lunes, 25 de marzo de 2019

Tocino y velocidad

A principios de marzo iba conduciendo por una autopista estatal y leí uno de esos carteles luminosos suspendidos sobre los carriles que dan avisos a los conductores. Generalmente son textos bastante ingeniosos cuyos mensajes finales suelen ser “si bebes no conduzcas; no mandes mensajes de texto si estás al volante; abróchate el cinturón de seguridad; no corras, que tu familia te espera, o no conduzcas bajo los efectos de las drogas”. A veces publicitan lo que llaman una alerta “Amber”, un aviso de la policía solicitando colaboración ciudadana en el caso de las desapariciones de menores que cumplan una serie de requisitos. Pero en esta ocasión se leía: “Domingo 10 de marzo, cambio de hora. ¿Has cambiado las pilas de la alarma contra incendios”. Me quedé puesta. ¿Qué tenía que ver el tocino con la velocidad?

El horario de verano o el tiempo de ahorro de luz en Estados Unidos se extiende, por ley, desde el segundo domingo de marzo hasta el primer domingo de noviembre y supone adelantar o atrasar una hora los relojes a las dos de la mañana. Afecta a todos los Estados de este país con la excepción de Arizona y Hawaii, que no lo adoptaron. En España, lo solemos aplicar más tarde, a finales de marzo, y nos avisan por muchos flancos así que es difícil despistarse pero, aquí, me sorprendió la noticia. A los americanos, por lo visto, no. Como son tan organizados, tan metódicos y tan previsores, tienen meridianamente claro que ese domingo, invariablemente, se cambia la hora y, además, vinculan ese día con el que hay que cambiar las baterías de las alarmas de fuego y humo de las casas, para no olvidarse de que hay que sustituirlas todos los años y para garantizar su seguridad.

Logo de la USFA
Nunca dejará de asombrarme la cantidad de incendios que hay en este país y cómo una casa maravillosa puede quedar en minutos reducida a cenizas. Los materiales y la forma de construir (ver entrada Tocar madera) son los principales culpables. La USFA, la oficina para la administración de incendios, el equivalente a nuestro cuerpo de bomberos, asegura que Estados Unidos tiene el índice más alto del mundo desarrollado en muertes por incendios. Cada año el fuego mata a unas 3.000 personas y deja más de 20.000 heridos y la mayoría de los incendios tiene lugar en viviendas que carecen de alarmas o cuyas pilas están gastadas.

En nuestro Estado de Maryland, la ley dice que debe instalarse al menos una alarma contra incendios en el interior de cada casa y que el ocupante de la misma (sea el propietario o el inquilino) es el responsable de su funcionamiento. La ley es muy específica sobre dónde se tienen que colocar los sensores en el momento de su instalación, prioriza su localización en las entradas de cada dormitorio y no permite que se coloquen a determinada distancia entre la pared y el techo, porque es donde se producen ángulos muertos que no dejan detectar el humo. 

Nosotros tenemos cinco detectores de humo en casa, de los cuales doy fe de que al menos uno funciona porque me lo demuestra todos los días. Es el que está ante la puerta  de la cocina y es de lo más impertinente. Odia las tostadas del desayuno y cada mañana tengo que hacer uso de una cuchara de madera con el mango extralargo que dejo a mano ex profeso para alcanzar el botoncito del techo que apaga el pitido ensordecedor (la ley dice que tiene que estar a un volumen lo suficientemente elevado para despertar a una persona en su dormitorio con la puerta cerrada). Ese movimiento de estiramiento vertical con la mano derecha armada con el cucharón de madera lo acompaño de un estiramiento horizontal con la mano izquierda, que se ocupa de abrir y cerrar a toda velocidad la puerta de la cocina para dispersar lo que sea que detecta la alarma y que yo no alcanzo a ver. Una postura un tanto heterodoxa y que requiere de una pericia de la que no todo el mundo dispone, dicho sea de paso.

