lunes, 29 de mayo de 2017

Rolling Thunder

Uno de los puentes más importantes en Estados Unidos es Memorial Day, una fiesta federal que homenajea a los caídos en combate al servicio de las fuerzas armadas norteamericanas. Siempre se celebra el último lunes de mayo y marca de forma no oficial el inicio de la temporada estival (que se cierra con el puente de Labour Day del primer lunes de septiembre). El fin de semana de Memorial Day abren todas las piscinas, los estudiantes entran en modo pre-vacacional y tiene lugar el Rolling Thunder Run to the Wall, uno de los eventos más americanos que he visto y fiel reflejo de la idiosincrasia estadounidense.

A las 12 del mediodía de la víspera del Memorial Day, cientos de miles de motoristas que se han venido congregando desde primera hora de la mañana en el aparcamiento frente al Pentágono, encienden al unísono los motores de sus vehículos en lo que viene a ser un descomunal y ensordecedor trueno (thunder). Desde allí, tras cruzar el Memorial Bridge, hacen un recorrido completo por el National Mall y terminan en el Memorial de los Veteranos del Vietnam.

Y es que este evento, que ayer llegó a juntar a más de 400.000 motoristas, es un acto fundamentalmente patriótico organizado por una asociación llamada Rolling Thunder que desde hace 30 años busca no dejar que caigan en el olvido los prisioneros de guerra (Prisoners of War: POW) y los desaparecidos en combate (Missing in Action: MIA). Su lema es “You are not  forgotten” (“No estáis siendo olvidados”) y su fin último es recuperar y repatriar los restos de los soldados estadounidenses que perdieron la vida en las guerras mundiales, de Corea y del Vietnam.

Como acto patriótico del país más patriótico en el que jamás haya estado es, cuando menos, abrumador. Las banderas americanas se cuentan por miles; los colores rojo, azul, blanco y negro dominan la paleta; las motos, son en su mayoría Harley Davidson, la motocicleta americana por excelencia (y con el rugido de motor más poderoso, que también importa para este acto) y ya lleve la moto un hombre o una mujer (aunque lo habitual es que ellas vayan de paquete saludando y haciendo fotos) la estética es de motero norteamericano: chaleco de cuero negro, camiseta sin mangas, barba larga, tatuaje, barriga o michelín bien marcado y vehículo tuneado a tope. Un espectáculo.

Delante de donde nos situamos para ver el torrente incesante de motos había un soldado, vestido de gala, en posición de saludo ante el que los moteros reaccionaban en señal de respeto: unos reducían la velocidad y saludaban al estilo militar; otros se bajaban de la moto y se ponían en posición de firmes ante él; otros le dejaban recuerdos a sus pies, o le daban de beber, o le abrazaban emocionados. Era el Sargento Chambers que, desde que hace 15 años salió en un gesto espontáneo a saludar durante cuatro horas sin moverse a los que participaban en el acto, ha pasado a ser conocido por todos como el “Saluting Marine” y un icono más de esta celebración.

Ya estoy acostumbrada al despliegue de símbolos patrios que inunda cualquier acto en este país pero me siguen dejando puesta el respeto, el orgullo y el fervor con el que los norteamericanos exteriorizan sus sentimientos patrióticos. Y cuando me paré a hacerle una foto a una camiseta que vendían que decía “Bikers for Trump” (“Los moteros con Trump”) una pareja que estaba al lado me dijo “No tienes que ser motera para llevar una camiseta como ésa. Basta con que respetes al país” y se abrieron la cazadora y me enseñaron las que ellos llevaban. Y ahí me volví a quedar puesta al darme cuenta de que la imagen que como española yo tenía de los moteros estilo Harley y a los que siempre había visto como jóvenes/rebeldes/antisistema,  aquí no es así: en su mayoría son conservadores, republicanos y con los colores de sus tatuajes ya bastantes desvaídos entre los pliegues de su piel añosa.

