lunes, 25 de junio de 2018

Lecturas de verano.

Esta mañana entré en crisis. No fue porque un año más el verano me haya ganado la carrera y los 30º de temperatura con un 87% de humedad que ya tenemos en el exterior me hayan sorprendido sin haber hecho el cambio de armario. No. Eso me pasa todos los años y de una manera u otra consigo encontrar entre los jerseys de lana alguna camiseta que ponerme y salvar la situación. Es mucho peor. Ya estoy casi haciendo la maleta para irme de vacaciones y no tengo material de lectura para el verano.

Así que fui in extremis a una de las pocas librerías que siguen existiendo para buscar alguna obra que me atrajera por su título, por el diseño de su portada, por la temática, en fin, por cualquier cosa. Iba a dispuesta a dejarme seducir fácilmente; las situaciones de crisis tienen eso, que no te permiten ser muy exigente. Fracasé estrepitosamente y volví a casa con las manos vacías.  De vuelta en el coche me dio por pensar que el teléfono e internet me habían sorbido completamente la sesera, que habían modificado de manera terrible mis hábitos de lectura y que me hacían repeler todo aquello cuya extensión superara un tweet o cuyo contenido no me permitiera leerlo en diagonal y darme la falsa impresión de estar informada. Como el verano está aquí me dio por pensar que mis lecturas se parecen cada día más a esos bronceados instantáneos con azúcar de caña que te permiten lucir un moreno artificial y que a los pocos días se esfuman sin dejar rastro en tu cuerpo: una capa superficial de información que no deja poso en el cerebro y que se va tal cual ha venido, sin esfuerzo, sin constancia, sin horas invertidas en la lectura.

Soy dramática en mis pensamientos y me dejo llevar hasta terrenos que bordean el absurdo pero recupero la cordura fácilmente. Algo hay de adicción a internet, es cierto, pero creo que aún no soy un caso perdido. No es eso lo que me está pasando sino que aún no he conseguido ponerme en “formato vacaciones” y, sobre todo, no he conseguido separar el “formato A” del “formato B”. Dejadme que me explique.

Mis lecturas de verano han de adaptarse a dos escenarios completamente diferentes, el norte y el levante españoles. No es lo mismo leer a la hora de la siesta, tumbada sobre la cama, tapada con una colchita, mientras una lluvia incesante martillea los cristales de las ventanas que dan al mar Cantábrico o a las laderas donde pastan las vacas asturianas, que leer en una playa del Mediterráneo sin mareas, bajo la sombrilla, intentando cubrirte los pies con arena para evitar que el sol ardiente te los calcine. El primer escenario me permitió en veranos pasados disfrutar largos tomos de autores rusos del siglo XIX o sagas familiares de la literatura de nuestra época, mientras el segundo escenario lo he entretenido con literatura ligera que aguantaba los embites de la arena y del bronceador mientras me refocilaba con la holganza y la molicie estival.

Ninguno de los libros que ojeé y hojeé en la librería esta mañana me anticipaban horas de deleite en esas circunstancias. La trama de un presidente desaparecido, un viaje espiritual en un paisaje helado en la frontera con Canadá o la adaptación de una familia china a la vida en San Francisco pueden ser lecturas interesantes cuando regrese a Estados Unidos después del verano pero no invitaban a meterlas en  mi maleta rumbo a España. Ahí se quedaron.  Tras los oscuros pensamientos en el coche decidí ser positiva. Ya encontraré alguna joya este verano en una balda de una librería clásica de Gijón o en la mesita de noche de mi madre. A mi regreso os contaré. Mientras tanto, feliz verano a todos. En septiembre me volveréis a encontrar en este Puesto traspuesto.

