lunes, 30 de abril de 2018

Historial de crédito

Mamá, ¿cómo es nuestro historial de crédito?”. La pregunta me la soltó a quemarropa mi hija pequeña (6º de primaria) a la hora de la cena. Me quedé puesta y, de remate, me hizo revivir los primeros meses en este país cuando esas tres palabras (junto con las otras tres del Social Security number) parecían ser el santo y seña sin el cual era imposible vivir en Estados Unidos.

En Estados Unidos el historial de crédito es fundamental. Implica que pagas tus facturas a tiempo y que puedes comprar bienes o servicios con el acuerdo de que los vas a pagar a posteriori. Pero para que te den un crédito (entiéndase una tarjeta de un banco, pagar el coche en varios plazos, la tarjeta del equivalente a El Corte Inglés o contratar la línea para el teléfono móvil) necesitas un historial de crédito que demuestre que eres buen pagador y que no te retrasas pagando tus recibos y tus compromisos financieros. Y, claro, cuando no has vivido en Estados Unidos con anterioridad y llegas con un historial de crédito tan reluciente como inexistente para las autoridades locales, todo se vuelve un absurdo.

Los negocios acceden a tus datos de crédito (medidos por un puntaje que realizan tres grandes compañías) y en función de eso deciden si eres lo suficientemente fiable para hacer tratos contigo. Un mal historial de crédito puede amargarte la vida en Estados Unidos y limpiarlo es una tarea muy difícil, por eso en el colegio de mi hija han tratado el tema como una unidad temática de la asignatura de Sociales. Durante 6 sesiones de 45 minutos les impartieron un programa llamado Junior Achievements Economics for Success, que promueve la preparación para el mercado de trabajo, el emprendimiento empresarial y la alfabetización financiera. Las “clases” las dan voluntarios que van a las escuelas y en el caso de mi hija fue la madre de una compañera que trabaja en el Banco Mundial.

Durante esos días términos como presupuesto, crédito, tarjeta de crédito y de débito, copago, deducible, salario bruto y neto, interés o coste de oportunidad, entre otros muchos, formaron parte de su vocabulario habitual y tenía que tomar decisiones financieras de acuerdo a una profesión y nivel de ingresos que le fueron asignados al azar. Unas profesiones ganaban más que otras, a unas llegaban con mas deudas que a otras (por ejemplo, el universitario tenía que pagar sus créditos estudiantiles) y en función de todo ello tenían que organizar sus vidas como adultos. Mi hija era una oficial de policía que tenía unos ingresos mensuales brutos de 4.500 dólares y netos de 3.100 dólares. De las decisiones de mi hija dependía llegar a fin de mes de la manera más feliz posible.

A mí estas cosas me dejan asombrada. No sé si es una cuestión generacional (cuando yo iba al colegio estos temas no eran fundamentales), cultural (en mi cultura el tema del dinero no es tan importante), presupuestaria (en mi sistema educativo no había fondos para esos temas) o de madurez (en mi educación esos temas se consideraban de adultos y nos dejaban ser niños más tiempo). El caso es que a la edad de mi hija yo solo decidía si gastar mi paga en gusanitos o en un helado, desconocía el grado de endeudamiento de mis padres, la palabra hipoteca no estaba en mi radar y el moroso era un personaje de "13, Rue del Percebe". A los 18 años, en la universidad, la asignatura de Economía me resultaba incomprensible; a los 20, al irme a vivir a un piso de estudiante, tuve que responsabilizarme de distribuir bien mis gastos, y a los 24 recibí mi primera nómina. Hasta los 30 años no firmé un cheque y, lo reconozco, me puse un poco nerviosa.

A mi hija le afeo que siempre quiera mirar las cuentas de los restaurantes a la hora de pagar, ver cuánto dejamos de propina y si esa comida ha sido más cara que la del restaurante de la semana pasada. Nosotros le decimos que es de mala educación hacerlo y que a su edad no tiene que preocuparse de esas cosas. Ella no lo entiende. Ahora sé por qué. Nuestra forma de educarla choca con lo que está aprendiendo en el colegio donde consideran que ya es lo suficientemente madura para familiarizarse con conceptos que formarán parte indisoluble de su vida como adulta. Y es verdad que es mucho más madura que yo a su edad. ¿Es algo genético o es producto del sistema? Mientras lo averiguo voy a desempolvar mi manual de Economía, que esta niña pregunta mucho y me temo que mis cenas ya no volverán a ser las mismas. 