Post-post:
El nombre que da origen a este evento proviene del bombardeo sobre Vietnam realizado en 1965 llamado “Operación Rolling Thunder”. Muchos han dicho que el mítico tour de Bob Dylan conocido como “Rolling Thunder Revue” y que incluyó 57 actuaciones entre 1975 y 1976 en las que le acompañaron Joan Baez, Roger McGuinn o Rambling Jack Elliot entre otros, también tomó su nombre de esa campaña. Otros dicen que viene del apelativo del chamán “Rolling Thunder”. La explicación, dijo el propio Dylan, es más sencilla: el sonido abrumador de unos truenos repentinos le distrajo cuando en el porche de su casa pensaba en el nombre que le daría a la gira. Sea como fuere, el tour del actual premio Nobel fue ampliamente documentado en formato cine, audio e impreso. Otro símbolo entre los símbolos, según Gabriel, el mejor asesor musical y el autor del vídeo que arriba se reproduce.

lunes, 22 de mayo de 2017

¡¡¡¡ SOY MALÍSIMA!!!!

El otro día hablaba con mi hija pequeña de lo que es ser malo, mala persona, mala gente. Yo le decía que no creo que nadie se acueste por la noche diciéndose “jopé, qué malo soy, doy asco”. Creo que todo el mundo se considera bueno y noble porque siempre ve una manera de justificar sus malas acciones o sus malos sentimientos: “le maté porque me estaba provocando”, “le robé porque me hacía falta”, “ le pegué una paliza porque se lo merecía”, “le critiqué porque quería avisar a mi amigo de que tuviera cuidado con él”, “le mangué el boli tan chulo porque a él no le hacía falta”… y así cien mil ejemplos. La conversación quedó en poco más que eso y no le di más vueltas hasta que mi amiga Lucía compartió en su Facebook una entrada de un blog titulada: “La bondad es el punto más elevado de la inteligencia”. En ella el autor define la bondad y la contrapone a la maldad distinguiendo entre:

-       Bondad: acción que colabora a que la felicidad pueda aparecer en la vida de otro.
-       Crueldad: utilización del daño para obtener un beneficio.
-       Maldad: ejecución de un daño aunque no adjunte réditos.
-       Perversidad: cuando hay regodeo en infligir daño a alguien.
-       Malicia: desear el perjuicio de otro aunque no se participe directamente en él.

Pero cuando terminé de leer el post y me puse a cotillear en los comentarios me quedé puesta: los lectores se habían enzarzado en una absurda disputa sobre si el lenguaje utilizado por el autor era “rimbombante” o no, ignoro si con maldad, malicia, perversidad o crueldad pero muchos de ellos con “mala leche” o como si el artículo que acababan de leer no les hubiera dejado el más mínimo poso.

Con mucha frecuencia veo que las entradas de blogs que más comentarios generan son aquellas en las que la gente se engancha en broncas, sean por el motivo que sean. No importa lo bien intencionado que sea un comentario, siempre habrá alguien que lo malinterprete, se cabree y se monte una de agárrate. Y es que en internet se forman unos debates masivos en los que no hay moderación ni reglas de comportamiento, a los que acceden personas con valores y niveles educativos muy diferentes y que en muchos casos se esconden tras una identidad anónima. Todos creen que tienen razón y ninguno da su brazo a torcer.

Además, las reglas del debate son muy distintas a las que estábamos acostumbrados: hay que responder de manera breve o brevísima (nadie lee las largas explicaciones por muy eruditas o acertadas que sean y, además, no caben en el espacio que te otorgan), hay que ser rápido (la mayoría de los debates se agotan en muy poco tiempo), cuantos más signos de exclamación se pongan, mejor y el escribir en mayúsculas otorga autoridad. En suma, a más frivolidad, más éxitos y “likes” se consiguen.

Tal vez lo mejor sea ejercer una indiferencia digital, huir a toda prisa del debate y hacerse el loco, porque gana quien da la espalda antes y deja al otro con la miel en los labios. Y no sé si eso sea el punto más elevado de la inteligencia, un acto de bondad o de perversidad pero el resultado, cuando menos, nos beneficia a todos.

lunes, 15 de mayo de 2017

See you later, alligator

Los fritos de pollo que me estaba comiendo estaban buenos, un poco secos, pero buenos. Estábamos en Nueva Orleans dando buena cuenta de los aperitivos en la celebración de la boda de mi amiga Ana y los camareros no daban abasto. Un invitado que estaba a mi lado preguntó por el contenido de la bandeja que yo acababa de atacar y que, para mí, saltaba a la vista que eran “nuggets” de pollo, y el mozo le contestó: “lagarto”. Ya os podéis imaginar cómo me quedé.

