lunes, 25 de diciembre de 2017

Feliz Navidad

Los americanos se esmeran en decorar sus casas por Navidad. Con, tal vez, la excepción de México, en ningún otro país he visto tal profusión de luces de colores, papás noeles hinchables, natividades de tamaño natural, proyecciones con motivos  invernales sobre las fachadas, bolas gigantes colgando de árboles que han perdido su follaje, candy canes de neón, nutcrackers de metro y medio de altura, cervatillos de alambre solitarios o en rebaño… Me encantan y disfruto adivinando si en esa casa viven niños, si han puesto la decoración apresuradamente o si los dueños tienen gustos que coinciden con los míos.

Entre los adornos que más me gustan, por su elegancia y sobriedad, están las coronas de Adviento que hay en muchísimas puertas y, en muchas ocasiones, en todas las ventanas de las casas. Por si solas hacen que una vivienda me parezca cálida y acogedora. La casa… o ¡el coche!, porque es muy habitual que esas coronas cuelguen de la parte frontal de los vehículos. ¿No es para quedarse puesta?

La Universidad de Georgestown en Navidad
Estas coronas que ahora vemos por doquier, tienen un origen pagano proveniente de la celebración del solsticio de invierno, el día más corto del año, con la mirada puesta en la llegada de la primavera, cuando, tras el crudo inverno, todo vuelve a renacer. Su cristianización le otorga el significado de la vida eterna marcado por la forma circular de la corona que no tiene principio ni fin y por el follaje perenne de color verde, símbolo de la esperanza y la eternidad. Actualmente las hay de todo tipo de materiales, naturales o artificiales, con o sin luces, más o menos recargadas pero a mí, las que más me gustan, son las naturales de ramas de pino con un simple lazo rojo. El olor que desprenden cuando traspaso una puerta con una de esas coronas me hace sentir bien al instante.

En nuestras primeras navidades en Estados Unidos estaba tan deslumbrada por toda la decoración navideña en las casas que cuando fuimos a Colonial Williamsburg no me llamó especialmente la atención que allí las coronas de Adviento estuvieran hechas de frutas. Este museo viviente de 122 hectáreas en el Estado de Virginia es una recreación de la vida colonial en dicho estado sureño y exhibe docenas de casas restauradas así como de los comercios y del trazado de calles de la época previa a la Guerra de Independencia. Numerosos actores vestidos de época dan la apariencia de desarrollar su vida cotidiana y ofrecen explicaciones, a veces en inglés arcaico, de las diferentes costumbres y actividades en el siglo XVIII. Es una de las mayores atracciones turísticas del país que junto con las vecinas Yorktown y Jamestown conforma el Triángulo Histórico de Virginia unido por el llamado Colonial Parkway, una delicia de carretera por la que no pueden circular ni camiones ni vehículos comerciales (con la excepción de autocares de turistas).

A principios del siglo XX Colonial Williamsburg se encontraba en un estado bastante deplorable pero, según el reverendo Goodwin, que había sido párroco de la iglesia y que era testigo de su creciente deterioro, era “la única capital colonial que todavía podía ser objeto de restauración”. Consiguió la financiación de J.D. Rockefeller Jr, el hijo del magnate fundador de la Standard Oil Co, quien fue comprando poco a poco y en secreto los solares con los edificios en ruina para que no subieran de precio. Durante la restauración se demolieron 720 edificios posteriores a 1790 y se procedió a una recreación que nunca ha dejado de estar exenta de críticas pero que goza de gran éxito entre los visitantes.

Una de esas críticas hace referencia a los adornos navideños que son un icono de Williamsburg pero que, al parecer, tienen poco que ver con lo que había en la época. Según cuentan, cuando en los años 30 los primeros visitantes iban a ver los progresos que se estaban haciendo en la restauración, esperaban encontrar una explosión de decoración navideña en las oscuras calles. Alguien colocó un par de árboles de Navidad con luces de colores pero no casaban muy bien con el ambiente histórico. Una investigación demostró que en el siglo XVIII la Navidad era allí una sobria celebración religiosa y no los excesos decorativos que ya estaban de moda, pero eso tampoco casaba muy bien con las expectativas de los turistas. Así que se decidió buscar un término medio y colocar decoraciones inspiradas en las tradiciones inglesas reflejadas en los cuadros de la época y realizarlas con elementos naturales que fueran habituales en la Virginia del año 1700. Los jarrones o los marcos de puertas en los que se colocaban procedían del revival del estilo colonial que tan de moda estaba en las artes decorativas americanas de la década de 1930. Estos ornamentos han evolucionado con el paso de los años pero las frutas y el color verde se han convertido en una seña de identidad de la Navidad en Colonial Williamsburg, que pese a algunas acusaciones de poco rigor histórico, merece la pena visitar, especialmente, en Navidad.