lunes, 23 de abril de 2018

Una de ardillas

Hace años que sufrimos en mi familia una relación de amor-odio con las ardillas. Los primeros síntomas hicieron su aparición con una bonita pareja de estos roedores que vivía en un pino de nuestra casa de España. La simpatía que despertaban en mis hijos era inversamente proporcional al odio que provocaban en su padre. Resulta que las malditas ardillas comían a todas horas las malditas piñas del maldito pino y, encima, tiraban las cáscaras a la terraza y a la piscina, que estaban siempre hechas un asco. Y él era el encargado de limpiarlas. El libro que los niños le escribieron y regalaron para el día del padre con el título “Gabriel y la ardilla” es reflejo de aquella época.

Los años que pasamos en el desierto con su calor asfixiante y su ausencia de árboles fueron estupendos para curar una fobia que empezaba a ser preocupante. Allí no había ardillas saltarinas ni nada semejante, como máximo voraces hormigas minúsculas y enormes escorpiones negros que si no fuera por su aspecto tan amenazante bien podrían sustituir a las cigalas en una rica paella.

Pero al llegar a Estados Unidos entramos en fase aguda. La población de ardillas de este país es altísima y choca frontalmente con la nueva pasión de Gabriel: los pájaros. En un árbol del jardín colgó un comedero con alpiste para atraer a las aves y tras conseguir avistar varios ejemplares, enseguida solo pasamos a ver, a todas horas, a una ardilla vaciando vorazmente el recipiente. Decidió, entonces, separar el comedero de la rama del árbol con una cadenita metálica de algo más de un metro de longitud. La ardilla enganchaba sus uñitas en los eslabones y bajaba como si fuera una práctica escalera. Sustituyó la cadena por un alambre; la ardilla se deslizaba por él como si fuera un tobogán.

Cuanto más aumentaba la desesperación de Gabriel más crecía nuestra simpatía por la ardilla. Empezó a salir haciendo aspavientos, dando gritos o palmadas cada vez que veía que el roedor se acercaba al comedero. En vano. Compró una especie de poste metálico con un gancho al final para colgar el comedero y lo plantó en mitad del jardín con el fin de evitar que la ardillas pudieran saltar desde las ramas pero, haciendo fuerza de riñón, el animalito conseguía escalar la vara como si fuera un marine en el entrenamiento de la cuerda vertical. Mi suegro recomendó cubrir la pértiga de aceite lo que, al principio, funcionó y nos hizo pasar buenos ratos viendo cómo la ardilla llegaba casi al final y luego empezaba a resbalar cual bombero bajando por la barra. Pero en cuanto el aceite se secaba no servía de nada.  Entretanto el comedero se vaciaba cada dos días, la ardilla cada vez estaba más gorda y los pájaros ni se acercaban. ¿No es como un episodio de dibujos animados?

Piensa en algún problema y en Estados Unidos encontrarás un producto que, previo pago de unos cuantos dólares, te asegura que es la solución. La ferretería del pueblo tiene una sección enorme destinada a los pájaros (nidos con forma de casita, comederos, bebederos, alpistes específicos para distintos tipos de pájaros, cachivaches de todo tipo) y, cómo no, allí estaba el regalo de Reyes de ese año: un squirrel baffle o “deflector” de ardillas, una especie de campana que les interrumpe el camino a la comida y no les deja ángulo para saltar y esquivarlo. Y, afortunadamente para la salud mental de nuestra familia, funciona.  Hay que decir que también había…¡comederos y alimentos para ardillas!

Post-post:
No hay parque en Estados Unidos que no esté plagado de ardillas. Pero no siempre fue así. Hasta el siglo XIX rara vez salían de los bosques. Fue Filadelfia, en 1847, la primera ciudad de Estados Unidos que soltó tres ejemplares de ardilla  en una plaza y colocó comederos y cajas para que les sirvieran de cobijo. Maravilló a locales y visitantes. Boston y New Haven la imitaron y cuando en 1877 Nueva York soltó ardillas en el Central Park la moda se extendió por buena parte del país. La variedad de la costa este, la ardilla gris o sciurus carolinensis, es atrevida, curiosa y hasta “cotilla”, como la calificó no hace mucho un diario del Reino Unido, país donde se la combate por presentar una seria amenaza para la ardilla roja, mucho más tímida y esquiva, rasgos de carácter más valorados por los flemáticos británicos.
Y esta semana  el diario The Washington Post ha publicado los resultados del WPSWSPC'18 (Washington Post Squirrel Week Squirrel Photography Contest), su concurso anual de fotografías de ardillas, con gran éxito de participantes. Nosotros no hemos podido concursar. Gabriel no deja que ni una ardilla se nos acerque.

lunes, 16 de abril de 2018

¿Derecho o beneficio?

