lunes, 24 de septiembre de 2018

Esquelas vs death notices.


Ojeo y hojeo el periódico todas las mañanas.  A veces domina el verbo ojear y son mis ojos los que van marcando el ritmo con el que paso las hojas, según se posan en una o en otra noticia. En otras ocasiones la inercia de una actividad que repito desde hace años frente a una taza de café hace que se imponga la acción de hojear y es la velocidad con la que muevo las hojas la que marca el tiempo que mis ojos tienen para detenerse en las columnas. En España siempre empiezo el periódico por la última página, aquí lo hago por la primera; la sección de deportes me la salto siempre y las páginas culturales son las que leo con más atención, aunque últimamente me he dado cuenta de que paso un tiempo inusualmente largo en las páginas de decesos, que aquí llaman “death notice” (no confundir con los obituarios, otro género en sí mismo, y que escriben los redactores de los periódicos).

Modelo de esquela del diario La Vanguardia
Antes de que empecéis a pensar que he llegado a una edad en la que pienso más en el “hoyo” que en el “bollo”, quiero dejar claro que la sección de necrológicas de The Washington Post no tiene nada que ver con la de un periódico español, ni siquiera con la de un periódico local de un pueblo en el que todos se conocen. Las esquelas españolas son todas iguales, con su cruz negra en la parte superior, el nombre y los apellidos del difunto, la fecha y el lugar de defunción, el clásico DEP y el breve mensaje con los nombres de los familiares y fecha-lugar-hora del sepelio. Una información aséptica que no demuestra sentimiento alguno de quienes han pagado su publicación y que,  a no ser que un apellido conocido capte mi atención, pasa por mi cerebro sin pena ni gloria, como la vida de aquellos a la que hacen referencia.

Las de mi periódico matutino de aquí son otra cosa. En primer lugar, muchas tienen foto. En color o en blanco y negro. Retratos actuales o de la época en que el finado estaba más favorecido. Ves a una anciana primorosamente peinada o a una jovencita en una foto de los años 50 cuyo rostro podría perfectamente ser el de un anuncio de lavadoras de la época del “American way of life”. Te sonríe un doctor con su estetoscopio al cuello, un apuesto oficial del ejército o un aficionado al beisbol con la gorra de su equipo favorito. Me gusta especialmente ver las fotos de las mujeres de color, la mayoría con sombreros y vestidas de domingo, como si acabaran de dejar el libro de los Evangelios en el banco de la iglesia.

Los textos son ya el delirio. Es verdad que el minúsculo tamaño de la letra es un disuasorio pero merece la pena ponerse un poco bizca, alejar la página para compensar la presbicia o subir directamente al piso de arriba a buscar unas gafas. Largos párrafos que describen con todo lujo de detalles a quien acaba de dejar este mundo y palabras que traslucen el cariño, el hastío o la indiferencia de quien ha tenido que escribirlos. Esta semana descubrí a Peggy, que vivió casi 100 años. Supe dónde había nacido, el nombre y profesión de sus padres y de todos sus familiares, que su marido trabajaba para la CIA, los países donde había vivido, dónde y cómo construyó su casa, lo que cultivaba en su huerto, las reuniones de la iglesia a las que asistía, que su gato se llama Marmelade, sus programas de televisión favoritos…  No conseguí descubrir qué relación tenía con ella el autor de tales líneas, pero la quería.

Tras ella estaba Robert, al que una noche cenando su hermana Susan y su marido Eric le propusieron que buscara un trabajo relacionado con la informática y lo consiguió. Descubrí dónde estaban las casas de las que se fue mudando y cómo arreglaba, ya retirado, los ordenadores de sus vecinos sin cobrarles. Y también supe que, en esa época “desafortunadamente cayó en la negativa influencia de ciertos gurús de medicina alternativa, desoyendo a los médicos tradicionales, lo que le llevó a su muerte”. Su hermana sigue viva. A lo mejor es la autora.

Pero el que más puesta me dejó fue el panegírico de Porter que, cito textualmente, era “un hombre notable por su apasionada indiferencia hacia cualquier cosa que no fueran sus mascotas, el equipo de beisbol de los Washington Nationals y la cantante Alison Krausss”. Campeón de ajedrez en el instituto, decepcionó mucho a su padre (que quería que fuera conductor de camión) cuando aceptó una beca para ir a la prestigiosa universidad MIT donde se graduó de matemáticas. Fue un “laissez faire father of three”, lo que interpreto como que no hizo mucho caso a sus hijos. Su funeral es mañana. No sé si ir. Me pica la curiosidad saber si estará allí quién es capaz de hablar de su "apasionada indiferencia". Esto sí que es un buen oxímoron y no lo de la semana pasada (ver post Stay safe).