Cuando se trata de comer seres vivos, en Estados Unidos nada parece lo que es: el pescado te lo sirven en porciones cuadradas o triangulares, las gambas no tienen cabeza, patas o intestinos, el pollo siempre está despiezado y tiene un rebozado de un centímetro que oculta su humilde naturaleza, los cangrejos gigantes no tienen caparazón y solo te venden las patas… Si a una mesa de americanos estándar le sirves un pescado a la espalda, con sus agallas, espina y cola y, además, en su punto de horno, que es como está bueno, como mínimo se les transformará la cara. Las costillas de cerdo a la barbacoa son típicas de Estados Unidos, pero ponles un cochinillo lechal en plato de barro, enterito, tal y como te lo pueden presentar en Segovia y si hay niños en la mesa empezarán a hacer pucheros horrorizados.

Además, en Estados Unidos, tampoco las cosas saben a lo que son. Los paladares americanos disfrutan más cuando hay muchas especias o ingredientes que disfracen los sabores originales. Llámalo kétchup, salsas de carne, aderezos para ensalada, da igual. La oferta de sabores de pan rallado e incluso de croutones o picatostes (ajo, mantequilla, beicon, finas hierbas, queso, curri, chile…) es alucinante y todos consiguen el mismo resultado: ocultar la realidad de tu ingesta.

Como española acostumbrada a nuestras hermosas, coloridas y bien provistas pescaderías, ya estés en la costa o en cualquier pueblo de secano, me deja puesta la tristeza de las pescaderías en este país. Todo está fileteado, previamente descongelado y si no es por el cartelito es imposible saber cuál era el pez original. Aquí sí que empiezo yo a hacer pucheros. Y a día de hoy no termino de entender cómo un país con tantísimos kilómetros de costa, con tal diversidad climática y acuática y que podría ser tan rico en piscicultura tiene unas pescaderías tan pobres.

Pero es que Estados Unidos importa más del 90% del pescado que consume, principalmente gambas y luego, de lejos, salmón y atún enlatado. Y lo curioso es que lo pescan los barcos americanos, lo exportan para ser procesado y luego lo vuelven a comprar para el consumo. Con lo cual no es de extrañar que los filetes de pescado estén tan mustios. Más bien están agotados. Tal vez por ello los americanos comen tan poco pescado: cuatro veces menos que ternera o pollo o ¡40 veces menos que lácteos! Y eso sí me lo creo. Lo he visto en infinidad de ocasiones desde mi más tierna infancia. Ya los niños protagonistas de la serie “Con ocho basta” (“Eight Is Enough”) abrían su enorme nevera americana, sacaban una botella de leche descomunal de tamaño galón, y así, con la puerta abierta y a morro, le metían un buen viaje. Y a mí eso me fascinaba en igual medida que horrorizaba a mi padre, que ponía la misma mueca que podría poner el padre americano si me viera succionar la cabeza de una gamba.

lunes, 8 de mayo de 2017

Window treatment

Cada noche, al correr las cortinas de mi habitación, me acuerdo de cuando nos mudamos a Washington y nos instalamos en la que casa que acabábamos de alquilar. La experiencia me hizo ya hace mucho tiempo prescindir de empaquetar cortinas cuando nos trasladamos de un país a otro porque sé que se quedarán en una caja que no hace más que incordiar durante un montón de tiempo hasta que un buen día decido regalar su contenido. Jamás he conseguido reutilizar cortinas que haya tenido en casas anteriores. Unas veces porque la vivienda ya venía con cortinas, otras porque no pegaban ni con cola, las más de las ocasiones porque las medidas de las ventanas eran completamente diferentes y cuando encontraba quién me hiciera los arreglos en ese país desconocido era demasiado tarde: en un arrebato de desesperación por tener la casa ordenada ya me había deshecho de esa caja que me ofendía con su mera presencia.