Que los norteamericanos son competitivos te queda claro el primer día que tratas de apuntar a tu hijo al club de baloncesto del colegio y te dan un listado con 20 técnicas. En el "tryout" tendrá que demostrar que las domina mejor que las decenas de niños que pelearán con él por una de las pocas plazas en el equipo. Que no les gusta estar sin hacer nada se me hizo evidente el primer día que fui a la piscina y me di cuenta de que yo era la única que había pasado la mañana en la tumbona sin hacer “nada” (ver entrada ¡Abrió la piscina!). Relajarse, tomar el sol o disfrutar no cuentan para la mentalidad norteamericana y, ahora, tras casi tres años de vivir aquí, me he percatado de que, también, está mal visto.

El descanso no forma parte de la cultura americana. El trabajo duro, sí. Desde pequeños tienen ese valor incrustado en su cerebro y miran con condescendencia a los que cogen vacaciones, disfrutan un permiso de paternidad o extienden una baja médica. Nunca serán triunfadores y están renunciando al sueño americano. Es lo más bajo que se puede caer.
  
Estados Unidos es el único país del mundo desarrollado que considera el tiempo libre remunerado un beneficio y no un derecho. En España tenemos derecho a treinta días libres pagados al año y los norteamericanos tienen… cero, por ley. La culpable es el Acta de las normas del trabajo equitativo, una antigualla de 1938 que regula el máximo de las horas semanales de trabajo, las horas extras o el salario mínimo, por ejemplo, pero no hace referencia alguna al tiempo libre remunerado y lo deja abierto a la negociación entre empleador y trabajador.

Esto no quiere decir que no tengan vacaciones. La mayoría de las compañías norteamericanas dan a sus trabajadores entre cinco y quince días libres remunerados pero está mal visto coger más de cinco seguidos y el que lo hace se enfrenta a ser visto por jefes y, sobre todo, por compañeros, como vago, desleal o poco responsable con su trabajo. Cuando les dices que te vas el mes de entero de vacaciones te miran alucinados, les parece algo inconcebible.

Esta semana cayó en mis manos un informe de la compañía Ernst & Young en el que daba cuenta de los resultados de una decisión que revolucionó toda la empresa. Resulta que en el año 2016 decidió, unilateralmente, aumentar la baja de paternidad para sus trabajadores de 6 a 16 semanas pagadas. En la cultura corporativa norteamericana está muy arraigada la creencia de que los hombres que se toman esos días pueden ser despedidos, degradados, dejados de lado para posibles ascensos o ser asignados con los peores trabajos de la empresa. Por eso, la multinacional decidió hacer una campaña para romper ese estigma e implicó a los trabajadores más prestigiosos de la compañía para que hicieran uso de este “beneficio”, contaran sus experiencias y demostraran que se puede compaginar tener éxito en el trabajo con estar con tu hijo durante las primera semanas de vida. La compañía estaba muy satisfecha con los primeros resultados que indicaban que el número de hombres que había tomado la baja de paternidad durante seis semanas había pasado del 19% al 40%. 

Me quedé puesta. Nosotros no tenemos esa cultura del trabajo. Si la empresa te da 16 semanas de baja y te coges solo una parte eres un “gili” y nadie te lo va a agradecer. Por supuesto te tomarás las 16 semanas, harás malabares para juntarlas con un puente al principio y las vacaciones al final y te escaquearás lo que puedas en el trabajo doméstico. A no ser que seas empresario y tu propio jefe, lo que hace que la cosa cambie radicalmente, porque si cierras el negocio durante 4 meses no cobras.  Pero es que España no es un país de emprendedores y en Estados Unidos, como son tan individualistas, consideran que, aunque trabajen para otro, en realidad lo hacen para sí mismos y su día a día es una competición constante con su propio trabajo. Eso sí, los pocos que se toman vacaciones y vienen a España se quedan asombrados al ver lo que llaman la “cultura del disfrute” de nuestro país. Les resulta exótico. Aún estoy pensando si eso es algo positivo o no.