Feliz Navidad para todos.


lunes, 18 de diciembre de 2017

Del pesimismo al optimismo


Por fin conseguí entrar. Ha tenido que pasar más de un año para lograr hacerme con entradas para el Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericanas, NMAAHC, más conocido como Blacksonian ante lo impronunciable de su nombre oficial y su pertenencia a la red smithsoniana (ver entrada  Mister Smithson).

Levantar un museo federal que se centrara en la historia y la cultura de la población afroamericana y que reconociera su inmensa influencia en la formación de la identidad estadounidense era una idea que se venía acariciando desde principios del siglo XX. Se le dio un fuerte impulso en los años 70 y otro, legal, veinte años después. En 2003 fue definitivamente autorizado, en 2006 se eligió su localización y, una década después, el saliente presidente Barack Obama, el único de color de la historia de este país, lo inauguró. Cien años tuvieron que pasar para ello. ¿Y yo tuve que esperar un año para entrar? Visto así, tampoco es tanto.

El recorrido del museo comienza de manera lúgubre y opresiva en oscuras salas subterráneas que narran el tráfico de esclavos en la América colonial y culmina en plantas superiores con una celebración exaltada de las grandes aportaciones de la población afroamericana en todos los ámbitos de la sociedad. Desde allí, las espectaculares vistas sobre los grandes monumentos capitalinos permiten atisbar un horizonte sin límites.

Este viaje ascendente permite la inmersión en la vida de los esclavos, sus rebeliones, su emancipación, la segregación, el movimiento por los derechos civiles (Martin Luther King, Malcolm X, Mohamed Ali), su persecución por los supremacistas del Ku Klux Klan, las matanzas que sufrieron no hace mucho o su encarcelamiento masivo en durísimas penitenciarias todavía operativas. Y luego, dándole el mismo peso en material y espacio expositivo, abre las puertas a las innegables aportaciones de los afroamericanos a la música, con el blues, el jazz o el hip-hop; al deporte, otorgando protagonismo a los innumerables grandes ídolos del público; o a las estrellas de espectáculos televisivos que baten records de audiencia.

Y cuando salí de allí me di cuenta de que la visita al museo no es solamente un viaje histórico, sino también una experiencia sensorial y emotiva. Y me quedé puesta. En seis plantas se pasa del pesimismo al optimismo con una escala en un amplio espacio para la reflexión frente a una cascada circular abierta en el techo. Pero también salí con una idea más clara de algo que me viene rondando desde hace tiempo la cabeza cada vez que visitamos los museos de Estados Unidos, desde el más pequeñito de un campo de batalla al megamuseo de la II Guerra Mundial en Nueva Orleans, por solo poner un ejemplo (ver entrada Yo estuve allí)

En Estados Unidos, además de los museos tradicionales de colecciones artísticas,  abundan otros muy diferentes a los que estaba acostumbrada. Espacios con una puesta en escena atractiva, moderna, variada y sorprendente. Con un discurso muy bien estructurado y una cantidad de información apabullante que emana de todas las formas imaginables. Museos que reproducen fielmente el escenario en el que se produjo un suceso en concreto y permiten atravesar un campo de batalla nevado que te sitúa en la batalla de las Ardenas, entrar en una celda de una penitenciaría especialmente cruenta o recorrer el interior de un barco de esclavos deliberadamente oscuro y opresivo para crear una sensación claustrofóbica. Museos asombrosos y divertidos para todo público, para el que quiera leer los miles de paneles que dan toneladas de información y para el que quiera hacer una visita light y tener una bonita experiencia cultural con cierto aire de parque temático.

Pero son museos, si me perdonáis la expresión, con poca “chicha” (o mucha, según de qué “chicha” hablemos). Hay información para aburrir, hay toda la interactividad posible, hay experiencias sensoriales maravillosas y hay diversión garantizada pero… hay pocas piezas y, muchas de las que hay, tienen más importancia por lo que representan que por la pieza en sí misma, como si fueran ilustraciones de la enciclopedia en la que están insertos: la toga y las gafas de un juez negro cuyas sentencias conformaron los derechos civiles, ladrillos de las primeras universidades sureñas que admitieron estudiantes de color, imágenes publicitarias caricaturescas que justificaban la segregación, una moneda encontrada en el suelo donde tuvo lugar un acontecimiento importante... Se maximiza la función ilustrativa y divulgativa del museo y se minimiza la función de conservación y exhibición de los objetos que alberga.