Da igual dónde coloques la tostadora, no conseguirás engañar al detector. El tiene su particular fijación con el pan; ya puede estar la cocina llena de humo de otras preparaciones, que no rechistará, pero no pongas una rebanada de pan en la tostadora porque como se caiga una miguita enana en la resistencia, el sensor bramará como si tuvieras la sirena del camión de bomberos en el pasillo. 

Hace dos domingos, tal y como me indicó el aviso luminoso de la autopista, cambié al levantarme la hora de todos los relojes de la casa y, medio dormida, preparaba el desayuno, unos deliciosos huevos con bacon. Mientras se freía el tocino, coloqué el pan en la tostadora. Indefectiblemente, el sensor de humo se puso en funcionamiento y corrí a buscar la cuchara de madera para apagarlo. No estaba en su sitio. Abrí todos los cajones y no aparecía. Intenté con un cuchillo pero no llegaba al techo; agarré la espumadera pero el extremo no se ajustaba al botón de apagado. Los pitidos eran ensordecedores y ningún utensilio parecía servir para acallarlos. Entonces fui a toda velocidad a buscar un taburete y para cuando conseguí subirme, pulsar el botón del detector y volverme a bajar ya se me había quemado el tocino. Para que luego haya algún insensato que diga que el tocino no tiene nada que ver con la velocidad y el cambio de hora con las alarmas contra incendios. Seguro que, ése, en Estados Unidos no vive. 

Fotos:

lunes, 18 de marzo de 2019

Mulch Day

La primera vez que oí en mi vida la palabra mulch fue en un correo electrónico del departamento de deportes del High School de mi hija. Estábamos a finales de enero y avisaban con gran entusiasmo de que la temporada de mulching estaba a punto de comenzar a la vez que solicitaban la colaboración de padres y atletas para el Mulch Day en el colegio. Los integrantes de cualquier club deportivo de la escuela tenían (obligatoriamente) que personarse en el estacionamiento a las 8 de la mañana del sábado día X de marzo para ayudar a cargar, y los padres podíamos ser voluntarios recogiendo y conduciendo durante toda la mañana las furgonetas de alquiler para distribuirlo en las casas de los clientes con la ayuda de dos o tres estudiantes como porteadores. Podíamos (y debíamos, como insistían en su misiva) comprarlo en el colegio para nuestros propios hogares y de esa manera contribuir a que los equipos deportivos aumentaran el presupuesto para sus gastos. Todos saldríamos ganando. No tenía ni idea de lo que me estaban hablando y corrí a un diccionario bilingüe: “Mulch: 1. Sustantivo. Mantillo, abono, cobertura de suelo. 2. Verbo. Cubrir algo con mantillo”. Me quedé puesta. No tenía ningún sentido y mi hija, cuya presencia requerían, no supo tampoco explicarme qué diantres significaba eso. El correo electrónico quedó pronto sepultado bajo los que fueron llegando en días sucesivos y lo olvidé por completo.

Cuando fui a primeros de marzo a dejarla en el colegio para el entrenamiento de los sábados (su equipo entrena seis días a la semana/2 horas diarias) vi que buena parte del aparcamiento estaba ocupado por cientos de palés que contenían unos sacos plásticos. Tenía toda la pinta de ser material de construcción para alguna obra y, a juzgar por la cantidad, de considerable envergadura. En días siguientes empecé a ver esos mismos sacos con más asiduidad. Mis vecinos de la izquierda aparecieron una tarde con 30 ó 40; la vecina de enfrente, los duplicaba; los del principio de la calle los tenían repartidos en pilas de 10 alrededor de la vivienda… A mediados de marzo los sacos habían invadido las rampas de los garajes, yo ya había descubierto que contenían el famoso mulch y estaba a la expectativa de ver qué hacía todo el mundo con esos kilos y kilos de mantillo.
 