Post-post:
The Vacationers”, de Emma Straub, y “The Rocks”, de Peter Nichols, me acompañaron una parte de los veranos anteriores. Desarrolladas ambas en Mallorca, para mí tuvieron el interés de descubrir cómo reflejaban sus autores la vida en la isla, su gente, su comida y sus costumbres. Veraneantes como yo que no veían lo mismo que yo o que lo interpretaban de otra manera porque nuestras referencias culturales son totalmente distintas. Cuando menos, curioso.

lunes, 18 de junio de 2018

Spelling Bee

Siempre me han llamado la atención los concursos de deletreo que veía en las películas americanas. Aquellos niños se sentaban ordenadamente en un escenario para levantarse uno a uno y batirse en duelo oral con sus compañeros deletreando las palabrejas más difíciles ante un severo tribunal que no iba a tolerar nervios ni titubeos. En las películas dobladas de mi época parecía una tontería, en parte porque eran en español y se escribían como se pronunciaban y en parte porque eran mayoritariamente palabras de origen latino o griego que para nosotros no tenían gran dificultad.

Hace un par de semanas se celebró en Washington DC la final de este concurso conocido por el nombre de Spelling Bee, que tiene lugar desde 1925 interrumpido únicamente entre 1943 y 1945 a causa de la Segunda Guerra Mundial. Las normas establecen que no hay edad mínima para presentarse pero no se puede ser mayor de 15 años. La mayoría de los aspirantes suele tener 13 años aunque el año pasado una niña de 5 años superó todas las fases preliminares y se calificó para el concurso. Bah, no podía ser muy difícil, aunque el inglés no sea mi lengua materna y aunque nunca lo hubiera hecho con anterioridad. Así que me metí en la página web de la organización, vi que había un test y decidí probarlo.

The Washington Post se hace eco del concurso
Era el test preliminar que tomaron los 516 concursantes que llegaron a la fase nacional. La primera ronda consistía en deletrear 12 palabras para las que facilitaban el origen, la definición y una frase que permitía situarlas en contexto y había 5 opciones para elegir; se completaba con otras 12 palabras de vocabulario para las que daban la definición y tenían que elegir la palabra entre 5 respuestas diferentes aunque similares. Las rondas dos y tres consistía cada una en una pregunta de vocabulario que, si la fallaban, suponía la descalificación automática. Si las superaban tenían la posibilidad de ganar tres puntos más por cada deletreo correcto. La puntuación total del test era de 30 puntos. Un total de 41 aspirantes lo superaron consiguiendo al menos 28 puntos en las preliminares y llegando, por ende, a la gran final. Yo saqué ¡11 puntos! (¡once miserables puntos!, así, bien deletreados) y en mi pantalla de ordenador salió un aviso que decía que mi viaje hacia la final del Spelling Bee terminaba ahí. He de decir que mi autoestima se ha resentido un poquito o, más bien, “a little”, porque era en inglés.


Luego miré la lista de finalistas y me quedé puesta al ver que estaba absolutamente dominada por niños cuyos nombres y rasgos raciales indicaban una clara procedencia del subcontinente indio y vecindario, países que han venido ganando este concurso consecutivamente durante los últimos 11 años. Es más, 19 de los 23 últimos ganadores eran de ascendencia del sudeste asiático, una realidad que explica la reciente producción cinematográfica "Breaking the Bee", del director Sam Rega, que aún no he visto pero a la que estaré atenta, ahora que mi curiosidad ha sido picada por la abejita del deletreo.


El ganador de este año, un niño de 14 años, deletreó acertadamente palabras como “aver”, “paucispiral”, “ankyloglossia”, “haecceitas” y, finalmente, “koinonia”, una palabra de origen griego que significa comunión espiritual. Su rival en la final, una niña de 12 años, se había equivocado al deletrear “bewusstseinslage”, palabra de origen germánico que indica un estado de conciencia. Imperdonable.

Post-post:
Aunque parezca mentira, todas esas palabras están en el diccionario inglés.
Si quieres intentar el test, pulsa aquí.
Por cierto, la "Bee" de este concurso no hace referencia a la abeja que se imagina todo el que sabe un poco de inglés. A pesar de ser el emblema de la organización, parece que es una palabra del inglés antiguo que hace referencia a una reunión de miembros de una comunidad con el objetivo de realizar una actividad que ayude a alguna persona o familia. Algo parecido a "la esfoyaza" de los pueblos asturianos cuando, durante siglos y siempre en otoño, quitar las hojas de las mazorcas del maíz era un trabajo que se realizaba en comunidad y que daba lugar a divertidas reuniones vecinales y a más de un enamoramiento entre jóvenes. Mi abuela siempre hablaba de esas veladas con auténtico deleite.