Post-post:
A Gabriel también le gusta mucho Alison Krauss, una guapa y virtuosa violinista de bluegrass y country con voz angelical y la cantante más galardonada de la historia de los Grammy. Aquí os dejo una pequeña muestra por si también os pica la curiosidad.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Stay safe!*


Mi abuela siempre decía que vaya suerte que teníamos viviendo en Asturias, donde nunca hacía mucho frío ni mucho calor, ni había esas riadas tremendas de la “gota fría”, ni los huracanes, tornados o terremotos sacudían los cimientos de nuestra casa. Obviamente, a ella le encantaba Gijón, no le gustaba mucho el sol y estaba acostumbrada a salir de casa todo el año con el paraguas.

Desde que estoy en Estados Unidos recuerdo muy a menudo sus palabras, especialmente cuando me llegan las incesantes alertas de fenómenos atmosféricos. El teléfono avisa con mensajes de texto de lluvias intensas e inundaciones en tu área, de vientos fuertes que pueden hacer caer los postes eléctricos de tu vecindario y, con un sonido muy desagradable propio de alarma aérea de la época del blitz londinense, te conmina a que busques refugio seguro inmediatamente si estás en la, aunque sea remota, ruta de un tornado. Ya estoy acostumbrada y no les suelo hacer mucho caso porque tienden a ser bastante alarmistas, pero los leo y creo que valoro responsablemente la información que envían.

Pero ahora empiezan a atacarme por otros frentes. La semana pasada me llegó un correo electrónico de la compañía de seguros del coche y de la casa. Esperaba que estuviera tomando las medidas necesarias para que Florence no ocasionara ningún daño en mis propiedades pero me recordaba que, en caso contrario, ellos estaban desplegando equipos extras para atender las posibles reclamaciones en las zonas por las que estaba previsto su recorrido. Me incluían un enlace a un centro de atención en línea y me proporcionaban un número telefónico gratuito disponible 24/7. En ese momento me enteré de que venía un huracán.

Dos días después, la compañía de televisión por cable e internet se ponía en contacto conmigo para aconsejarme que me preparara mientras se acercaba la tormenta. Me daba instrucciones en caso de que el router se desprogramara y me indicaba cómo resetear la terminal de red óptica si era necesario. El Estado de Maryland, en donde vivimos, y el Distrito de Columbia, a donde vamos cada día, declararon el estado de emergencia y yo reconozco que no hice el menor acopio de nada. Aún tengo sin abrir los botellones de agua de la “terrible” tormenta de nieve de hace tres años. Seguro que su actual grado de estancamiento debe de haberlos convertido en un buen caldo de cultivo para enfermedades infecciosas.

La erupción del volcán Pichincha, en cuyas laderas estaba nuestra casa cuando vivíamos en Quito, nos pilló durmiendo a pierna suelta tras apenas haber tomado unas mínimas medidas de precaución, como tener localizados los pasaportes y haber puesto cintas de embalar en las ventanas para que en caso de explosión no se rompieran en mil pedazos. En México nos enterábamos de los temblores porque empezábamos a notar una sensación de mareo y de los huracanes cuando ya estaban causando estragos.

Pero cuando llegamos a vivir a Omán, un país desértico donde los haya, lo primero que hicieron en el colegio anglosajón de los niños fue poner nuestro número de teléfono en un “Emergency phone tree”. Era un sistema de organización que dividía la responsabilidad de las llamadas telefónicas entre el grupo de padres para cuando surgiera una emergencia o la necesidad de difundir con urgencia algún mensaje. Tras tantos años de “apáñatelas como puedas”, que pusieran tanto empeño en incluirnos en la red de emergencia me dejó puesta.

La responsabilidad de activar el “árbol de emergencia” recaía en la directora del colegio y estuvo mucho tiempo inactivo hasta que un buen día sonó a las 6 de la mañana y la voz tras el teléfono nos dijo que ni se nos ocurriera salir de casa por riesgo de riadas. El cielo estaba radiante  y vivíamos en el desierto. Pero media hora después se oscureció, empezó a llover en las rocosas montañas de los alrededores de nuestra casa y, sin árboles, arbustos o vegetación alguna que frenara el agua, los “wadis” se llenaron y ríos que antes no existían arrasaron cuanto se les ponía por delante. Cuando el huracán Gonu, la mayor tormenta superciclónica registrada en el Golfo Pérsico hasta aquella fecha, alcanzó Omán de pleno, pocos instrumentos resultaron tan rápidos y eficientes como el “emergency tree”. El resultado de su paso fue devastador para el entrañable país arábigo y las precauciones tomadas por el colegio evitaron que cientos de niños corrieran riesgos innecesarios.