La mayor parte de mis residencias han sido casas, con un jardín más o menos pequeño. Solamente una de ellas tenía, en una parte donde estaban plantadas unas matas de romero y lavanda, unos palitos de color marrón que cubrían la tierra y le daban un aire muy cuidado y elegante. Nunca he sido muy aficionada a la jardinería y la verdad es que no tenía ni idea de que lo que yo llamaba “los palitos esos” en realidad se conociera como mantillo. Tampoco sabía que su fin no es solamente ornamental, sino que ayuda a preservar la humedad y la temperatura de la tierra y a evitar la aparición de malas yerbas o que hay que reponerlo todas las primaveras, como yo nunca hice y como aquí sí hacen. Y a lo bestia, porque no es que echen unos cuantos palitos por aquí y por allá, sino que ponen alrededor de cada árbol, arbusto o hilera de plantas una capa bien espesa, de unos 5 centímetros de grosor, que no permite atisbar ni un solo terrón. Y claro, para eso hacen falta muchos sacos de mantillo.

Este sábado volví al colegio a las 8 de la mañana y más de un centenar de estudiantes, entrenadores y padres voluntarios se movían afanosos entre los palés de mulch y las furgonetas de alquiler. Los vehículos entraban y salían del aparcamiento y las casas del vecindario ya tienen sus pilas de sacos en los jardines. La semana pasada estaba nevando pero ahora no tengo ninguna duda, la primavera ya casi está aquí. Es mulch season y no puede ser de otra manera.

Fotos: The Black and White, periódico del Walt Whitman High School

lunes, 11 de marzo de 2019

Hallazgo de lo ignorado

“Hallazgo de lo ignorado”. Leí esas palabras en un cartel cuando paseaba este verano por Gijón. Se me quedaron, de alguna manera, enganchadas en el cerebro, casi sin darme cuenta y sin que me hubiera fijado en lo que querían anunciar. Me gustó la frase. Podían haber puesto “descubrimiento” pero no hubiera resultado tan evocador. La combinación de estos vocablos estuvo acompañándome un rato en mis pensamientos. ¿Por qué habían usado el verbo “hallar” en vez de “encontrar”? ¿Se puede encontrar algo tan amplio como “lo ignorado”? Hasta que otra cosa me distrajo.

Días después descubrí que se trataba del título de una muestra de las fotografías que hizo en 1925 Ruth Anderson, una joven norteamericana que estuvo cuatro meses en Asturias cumpliendo un encargo de la Hispanic Society of America, la institución que comprende la biblioteca y el museo más importantes dedicados a la cultura hispánica en Estados Unidos. Una mirada cautivadora sobre las tradiciones y la vida cotidiana de la Asturias por la que correteaba mi abuela en su niñez. Y fui a visitarla. ¿Quién habría hallado lo ignorado, la fotógrafa, cuando retrataba, o el visitante (o sea, yo), un siglo después, cuando saliera de aquella sala de exposiciones? 

Familia plantando patatas el 9 de marzo de 1925, en Asturias
Escribo estas líneas en el Día Internacional de la Mujer y no puedo evitar pensar que si hoy las mujeres estamos donde estamos es gracias a personas como esta fotógrafa, valientes, curiosas, inteligentes, arrojadas, capaces de cruzar un océano para adentrarse en unas tierras ignotas en vez de quedarse reproduciendo clichés (en sentido literal y figurado) en el Nueva York de donde había partido. Y también gracias a hombres como su jefe, Archer M. Huntington, que confió y supo ver en ella las cualidades necesarias para asignarle la misión de documentar, en los sucesivos viajes que realizó a España, las tradiciones, las costumbres, las gentes y todos los aspectos de la cultura hispánica que quería recopilar y divulgar en Estados Unidos. 