lunes, 9 de abril de 2018

Jamón, jamón

Cuando aterrizamos en el aeropuerto de Washington para instalarnos a vivir en Estados Unidos, lo primero que nos preguntaron en el control de aduanas fue que de dónde veníamos y, lo segundo, al escuchar que de España, si traíamos jamón. No dijeron ham ni prosciutto, como luego se empeñan en llamarlo para mi desesperación. Dijeron jamón. Y bien pronunciado, además, para que no hubiera lugar a confusión. Me quedé puesta. Y no llevábamos, no.

A los españoles nos encanta trasladar alimentos de un lugar a otro. No nos da ninguna pereza meter un chorizo o una sobrasada en la maleta aprovechando un huequito. No tenemos problema en coger los restos de la fabada que ha preparado tu madre en Asturias, echarla en un túper y llevarla a Madrid. Incluso el queso cabrales, aunque luego atufe todo el coche o la bandeja para el equipaje de mano del avión.

Pero llegar a Estados Unidos con jamón de contrabando impone, como impone la solemne declaración de aduanas que firmas en pleno vuelo asegurando que no llevas ningún alimento y como impone, cuando has aterrizado, el pedazo de policía que te mira fijamente intentando ver si te caza cometiendo alguna infracción.

La verdad es que tras tantos años viviendo fuera de España no echo de menos los productos de nuestra tierra y, para el día a día, me apaño bien con lo que encuentro en mi país de residencia. Si soy sincera, tengo que reconocer que, incluso durante los cinco años que pasamos en el mundo árabe donde la carne de cerdo no se comercializa, nunca hemos dejado de comer jamón. Es más, nunca comemos tanto jamón como cuando estamos fuera de España. Y, además, tan bueno.

Todo expatriado español que se precie se las arregla de alguna manera para esconder en su equipaje un paquetito de ese Rolls Royce de nuestra gastronomía (José Andrés dixit), desafiando las reglamentaciones en vigor del país de destino. Y puestos a infringir la ley, no se arriesga por el jamón baratito de supermercado sino que se lleva uno bueno, de esos que habitualmente no se compran. Y si lo consigue pasar, no se lo come a solas en un bocadillo delante de la televisión, sino que tras guardarlo como oro en paño esperando la ocasión propicia, invita a algún amigo y comparte el placer de comerlo y la aventura de transportarlo. Así que, si tienes amigos españoles, normalmente comes jamón.

Pero, señores, estamos en Estados Unidos y aquí hay de todo, hasta jamón. De cebo o ibérico, a gusto o bolsillo del consumidor. Y, si quieres, a domicilio. Por aquello de seguir haciéndolo algo especial nosotros lo compramos muy pocas veces. Pero este fin de semana nos llegó nuestro jamón. Mis hijos empezaron a aplaudir, Gabriel lo colocó en el jamonero, yo afilé el cuchillo y, sin controlar las ansias, lo atacamos inmediatamente. Tenemos jamón, amigos, y los placeres a solas se convierten en vicios. ¿Quién quiere una tapita?


Post-post:

Tras largos años de negociaciones, en el año 2005 el gobierno estadounidense dio el visado al jamón de cerdo ibérico y ello abrió la posibilidad a las empresas españolas de comenzar los trámites administrativos necesarios para su exportación. Pero para las empresas es un proceso largo y costoso ya que en la mayoría de los casos es necesario adaptar los mataderos y homologar todas las cuestiones relativas a la producción de cárnicos, lo que reduce el número de marcas que se deciden a exportar este tipo de productos a Estados Unidos. Actualmente si se busca, se encuentra, aunque con mucha más dificultad que el dichoso prosciutto de los italianos que, para mi gusto, no es, ni siquiera, comparable.

lunes, 2 de abril de 2018

Choque cultural

Cuando yo era pequeña, si iba por la calle y veía a algún compañero del colegio, o bien daba gritos para llamar su atención (para desesperación de mi abuela que lo encontraba de la peor educación posible) o bien, si no éramos amigos, sacudía la mano y le saludaba. Al día siguiente siempre había ocasión para entablar una conversación y comentar adónde íbamos cada uno cuando se cruzaron nuestros caminos la víspera.