Gabriel odia, teme y se desespera con el “momento cortinas”. Y no es para menos. Reconozco que me pongo muy pesada, pero no lo puedo evitar. Tal vez sea un mecanismo de supervivencia en esta vida itinerante que me ha tocado vivir, pero psicológicamente necesito que la casa que ha de ser mi hogar en los años que pasamos en cada país esté completamente montada con nuestras cosas lo antes posible. Así y todo hago esfuerzos y en esta última mudanza me contuve lo más que pude. Pero a las dos semanas de ventanas desnudas que, de noche, con la luz encendida, se convierten en una especie de pantallas gigantes de televisión donde los vecinos pueden ver todos tus movimientos, empecé a dar la brasa.

Washington es una ciudad dispersa. No tienes unas calles comerciales donde puedas encontrar tiendas de todo tipo como en las ciudades europeas; no hay tampoco un zoco donde elegir telas y decirle al “taylor” indio o paquistaní que te las confeccione; no hay un mercadillo con tejidos al peso y una “doña Rosita” costurera recomendada por la española que acabas de conocer y que luego se convertirá en una de tus mejores amigas.  Aquí sólo encontraba tiendas de decoración que tenían una pequeña sección de “Window treatment” y cada vez que corría desesperada en esa dirección a Gabriel le hervía la sangre porque no acababa de entender qué demonios hacíamos buscando cortinas cuando había una ciudad maravillosa por descubrir.

Hasta que un día llegó a mi buzón publicidad de una tienda, en un sitio que nos parecía lejísimos, donde no sólo vendían miles de telas sino que te las hacían allí mismo y te las instalaban en tu casa. Se me había aparecido el hada madrina de los deseos. Medí todas las ventanas de la casa y lo anoté cuidadosamente, guardé el papel en mi billetera, animé a mis hijos a que pensaran cómo les gustaría vestir sus ventanas y cuando llegó el fin de semana, con los niños de mi parte, excitadísimos tras haber descubierto con mayor o menor fortuna sus dotes decoradoras, sugerí suavemente a Gabriel que dejáramos uno de los museos smithsonianos para otro día y nos fuéramos a una maravillosa excursión… a la tienda de cortinas. Justo lo que le apetecía hacer.

Y allí llegamos. Más contentos unos que otros, pero llegamos. ¡Había miles de telas! Revolvimos, comparamos, exploramos diferentes posibilidades con la ayuda de una encargada amabilísima y cada uno eligió la tela para su habitación de acuerdo con sus gustos y con la indicación específica de elegir la tela más barata (“total, es para salir del paso”). Saqué la nota que había guardado en mi billetera. Fui dando las medidas, el ancho, el alto, ventana por ventana, habitación por habitación. Gabriel se revolvía mirando el reloj. Los niños empezaron a enredar demasiado. La dependienta sacó la calculadora. Sumas, multiplicaciones, más sumas, anotaciones, siguió multiplicando, siguió sumando… Gabriel, desesperado, salió afuera. Al rato mandé a los niños con él. Sumaba y sumaba. Añadió los impuestos. Y me dio el total: una cifra de cinco dígitos. Me quedé puesta. Bienvenida a Estados Unidos. Mis ventanas tendrían que esperar un poco más para recibir un “treatment” más acorde a nuestros bolsillos. Y nos fuimos al museo. Más contentos unos que otros.

lunes, 1 de mayo de 2017

Yo estuve allí

Cuando fui a Nueva Orleans y me enteré de que el lugar más visitado de la ciudad era el Museo Nacional de la II Guerra Mundial me quedé puesta. No lo habría dudado si me hubieran mencionado cualquier otro sitio: la Plaza Jackson, con el edificio del Cabildo (así, en español, no en vano Nueva Orleans fue parte del Virreinato de Nueva España durante 40 años); el Barrio Francés, que de francés sólo tiene el nombre (durante el tiempo que fue española, un incendió destruyó el 80% de la ciudad y los españoles reconstruimos la mayoría de los edificios que aún siguen en pie); el barco de vapor Natchez, uno de los que surcan las aguas del poderoso río Mississippi; la calle Bourbon (yo creía que debía su nombre al whisky americano a juzgar por los miles de litros de alcohol que ahí se beben a diario y resulta que su nombre honra a la dinastía de los Borbones); el Preservation Hall, ese pequeño y ruinoso edificio que todos los días, ininterrumpidamente desde hace más de 55 años, es el escenario de bandas consagradas al jazz tradicional; el barrio residencial Garden District, que con sus cuidadas casas antebellum tanto se acerca al estereotipo que tenemos del Sur Profundo; tal vez alguna de las preciosas plantaciones de sus alrededores, el Café du Monde donde disfrutar los deliciosos “beignets” con un buen café con leche o incluso alguno de los numerosísimos restaurantes de las cocinas cajun o creole.

