cartel virtual de Cerrado por vacaciones. A la vuelta del verano regresaré con mis pequeñas historias para aquel que las quiera leer. ¡Feliz verano!

Fotos: Gabriel Alou, Creative Commons.

lunes, 3 de julio de 2017

Conciertos de verano

La primera vez que fui a Nueva York acababa de cumplir 18 años. Dos cosas absurdas se me quedaron grabadas de aquel viaje: los conos que había en las alcantarillas para permitir la salida del vapor del subsuelo y los bocadillos gigantes que se zampaba la gente en un concierto de música clásica en el Central Park. Allí, en una explanada enorme de hierba, el público había extendido sus mantas en el suelo y de sus cestas de picnic sacaba comida, copas y vino frío del que disfrutaban a la par que de los acordes que interpretaba la orquesta. Y aquel grupo de jóvenes tenía un bocadillo de metro y medio de largo que seguro que había necesitado dos personas para transportarlo. El tamaño del magnífico bocata y el respetuoso silencio con el que lo estaban comiendo me dejaron puesta.

Lo recordé el otro día en que Gabriel apareció con un par de entradas para uno de los conciertos de verano del Wolf Trap, el Parque Nacional para las Artes Escénicas que se encuentra en Vienna, Virginia. Son cerca 50 hectáreas de terreno donados hace 50 años por una funcionaria del gobierno para preservar el área de la presión urbanística a la vez que para crear un espacio donde disfrutar de las artes en armonía con la naturaleza. Junto con las tierras donó fondos para construir un anfiteatro exterior conocido como el Filene Center que desde mayo a finales de septiembre tiene una programación alucinante de pop, country, folk, blues, música clásica, danza o teatro.

Uno de esos incendios tan frecuentes en este país y que a mí me producen pavor (ver entrada Tocar madera) destruyó completamente el edificio original en 1982 y, tras dos años de reconstrucción, el resultado es un anfiteatro ultramoderno con capacidad para 7000 personas, la mitad de las cuales están bajo techo y el resto puede tumbarse en las laderas que en él convergen. Y a mí me parece lo máximo: ir con tu neverita, la cena, el vino y las copas, un buen cojín y sentarte sobre la manta en la noche templada alternando la vista entre las luces del escenario y las de las estrellas sobre tu cabeza. Delicioso.

Un ambiente  muy distinto al del otro concierto que fuimos hace unos días en la Embajada de Finlandia, que organiza junto con sus vecinos nórdicos un Festival de Jazz en Washington. Jazz nórdico, una experiencia, cuando menos, “intensa”, en un edificio igualmente fantástico: una caja de cristal y acero con muros de granito que desde el exterior no dejan adivinar el ambiente cálido repleto de luz natural, madera clara y magníficas vistas al bosque que tiene detrás. Modernísimo y minimalista, como el público asistente. Gente rubia, alta, con trajes que estilizaban sus cuerpos juncales, gafas de montura de pasta gruesa y una postura elegante de espalda erguida y cuello de bailarines. Tan distintos de mi Europa mediterránea que me entraron unas tremendas ganas repentinas de irme de expedición a esas frías tierras del norte  que seguro que serían una cantera inagotable de momentos para quedarme puesta. Eso sí, no sé si iría a otro concierto de jazz nórdico: demasiado gélido para mis gustos latinos.

Post-post:
El resto del año, desde octubre hasta mayo, el Wolf Trap programa sus espectáculos en The Barns at Wolf Trap, dos graneros del siglo XVIII adaptados para espectáculos musicales en 1981. Al parecer, la propietaria original del terreno había acudido a un concierto en un granero en Maine y quedó impresionada con la acústica y el ambiente informal que proporcionaba la construcción agrícola. Quiso reproducir lo mismo en Wolf Trap y, tras encargar a un historiador especializado en graneros (puesta otra vez) que localizara dos aptos para su propósito, los mandó traer desde el norte del Estado de Nueva York y reconstruirlos en su ubicación actual en Virginia. Levantado alrededor de 1730, el granero alemán tiene una viga oscilante que recuerda su doble función original de servir de apoyo al henil y permitir un espacio diáfano en el que se pudieran mover los caballos. Ahora es un teatro delicioso con capacidad para 284 personas en el lugar de los animales y 98 en el de la paja. Adyacente está el granero inglés, construido en 1791. Más pequeño que el anterior, sirve de área de recepción y servicios y cuenta con una zona de reunión y pequeño restaurante donde disfrutar de una cena ligera o una copa antes de la actuación. Allí vimos el invierno pasado a la gaitera gallega Cristina Pato que puso a todo el público a bailar muñeiras. Literal.

Fotos: Gabriel Alou y Wolf Trap