lunes, 11 de junio de 2018

Jesús y el hockey

Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que aquí nadie se llama Jesús. O Jesus. Sabes que John es Juan, que Charles es Carlos, que Mathew es Mateo, que Julian es Julián y que luego hay nombres más anglófonos para los que no tenemos traducción como Owen, Ethan, Kevin o Jason. Pero cuando mi hija dijo en el colegio que su primo se llamaba Jesús sus compañeros se quedaron boquiabiertos. “No way!. ¡Eso es como si se llamara Dios, o Jehová o Alá!”. Mi hija no supo explicarles que Jesús no es un Dios, sino un profeta, como Mahoma, cuyo nombre llevan millones de musulmanes pero luego me lo contó a mí en casa y me quedé puesta. Es verdad, no había escuchado en ningún momento el nombre de Jesús en este país.
                                                              
 Jesus” existe como palabra en Estados Unidos para hablar del hijo de Dios o como exclamación, pero a ningún americano se le ocurriría llamar a su hijo Jesús. Intrigada, le pregunté a una amiga americana y me dijo que ella pensaba que en la cultura latina, mucho más católica que la anglosajona, utilizamos el nombre Jesús de la misma manera que damos a nuestro hijo el nombre de un familiar al que queremos mucho. En cambio los americanos no usan Su nombre para demostrar respeto, de la misma manera que cuando se retira un jugador de hockey que ha sido muy bueno nunca se vuelve a dar su número a otro jugador. La respuesta me encantó y me mostró, una vez más, la facilidad que tienen los americanos para utilizar ejemplos cercanos que permitan hacer entender sus ideas. A mí nunca se me habría ocurrido una analogía así.

Y el ejemplo del hockey no es fortuito. En Estados Unidos hay más aficionados a este deporte que católicos, especialmente al hockey sobre hielo. Nuestro vecino, de 11 años, cuando tiene un rato libre se disfraza de arriba abajo con todas las protecciones posibles y se pone como loco a lanzar el disco a la portería que coloca delante de su casa; hay montones de pistas de patinaje y la que está al lado de nuestra casa ya está abierta a las 7 de la mañana y llena de padres sacrificados que llevan a sus pequeñines de 5 años al curso de iniciación al hockey.  Para hacer eso ya te tiene que gustar … y mucho.

St Nicholas en 1901
La primera pista artificial de patinaje sobre hielo en EEUU se abrió, precisamente, en Maryland, el Estado en el que vivimos, en 1894. Parece ser que el deporte se extendió en este país procedente de Canadá donde se jugaba en los lagos helados en los meses de invierno y ha perdurado hasta hoy. Dos años después tuvo lugar la primera liga en los Estados Unidos en la ciudad de Nueva York, donde se acababa de construir la segunda pista de hielo artificial, la llamada St Nicholas Arena. Hoy en día, la liga nacional de hockey cuenta con 24 equipos estadounidenses y 7 canadienses que compiten por la Stanley Cup cuya final tuvo lugar, precisamente, hace unos días. Y la ganaron los Washington Capitals, que han tardado 43 años en conseguirla. Yo no entiendo ni poco ni mucho de hockey sobre hielo pero me sumo al entusiasmo que me rodea. “Go caps!”.

lunes, 4 de junio de 2018

Cupones

La primera vez que fui a comprar a una especie de El Corte Inglés y me preguntó una asombradísima cajera si iba a pagar “full price” (lo que marcaba la etiqueta) no sabía de qué me hablaba y dije que sí. Ella puso cara de “bueno, allá tú” y me cobró. Yo salí dándole vueltas a la cabeza pensando qué situación tan absurda acababa de vivir. No estaban de rebajas, ¿cómo no iba a pagar lo que decía que costaba? ¿Qué tenía que haber hecho? ¿Me estarían timando? ¿Cómo me iban a timar en una tienda de ese tipo, si, encima, el precio estaba en la etiqueta?