Pero, la verdad, el Museo Nacional de la II Guerra Mundial, no. Es más, me pregunté qué diantres pintaba un museo así en esta ciudad a la que jamás había asociado con la segunda gran guerra. Bueno, pues ver para aprender porque resulta que es la atracción más visitada de Nueva Orleans, el cuarto museo más visto de Estados Unidos y el 11º del mundo y, además, sí que está justificado que se ubique en la capital de la Luisiana. Nueva Orleans es donde Andrew Higgins diseñó, construyó y probó las lanchas de desembarco que se usaron en el D-Day a las que el Presidente Eisenhower siempre atribuyó el triunfo aliado de la guerra. Toma ya.

El avión real suspendido sobre nuestras cabezas, las pantallas gigantes y los paneles de estación ferroviaria que ambientaban el hall de entrada no me sorprendieron tanto, pero apenas entré en uno de los pabellones me volví a quedar estupefacta. Y es que mi cabeza europea ya se había situado en 1939 (incluso en 1937, con los antecedentes expansionistas alemanes) y el museo va y empieza en 1941 con el ataque a Pearl Harbor y la entrada de Estados Unidos en la guerra. Y claro, en ese momento me dí cuenta de que lo que significaba la palabra Nacional en el nombre del Museo: trata exclusivamente del papel de EEUU en el conflicto mundial.

Cuando recurrí al folleto del Museo para tratar de situar mi cerebro desorientado me dí cuenta, además, de que el objetivo primordial del Museo, por delante de “preservar nuestra historia” era “honrar a todos los que combatieron” y hacer un reconocimiento a los “valientes y generosos americanos que juntos lucharon para derrotar a las fuerzas del Eje”. En ese momento cobró también sentido el cartel que decía “Yo estuve allí” situado en el hall de entrada tras la silla de un humilde anciano: ahí podías calzarte un casco y una guerrera verdes antes de charlar y hacerte una foto con un auténtico veterano de guerra, de los que ya quedan muy pocos.

A los americanos no les gustan la generalización ni la abstracción. Piensan que entiendes mejor cualquier suceso si lo interpretas a través de un ejemplo o lo personalizas. Así que, desde el principio, y con la ayuda de una tarjeta magnética en la que descargar contenido del museo para verlo luego en casa,  fui haciendo el seguimiento de un personaje que me asignaron: una chica de un pueblo de Idaho que fue una de las 25 primeras WASP (Woman Airforce Service Pilots) o pilotos femeninas de las fuerzas aéreas. Y así me volvieron a destacar que lo importante no es luchar (mi guapa piloto no salió de EEUU) sino servir a tu país en la medida de tus posibilidades, aunque su testimonio acabara siendo una denuncia del machismo y la desigualdad que tuvo que soportar.

El resultado es un museo muy americano y no sólo en el contenido. La arquitectura, la ambientación de los escenarios, los documentos audiovisuales, los paneles y mapas explicativos y el material interactivo son… apabullantes. Tan pronto estás en un barco, como en un avión; en la selva filipina, como en un pueblo italiano; en el interior de una casa bombardeada, como en un bosque helado en plena batalla de las Ardenas. Los documentos audiovisuales históricos proyectándose ininterrumpidamente, las vitrinas (escasas) con objetos de la época y la película de la historia de la II Guerra Mundial en 4D con Tom Hanks como narrador terminan de crear la sensación de que más que un museo, acabas de visitar un parque temático. Y éste, a diferencia de Disneyland,  sí que puede ser para niños… y mayores.

Fotos: Cortesía de The National WWII Museum.