Reconozco que en muchas ocasiones pienso que el avance exponencial de las comunicaciones me satura de información y me traslada responsabilidades que antes ni siquiera había considerado. Y aunque vivía mucho más tranquila en la ignorancia, me produce más tranquilidad estar al tanto de lo que ocurre. Esto último no sé si es un oxímoron, una paradoja o, simplemente, una forma de terminar mi entrada de esta semana pero, en cualquier caso, stay safe!

* ¡Mantente a salvo!

Fotos: Ciencia 1

lunes, 10 de septiembre de 2018

Welcome back!

No, no es nuestra casa, pero ¿a que es bonita?
Llegamos a casa tras nuestras vacaciones y todo estaba en orden. Mejor que bien. Unos amigos que venían a vivir a Estados Unidos la habían ocupado en tanto alquilaban su propia vivienda y les llegaba su mudanza y la casa no había estado en ningún momento desocupada. No tuvimos que tomar las medidas de seguridad de otras veces como dejar temporizadores para que las luces se encendieran a ciertas horas o suspender durante nuestra ausencia la suscripción al periódico matutino. La casa había seguido su rutina habitual y hasta vino un jardinero a cortar el césped para que el jardín no diera sensación de abandono.

Vivimos en un barrio muy seguro donde nunca pasa nada, donde las puertas de los garajes se dejan abiertas buena parte del día franqueando el acceso a la vivienda y a su contenido, donde las bicicletas de los niños duermen apoyadas en los árboles y donde a las puertas de las casas no se les echa el cierre. Las casas de los barrios residenciales americanos no tienen vallas ni muros que delimiten la propiedad y hagan de barreras. Las puertas del exterior de las viviendas no son blindadas (casi son puertas como de cuarto de baño) y suelen tener a cada lado unas ventanas alargadas verticalmente que dan luz al recibidor pero que se pueden romper con un puñetazo no muy fuerte permitiendo meter la mano y acceder tranquilamente a la manilla interior.

Todo ello crea una sensación de seguridad que hace parecer superfluo el tomar medidas disuasorias para los ladrones. Pero líbrete el cielo de no hacerlo: la asociación de propietarios, la HOA, no tardará en ponerse en contacto contigo y amonestarte, porque la seguridad de todos depende de lo que haga cada vecino y de su actitud vigilante. En muchos barrios, de hecho, se cuelgan unos carteles que me encantan para avisar a los forasteros, al más puro estilo de las películas de espías. Es obligación de todos evitar que pasen sucesos desafortunados y entre vecinos hay que ayudarse. Si ves un coche extraño al vecindario parado por un tiempo poco normal ante una casa deberías averiguar qué pasa. A una amiga a la que le gusta hacer las despedidas largas  su marido le ha dicho que no vuelve a ir a buscarla a ningún sitio porque está harto de esperar en el exterior y que los vecinos salgan en actitud intimidante a averiguar quién es y por qué está ahí aparcado.

Como el alumbrado público es muy insuficiente en estas zonas residenciales, al anochecer hay que encender las luces del exterior de las viviendas para evitar áreas de penumbra. Los que van a pasear por la noche o a sacar a los perros a hacer sus necesidades antes de acostarse  lo agradecen y el no hacerlo ciertamente no te granjea las simpatías de tus vecinos. Si, además, las tienes encendidas, cualquier vecino puede ver si hay algún movimiento extraño en tu propiedad y actuar en consecuencia. Las casas de tu calle, que parecen vacías y que no dan la impresión de movimiento interior alguno, resulta que tienen cientos de ojos que velan por tu seguridad.

La primera vez que nos fuimos de viaje durante una semana nos fuimos tan tranquilos. A nuestro regreso nuestra vecina nos avisó muy correctamente de que no habíamos puesto el correo en “hold”, se nos había llenado el buzón de cartas y eso podía atraer a ladrones al vecindario. ¿Que no había puesto el correo en dónde? Me quedé puesta. Ahí me enteré de que si vas a estar más de tres días ausente de tu casa es tu obligación como vecino ponerte en contacto con el servicio postal de Estados Unidos y programar un USPS Hold Service, es decir, que el servicio de correos retenga toda tu correspondencia durante el tiempo que vayas a estar fuera y la entregue toda junta a tu regreso. Un servicio totalmente gratuito que puedes hacer telefónicamente o por internet.

Esta vez no me hizo falta programarlo. Nuestros amigos recogieron a diario el correo y el buzón no se desbordó. Creo que mi vecina está contenta. Al menos, cuando la saludé al día siguiente de nuestra llegada, fue muy afectuosa cuando nos dijo “Welcome back!”