El NMAAHC exhibe 37.000 objetos. El Museo Arqueológico Nacional en Madrid fue inaugurado tras su completa remodelación y con un novedosísimo diseño expositivo en 2014, un par de años antes que el Blacksonian. Tiene 1.300.000 piezas. Ninguno es mejor o peor. Inciden en cosas distintas. Los dos me parecieron igualmente fantásticos y entretenidos. Y de los dos salí con más información de la que podía digerir. Tendré que volver. Y esta vez no esperaré un año. Porque, además, aprendí el truco.

Post-post:
Todos los museos smithsonianos son gratuitos. A diferencia de otros, la gran expectación que suscitó en NMAAHC hizo que desde su inauguración se articulara un sistema de reserva de entradas anticipadas para evitar larguísimas colas y evitar frustraciones del público a las puertas del museo. Conseguir una de esas entradas sigue siendo muy difícil y casi imposible en un plazo razonable si quieres visitarlo en fin de semana o festivo. Y, sin embargo, no es el museo más visitado de la capital. Ocupa el cuarto lugar (con poco más de 2 millones de visitas hasta finales de septiembre). El primero lo tiene el Museo del Aire y del Espacio (5,3 millones); el segundo, el Museo de Historia Natural (5,2 millones) y el tercer puesto el Museo de Historia Americana (3,4 millones).

lunes, 11 de diciembre de 2017

De ángeles y mormones

Tardé bastante tiempo en descubrir lo que era. Un edificio blanco, majestuoso, con seis altísimos pináculos dorados, uno de los cuales estaba coronado por la escultura de un trompetista áureo. Cada vez que pasábamos por la autopista interestatal 495, una de las arterias principales para moverte por los alrededores de Washington, esa construcción despertaba nuestra curiosidad. Parecía el castillo de Walt Disney en dimensiones colosales que surgía del centro de un tupido bosque de árboles siempre verdes.

Un buen día descubrimos que se trataba del templo de los Mormones y que el brillante trompetista no era otro que el ángel Moroni (pronúnciese mourounai) que se le apareció a Joseph Smith, el fundador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días o, como se conoce en inglés, la LDS Church. Este ángel/profeta/guardián fue, según los Mormones, el último en escribir en unas antiguas placas de oro la historia de su pueblo, la nación nefita, y su completa destrucción allá por el siglo V. En 1823 le reveló a Joseph Smith el lugar donde las había enterrado antes de morir en una gran batalla entre dos civilizaciones precolombinas y le guió hasta allí, una colina en el oeste del Estado de Nueva York. Estaban escritas en un supuesto lenguaje llamado “egipcio revisado” y el fundador de la iglesia de los mormones consiguió traducirlo y descubrir que narraban la visita de Jesús a los indígenas de América. Llegó al convencimiento de que con ello Dios le estaba encomendado reorganizar la iglesia cristiana. Me quedé tan puesta que hube de verificar que el nombre oficial de la iglesia no era LSD Church.

La historia que sigue es delirante y apasionante: cómo esta nueva religión se va expandiendo en aquella convulsa nación del siglo XIX que intentaba crear su identidad nacional, cómo tenía que hacer frente al rechazo que suscitaban sus intentos de levantar una teocracia y su defensa de la poligamia, cómo las acusaciones de fraude y paganismo estuvieron a punto de acabar con ella. Hasta llegar al día de hoy en que tiene unos 16 millones de seguidores (es la cuarta iglesia de Estados Unidos), ha establecido congregaciones y levantado templos por todo el mundo y cuenta con 70.000 misioneros que predican su mensaje por los cuatro puntos cardinales. 

Cuando era niña los mormones llamaban muchas veces a la puerta de mi casa en Gijón para hacer su labor de apostolado: jóvenes rubios, altos y guapos, siempre en pareja, uniformados con pantalón negro, camisa blanca y una chapa oscura con su nombre que, invariablemente, empezaba por “Elder”. Me enseñaron a decirles “No, muchas gracias” sin darles opción a que articularan palabra alguna, como si fueran una secta terrible de la que había que mantenerse alejado porque si les dejabas entrar en tu casa te abducían y terminabas perdido para siempre. Nunca supe gran cosa de ellos. Por eso, ahora, ya adulta y sin miedo a un lavado de cerebro, cuando Gabriel trajo una invitación para asistir a la 40º Ceremonia del encendido de luces navideñas de su templo, grité de emoción por poder acercarme por fin a ese territorio tan misterioso como desconocido. Las letras doradas de la elegante tarjeta, la promesa de la asistencia de miembros del 115 Congreso de Estados Unidos, el anuncio de que encenderían 650.000 luces para celebrar la Navidad y de un refrigerio al final del acto hicieron que confirmáramos de inmediato y las tres semanas que pasaron hasta que llegó el día D se me hicieron larguísimas.