Ruth Anderson no viajaba sola. La acompañaba su padre, fotógrafo profesional y su primer maestro en un oficio que había aprendido en el estudio que tenía su familia en Nebraska. El itinerario que realizaron, entrando en Asturias desde Galicia, se vio afectado por la geografía de la región, especialmente en las zonas de montaña. Siguiendo instrucciones de su jefe no documentó las industrias modernas o la red de ferrocarriles que utilizó para desplazarse, sino la Asturias tradicional y la vida de la gente. A la vez, iba anotando en un diario sus descubrimientos para ser luego capaz de recordar con mayor precisión y contarlo en Estados Unidos a su vuelta.

Acompañando a la fotografía de “Familia plantando patatas”, escribió: “1. Se palotea la tierra. 2. Se pone la patata cortada. 3. Se echa el cucho a cada patata. Cucho es abono de vaca. 4. Se echa escama de la sardina. Plantan las patatas los primeros días de marzo y las cosechan en agosto”. Esa estampa la capturó un 9 de marzo; casi un día como hoy. Y yo vi en la niña de esa fotografía, a sabiendas de que no lo era, a mi abuela, en las tierras de detrás de la casa familiar, Ca Antón, una ladera tan empinada como la de la fotografía. Una escena de las tantas que me podía haber contado en mi niñez, cuando me hablaba de la suya, y que yo bien podía haber olvidado. 
 
Ruth Anderson en Salas, 1925
En otra imagen vi a la autora vestida con una capa posando junto a una construcción de piedra, pisando un suelo de tierra, con un arco y una torre al fondo. Y pensé en qué distinta debía de ser esa mujer de las que vivían en esa zona, en que su visita debió de haber sido todo un acontecimiento en un pueblo donde todos se conocían y en el que pasaban pocas cosas. La imagen no me dejaba moverme de allí y, de pronto, me di cuenta. Estaba posando junto a la Colegiata de Santa María, en Salas, en la villa más cercana al pueblo de mi familia paterna y la niña que sube la calle bien podría haber sido mi abuela, o una de sus hermanas. De pronto las imágenes vagas que había creado en mi interior con las historias de mi abuela se materializaron en una imagen concreta. Estaba viendo lo mismo que ella cuando era pequeña, tal y como ella lo había visto. Una imagen desconocida para mí. O ignorada. Un hallazgo. Y el título de la exposición cobró sentido. Y me quedé puesta.


Post-post:

La Hispanic Society of América fue fundada en Nueva York en 1904 por Archer M. Huntington con el propósito de recopilar, conservar, estudiar, exhibir y estimular un mayor conocimiento de obras relacionadas con el arte, la literatura y la historia de España y Portugal o de aquellos países donde estos dos idiomas fueran de uso predominante, lo que incluye Latinoamérica, sur de los Estados Unidos, Filipinas o la India portuguesa. El Museo contiene más de 18.000 objetos y obras de todos los formatos y épocas, desde la prehistoria hasta la actualidad. La Biblioteca ofrece más de 250.000 libros, 200.000 documentos, 175.000 fotografías y 15.000 impresiones, una magnífica colección de recursos para investigadores. Esta institución recibió en 2017 el premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional. No he conseguido visitarla y ver, entre otras cosas, los 14 lienzos de Sorolla que forman la colección "Visión de España". Lleva años en proceso de reforma. Desde el año 2017 y mientras duren los trabajos de rehabilitación hasta otoño de este año, 200 de sus obras más importantes se exponen en el Museo del Prado de Madrid; otra parte de su colección está ubicada desde el año pasado en el Museo de Arte e Historia de Alburquerque. 

Fotos: Catálogo de la exposición y Wikimedia commons

lunes, 4 de marzo de 2019

Con estos pelos

Mi hijo adolescente descubrió este verano en España que puede reflejar su personalidad con el corte de pelo. El encargado de meter las vaquillas en el camión tras el encierro en las fiestas del pueblo tenía el pelo rapado por los lados y largo por la parte superior, sujetado con una coleta para evitar que se le fuera a la cara. Mi hijo decidió que, a partir de ese mismo momento, su estilo sería así. Aquí no ha vuelto a pisar la peluquería de vietnamitas a la que va su padre (y en la que le dejaban como a su padre) y se ha vuelto tiquismiquis con quién le pone la mano en la cabeza. 