Todavía no había entrado en el mundo de los cupones en Estados Unidos, ese material impreso que llega al correo de tu casa, que recortas de publicaciones que coges a la salida de los supermercados, que aparece en el embalaje de algún producto o que, gracias al mundo de las Apps y de los teléfonos inteligentes, descargas digitalmente y lo muestras en las tiendas en el momento de pagar. El cajero lo escanea y por arte de magia el precio se reduce sustancialmente.

Una vez los descubrí, pasé a tirarme horas en la mesa de la cocina seleccionando todos los que llegaban a casa y que las primeras semanas se habían ido directamente al cubo azul de reciclaje del papel, como la basura que pensaba que eran. Dos yogures por el precio de uno, 20% de descuento en las chuletas de cerdo, 10 dólares de descuento si gastas 50 en la ferretería. Tijeras en mano recortaba de las páginas de los periódicos aquellos que podían tener una utilidad para mí, los doblaba cuidadosamente e intentaba ordenarlos en función de algún criterio que iba variando a medida que me veía desbordada. Empecé metiéndolos en la cartera pero comenzó a inflarse según se llenaba de papelajos que caducaban antes de que tuviera ocasión de utilizarlos. Después rescaté una carterita para concentrar ahí todos mis hallazgos y, como cada día ocupaba y pesaba más, la acababa dejando en casa de manera que cuando me hacía falta el cuponcito de las narices, no lo tenía. Cuando sí la había llevado conmigo, me paraba en un pasillo antes de hacer cola en la caja del supermercado revolviendo entre los cientos de cupones que tenía a ver si alguno me servía y me acababa agobiando entre tanta basura y tanto cupón caducado.

Definitivamente este sistema no era para mí, siendo como soy la reina de la improvisación y de las compras repentinas. Soy de las que entro al supermercado a comprar una caja de leche y acabo saliendo con el carro lleno tras gastarme 200 dólares. No me planifico para comprar unas perchas: en algún lugar recóndito de mi cerebro almaceno el dato de que tenemos pocas y, si de casualidad paso por algún sitio en donde las venden y me acuerdo, acabo comprándolas. Ante este modo de vida no hay cupón que valga. Es algo más propio de individuos planificadores, organizados y responsables. Por eso les sirve a los americanos y, en cambio, en España no los usamos.

Sin embargo, al final, de alguna manera encuentras la forma de acceder a los descuentos porque hay gente buena por todas partes. Alguna vez una persona que estaba antes de mí en alguna cola me pasó los cupones que ella no iba a utilizar; otras veces el propio cajero se sacó un cupón suyo del bolsillo y me lo aplicó sin más; otra vez el cajero me dijo el nombre de una página web para que me descargara el cupón en el teléfono y esperó pacientemente a que realizara toda la operación sin mostrar signos de impaciencia y sin que ningún otro cliente de la cola protestara por el tiempo que me estaba tomando. En otra ocasión, la dependienta de la sección de caballeros a la que tenía que pagarle 70$ por el precio de una camisa revolvió cielo y tierra en su ordenador en búsqueda de la mejor oferta; tardó 20 minutos y no hacía caso a mi insistencia, ya desesperada por la cantidad de tiempo perdido, de que lo dejara, que no pasaba nada. Al final logró meter un sinfín de códigos en el ordenador y acabé pagando 37$. Llegué tarde a una cita pero la prenda me costó casi la mitad.

Me deja puesta que a pesar de tener una venta asegurada, muchos cajeros intenten reducirte el precio lo máximo posible para que pagues el mínimo establecido. Es más, en alguna ocasión se toman el trabajo de buscar entre las páginas web de los negocios de la competencia si ofrecen más barato ese mismo producto para, directamente, igualarte el precio. No va en contra del negocio de su jefe, tal vez todo lo contrario. Porque evitan que vayas a la competencia y sus maravillosos descuentos te dejan sin excusas para no comprar con solo pensar en todo lo que te vas a ahorrar. Capitalismo en estado puro: “mira qué descuento tan bueno te estoy haciendo pero dame tu dinerito que te voy cobrando”.