El templo de Kensington (Maryland) fue construido en 1974 en un terreno de 23 hectáreas de las que solo 5 fueron despejadas de árboles para que siguiera dando la impresión de ser un lugar remoto a pesar de estar a pocos minutos de la capital de Estados Unidos. Fue el primero que se levantó al este del río Mississippi y no se había construido ninguno desde 1846. La ceremonia tenía lugar, para mi pesar, en el centro de visitantes y no en el templo en sí , donde solo pueden entrar los miembros de esta iglesia que, además, no lo usan para celebrar las misas cotidianas sino para las bodas, la oración o la reflexión.

¡España, presente!
Lo primero que me sorprendió cuando traspasé la entrada fueron dos bonitos y enormes árboles de Navidad adornados con parejas de muñecos de todas partes del mundo. Luego, la exposición de más de 200 belenes provenientes también de numerosos países. En el auditorio un coro cantaba villancicos tradicionales y tras la actuación del tenor y las palabras de los invitados de honor, uno de los Elder de más rango se dirigió al público. Me preparé para proteger mi cerebro de los cantos de sirena y las promesas de una salvación mucho más eterna y placentera que la de mi educación católica, aspectos ambos con los que seguro que me querrían atraer a su secta. Y me quedé puesta. Nada de lo que dijo Elder (que ahora sé que no es un nombre propio sino un tratamiento al estilo de “hermano”) me sonó distinto: habló del significado de la Navidad, de que las estrellas simbolizan el nacimiento de Jesús, de que las campanas hacen referencia a la Anunciación y a la gloria a Dios en las alturas, de que el color rojo sugiere el sacrificio de Jesucristo para redimirnos de nuestro pecados, de que el verde perenne se refiere a la vida eterna, de que los Reyes Magos nos recuerdan que la Navidad es la época de dar y recibir y que el mayor regalo que jamás hemos recibido fue la vida de Jesús y, finalmente, de que las 650.000 luces que iban a encender no eran más que el símbolo de que Jesús era la luz del mundo y nos alumbraría el camino hacia Dios. Vamos, el contenido de mis clases de religión de toda la escuela primaria.
 
Finalmente no iluminaron el templo sino el arbolado que hay alrededor convirtiéndolo en un precioso camino de luces de colores que no desentonaría, para nada, como decoración de Disneylandia y yo me quedé con las ganas de entrar a la iglesia propiamente dicha. Pero no pierdo la fe: en tres meses van a hacer obras y lo van a desacralizar. Terminarán en 2020 y antes de que lo consagren de nuevo como templo, dejarán entrar a los no mormones. Ya lo tengo marcado en mi calendario. ¿Quién se apunta para que formemos pareja?.

Post-post:

Los mormones están actualmente en uno de sus mejores momentos. Hace unos años un estudio sobre la religión y la política encontró que el 74% de los mormones norteamericanos era del partido republicano. Tal vez por ello uno de los grandes números musicales de la toma de posesión de Donald Trump el año pasado fuera una actuación del Mormon Tabernacle Choir, un impresionante coro que entre sus numerosos galardones cuenta con un premio Grammy, dos Emmy, dos Peabody y la Medalla Nacional de las Artes. En el mundo del teatro, el irreverente y divertidísimo musical The Book of Mormon ha sido 9 veces ganador de los premios Tony en la categoría de mejor musical y se ha convertido en un fenómeno internacional. Y en la literatura, Stepheney Meyer, la autora de la serie de novelas Twilight que ha vendido decenas de millones de ejemplares, resulta que es mormona. Desde luego, imaginación nunca les ha faltado.

lunes, 4 de diciembre de 2017

Momentos así

Siempre me han encantado las ferreterías. Me fascina la cantidad de cosas útiles que contienen y cómo se guardan o exponen al público. Los cajones de tornillos de infinidad de tamaños, las tuercas, las anillas, los clavos para diversas superficies, las herramientas de formas y tamaños insospechados, las piezas eléctricas o de fontanería, los rollos de cables o de cadenas, los cacharros y artilugios de cocina… Las ferreterías albergan un universo amplísimo que estimula mi imaginación de forma asombrosa. Si son grandes puedo pasarme horas recorriendo sus pasillos y si son de las antiguas, me suelo quedar inmóvil frente al consabido mostrador de madera mientras mi mirada se desliza ávida sobre los anaqueles posteriores, ajena a la mirada inquisitiva de quien me quiere despachar.