Últimamente, entra en la peluquería evaluando la situación. Su criterio principal de elección es que los peluqueros no sean asiáticos para evitarse el casi garantizado corte de pelo estilo “champiñón”. Se sienta en el sillón giratorio y no pierde ni un segundo de vista la rasuradora o las tijeras, no vaya a ser que las desvíen de la ruta ya trazada desde el verano y le hagan un desaguisado. No sonríe, ni habla, ni sigue la conversación. Observa con atención el trabajo que le están realizando de una manera que, si no fuera un chaval de 16 años, resultaría ciertamente intimidatoria.

Sin embargo, todo eso se le olvidó estas Navidades cuando, en Miami, nos fuimos a dar un paseo por Little Havana, la Pequeña Habana. Acabábamos de aparcar el coche en el primer sitio libre en la Calle 8, delante de una peluquería que tenía un banco junto a la puerta. Mofándonos, le dijimos: “mira, aquí te podrías cortar el pelo”. Un joven que estaba afuera fumando un cigarrillo le dijo: “si quieres, yo estoy libre” y, para sorpresa de todos, Miguel dijo “vale”, giró 90 grados y entró por aquella puerta.

Entré tras él temerosa de cómo le pudieran dejar. La música, latina, estaba a toda pastilla y una pantalla de televisión descomunal iba reproduciendo los vídeos. Debía de haber ocho peluqueros con otros tantos clientes y solo había un sitio libre, que inmediatamente pasó a ocupar mi hijo. Sentí que si me quedaba dentro y daba algún tipo de indicación lo estaría tratando como el niño que ya no es y salí del local para sentarme en el banco del exterior, que se había quedado libre. “Pelo mal cortado, a las dos semanas arreglado”, pensé. Y esperé afuera.

Algún viandante que cruzaba hablando por teléfono llegó a comentar con acento latino: “Chico, acabo de pasar por delante de una peluquería y están locos”. Los peluqueros contaban chistes, cantaban, se marcaban pasos de baile y se jaleaban sin descuidar en ningún momento a los clientes, que estaban la mar de entretenidos. Cuando uno se puso delante de Miguel a cantarle un rap, se quedó puesto. Entretanto, su peluquero iba trasquilándole las sienes, él se dejaba hacer y yo temblaba por el resultado al otro lado de la cristalera. Al quitarle la vistosa capa plástica salió de su ensimismamiento, se miró con detenimiento sin esbozar ni media sonrisa y se acercó a la puerta a pedirme un billete de 20 dólares, que entregó al peluquero con un apretón de manos. “Es la mejor peluquería en la que haya estado jamás”, dijo al salir. Y yo me quedé con la sensación de que lo poco de niño que conservaba se había quedado en la Pequeña Habana, en esos pelos esparcidos por el suelo.
 
Post-post:
La Pequeña Habana es el corazón de la comunidad cubana en Miami, un barrio colorido y animado por sus restaurantes, galerías de arte y tiendas de tabaco. Se formó con la llegada masiva de los cubanos que escapaban de la isla a raíz de la revolución castrista en 1959. En esta zona al este de Coral Gables solo se escucha español, la música latina inunda las calles, huele a tabaco y a cigarro encendido, los hombres se siguen reuniendo a jugar al dominó y a hablar de política en el parque Máximo Gómez, una llama está permanentemente encendida en memoria de las vidas perdidas en la invasión de la Bahía de Cochinos y la plaza de la Cubanidad está a un paso del Paseo de la Fama, con estrellas en el suelo que homenajean a artistas latinos como Celia Cruz o Gloria Estefan pero también como Julio Iglesias o Raphael. ¿Realmente estamos en Estados Unidos?