Durante mis dos primeros años en Estados Unidos acompañé a mi hija pequeña a la parada del autobús escolar. Todas las mañanas los mismos niños, todos los niños vecinos, todos menores de 11 años. Y todas las mañanas reinaba un silencio absoluto en la parada. Es más, no era extraño que cada uno esperara en distintas esquinas para no tener que estar situado cerca de los otros. A mí eso me dejaba puesta.

Al principio yo azuzaba a mi hija para que se acercara a ellos, pensando que tal vez podían ser tímidos y les faltaba un empujoncito. Ana, tímida también pero obediente, se acercaba y les decía algo y los niños pasaban de ella, como pasaban de mí y como pasaban de todos los que allí estábamos. 

El centro comercial que está cerca de mi casa es el lugar habitual de reunión de toda la chavalería de los High School de nuestra zona durante los fines de semana. Cuando voy por allí con alguno de mis hijos mayores, me van diciendo “ése es de mi colegio” (miran hacia otro lado), “esa pandilla es del equipo de remo” (ni se inmutan), “aquélla está en mi clase de física” (como si pasara Rita, la cantaora). A mí me hierve la sangre. No entiendo por qué no interactúan, no me cabe en la cabeza que se ignoren de tal manera, no comprendo ese desinterés que tienen por sus compañeros. Ellos dicen que no les conocen, yo les digo que si los reconocen es que sí los conocen, ellos replican que no son sus amigos. Y se acabó la discusión. 

En Estados Unidos eres un raro si saludas a alguien a quien solo conoces de vista, nadie espera que digas buenos días cuando entras en un ascensor (es más, parece que incordias cuando lo haces) y no tiene sentido que te despidas de la dependienta al salir de la tienda en la que has estado 15 minutos revolviendo los percheros, ni te va a mirar. Y, sin embargo, todo el mundo es tremendamente amable y extrovertido.

Está tu marido sentado en un comercio cualquiera esperando que hagas tu compra y de repente le ves hablando con alguien que se ha acercado a decirle que le encantaban sus calcetines. Vas en el metro pensando en qué parada bajarte y la señora que está junto a la puerta te alaba las botas. Estás en la cola para comprar el perrito caliente en el descanso del partido de futbol americano del colegio y una mamá a la que no conoces, ni reconoces, ni es tu amiga, te empieza a hablar de cómo le gusta el estilo de tus pantalones. Pero luego te cruzas en el supermercado con esa misma mamá con la que estuviste charlando tan amigablemente el otro día y pasa de ti. Y a mí esto me deja muy descolocada.

Kalervo Oberg, un antropólogo mitad canadiense mitad finlandés, acuñó el término “choque cultural” allá por 1954. Lo definía como el proceso psicológico de adaptación que experimenta una persona que se traslada a vivir a un nuevo marco cultural, por ejemplo, un cambio de país. Ese proceso tiene cuatro fases:
  •        La luna de miel, en la que lo recibes todo como maravilloso.
  •        La sorpresa, ansiedad, desorientación que sientes cuando empiezas a ver cosas que no entiendes.
  •        El periodo de negociación, en el que intentas resolver las diferencias culturales.
  •        La aceptación, el momento en que te das cuentas de que hay cosas buenas y malas en esa cultura.

Las consecuencias más habituales de los choques culturales suelen ser la imposibilidad de adaptarse a la nueva cultura (que puede acabar con un aislamiento de la cultura anfitriona y el refugio en un gueto), la asimilación (integración completa en la cultura anfitriona al mismo tiempo que se pierde la identidad cultural original) o mi diagnóstico (de momento): la posibilidad de adaptar los aspectos positivos de la cultura anfitriona conservando elementos de la cultura nativa. El individuo (o sea, yo) no tiene mayores inconvenientes al regresar a su cultura nativa o al irse a otra parte.

Yo no sé a ciencia cierta en qué periodo estoy. Hay muchas cosas que me parecen maravillosas y que me producen sorpresa y desorientación a la vez; algunas las acepto, varias no me gustan, otras las ignoro y no sé si negocio mucho. Pero todas son mi fuente de inspiración. Porque, ¿qué sería de mi Puesto traspuesto sin el choque cultural?