Cuando era pequeña pensaba que las ferreterías formaban pareja con las mercerías. Las primeras eran del sexo masculino, las segundas del femenino. En las primeras, el dependiente solía estar vestido con un mono azul y con ojos expertos calibraba el tornillo que le mostraban pasar sacar de un cajón lleno de subdivisiones la tuerca exacta que luego envolvía en un papel de estraza marrón; en las segundas la dependienta iba vestida de calle y, tras haber enseñado decenas de cartulinas con botones de muestra, abría una de las muchas cajas y empaquetaba los elegidos en un papel generalmente blanco. Ambos daban la misma forma a sus envoltorios doblando los sobrantes de papel sobre el reverso y uniéndolos con un celo. Y al final acababan cobrando una cifra irrisoria considerando el tiempo que el vendedor había gastado en atender al cliente y en esperar a que se decidiera. Sigo sin explicarme cómo podían hacer negocio con esas cantidades tan exiguas que se pagaban, aunque en ambos comercios se formaban buenas colas e imagino que múltiples ventas pequeñas hacían la caja del día.
 
Lo cierto es que cada vez hay menos mercerías y quedan pocas ferreterías que no hayan sido devoradas por las grandes cadenas de bricolaje. Por eso cuando me topo con alguna no puedo evitar entrar. La última fue en Cape Charles, al sur de la península de Chesapeake, el último pueblo pesquero antes de entrar en el impresionante puente-túnel de la carretera 13. Es una de esas tiendas donde parece que el tiempo se ha detenido. Los escaparates ni se perciben ante la cantidad de productos que han invadido la acera y las enormes letras blancas sobre la fachada no han hecho concesión alguna a las técnicas de los reclamos publicitarios: sobrias y claras se limitan a anunciar con honestidad el nombre del dueño y el propósito del establecimiento.

Una vez dentro, empieza el viaje al pasado. La altura del techo, la pintura desportillada de las coberturas, los carteles de los pasillos, el amontonamiento de artilugios inimaginables y, sobre todo, el elemento humano: señores con muchas canas ante la caja registradora o sentados haciendo corrillos en viejas butacas desparejadas en los pasillos o frente a la estufa de hierro encendida en mitad de la tienda, que parecía ser el centro social de la localidad. Ni se percataron de mi presencia, o tal vez la ignoraron deliberadamente, y siguieron con sus conversaciones cotidianas y sus quehaceres rutinarios.

La gran sorpresa estaba a la izquierda. Unas viejas puertas de madera con grandes cristales dejaban ver una estancia enorme con mucho más material. Al traspasarlas vimos una gran mesa cuadrada que servía de base para un magnífico tren eléctrico de los de antes, en un ambiente navideño, y con unos controles y empalmes eléctricos bastante rudimentarios. Estábamos mirándolo embelesados cuando se abrió la puerta y un risueño hombre de color nos preguntó si necesitábamos un conductor. Se calzó la gorra roja, apretó un botón para que los silbidos del tren anunciaran su salida y a golpe de palanca dirigió el tren que, ahora sí, nos llevó definitivamente a otra dimensión. Hay viajes que merecen la pena solo por momentos así.



Post-post:

La península de Chesapeake se conecta con el continente por el sur a través de un puente túnel que en 1964, cuando fue construido, fue elegido como una de las 7 maravillas de las obras de ingeniería del mundo moderno. De orilla a orilla esta obra mide 28,4 km y es considerada la más larga del mundo de estas características. La construcción implicó asumir un proyecto de más de 19 km de caballetes bajos, dos túneles submarinos de 1,6 km que permitieran el paso de la navegación por encima, 2 puentes, más de 3 km de carreteras elevadas, 4 islas artificiales y casi 9 km de carreteras adyacentes, formando un total de 37 km. Si bien cada componente individual no es el más largo del mundo, este puente túnel es único en el número de estructuras diferentes que incluye. Además, su construcción se realizó en 42 meses y en muy adversas condiciones que incluyeron huracanes, vientos del noroeste y el siempre impredecible Océano Atlántico.