lunes, 28 de noviembre de 2016

Gobble, gobble

La semana pasada mi amiga Margaret, originaria de Hong Kong, me regaló un pavo. Ella no sabía qué hacer con ese pájaro de cerca de 9 kilos, máxime cuando ya tenía uno en su nevera casi listo para ser horneado. Yo no había asado un pavo en mi vida ni había celebrado Acción de Gracias jamás pero, con un poco de aprensión y no sin antes asegurarme de que el animal estaba ya muerto, desplumado y bien limpio como para meterlo en el horno, acepté con gusto su ofrecimiento.

El año pasado por estas fechas vinieron unos amigos a cenar a casa y nos comimos entre los 10 un jugoso roast-beef sin el más mínimo sentimiento de culpabilidad por estar obviando una tradición que no es la nuestra. Pero este año, con el pavo ya en mi cocina, me tuve que poner manos a la obra e iniciar una ardua investigación de recetarios para dar con la forma más adecuada de asar el animalito.

Unos días antes había estado en una celebración anticipada de la comida de Acción de Gracias y ya me había enterado de la historia idealizada de los orígenes de esta festividad. Según contaron allí, en 1621 un grupo de colonos ingleses que había llegado a Plymouth, en la costa Este, estaba muriéndose de hambre pues no habían sido capaces de hacer progresar ningún cultivo y se les estaban terminando las reservas de comida que traían de Inglaterra. Los indios Wampanoag les regalaron semillas y les enseñaron cómo hacerlas germinar en esos terrenos. Cuando en el mes de noviembre terminaron la cosecha, en agradecimiento, los colonos les invitaron a compartir una comida que es el origen de la tradición que continúa hasta hoy.

Me gusta la ingenuidad de esa versión pero lo cierto es que las celebraciones de Acción de Gracias, ya sean con contenido religioso o pagano, han estado presentes en todas las sociedades y en todos los tiempos. Las comidas con que se festejan desde la Antigüedad el final de las cosechas o la comida que mi paisano el expedicionario Pedro Menéndez de Avilés celebró en 1565 para dar gracias a Dios por haber llegado con bien a San Agustín, Florida, y a la que invitó a la tribu de los indios Timucua que allí vivían, podrían estar perfectamente detrás de esta festividad que los americanos han hecho tan suya.

Lo cierto es que Thanksgiving tiene tanta importancia en este país porque han sabido convertirla en una fiesta incluyente que es compartida por todos con independencia de la religión que profesen y eso, en un país con una población proveniente de culturas y religiones tan variadas es fundamental; católicos, protestantes, judíos, musulmanes, budistas, zoroastras, ateos… todos consideran Acción de Gracias como algo propio, como el momento de reunirse con la familia alrededor de una mesa, aunque haya que cruzar el país y recorrer miles de millas, para comer el pavo y sus múltiples acompañamientos. Viene a ser lo que para nosotros es Nochebuena y su pavo sería nuestro turrón “El Almendro”, que nos hace volver a casa por Navidad.

El caso es que de buena mañana yo me puse en tan señalado día a hornear al pajarito, le hice su relleno y sus “sides” siguiendo la más pura ortodoxia, preparé una otoñal crema de calabaza, una focaccia de romero que despedía aromas de bosque y un arroz con leche asturianísimo para hacer un poco de patria querida. Cuando me quise dar cuenta eran ya las dos de la tarde, hora bien española para comer, y la casa olía tan bien, tenía todo tan buena pinta y estaba tan en su punto que por unánime votación familiar, decidimos dejarnos de tradiciones y ventilarnos en ese mismo momento el delicioso festín sin esperar a la hora de la cena. Y, la verdad, es que nuestros estómagos bien que lo agradecieron.

Post-post: 
Lo que me deja puesta es que en inglés los pavos hacen “gobble gobble”, como bien podéis ver en este vídeo Gobble gobble song Pero, ¿cómo hacen en español?




lunes, 21 de noviembre de 2016

Blowing in the wind

Una de las cosas que más me gusta de Washington es su otoño. Nunca antes había vivido un otoño tan largo ni había sido testigo de la tremenda lentitud con la que los árboles se iban transformando al adquirir toda la gama posible de tonalidades ocres. Es cierto que los alrededores de Washington son un inmenso bosque y que las casas están rodeadas de árboles adultos que, si bien les quitan claridad, les dan privacidad y la sensación de vivir en plena naturaleza aunque a un paso de la civilización. La amplísima red de parques nacionales, regionales y locales se ocupa de preservar esos espacios naturales intentando intervenir lo menos posible para no alterar los ecosistemas, lo que lejos de dar la impresión de abandono les otorga autenticidad.

Esa es la parte “salvaje”, en gran medida abierta al público para que puedas pasear por los bosques y donde sabes que te puedes encontrar toda clase de alimañas. De ahí salen los innumerables ciervos que se comen las plantas tiernas de tu jardín (y que muchos de ellos acaban atropellados al cruzar alguna carretera), los mapaches que roban la comida de los perros de los vecinos o los coyotes que asustan a los que salen a correr temprano en la mañana. Como yo no soy muy valiente y me gusta la naturaleza domesticada, reconozco que no me he adentrado en sus profundidades y me he conformado con la naturaleza civilizada que me resulta igual de espectacular.

Pero es que por todas partes hay cientos de árboles: en las avenidas, en las autopistas, en las calles de los barrios y en los jardines delanteros y traseros de las casas y tras cambiar armoniosamente de color van dejando caer sus hojas con tranquilizadora parsimonia cubriendo el suelo con un tapiz anaranjado. La primera vez que lo vi el año pasado me fascinó. Ese baile de las hojas caducas en su caída me llenaba de paz, los colores rojizos de los árboles de nuestro jardín me inundaban de deliciosa nostalgia y el crujido de huevo frito que hacían las hojas al pisarlas me producía una satisfacción infantil. Incluso ponía a Bob Dylan a cantar su “Blowing in the wind” para dar musicalidad a la danza otoñal. Maravilloso… hasta que llegó el momento de recogerlas.

Resulta que los cientos de hojas que caen diariamente en tu jardín se convierten en miles y en millones en un santiamén. El bonito tapiz ocre se transforma en una montaña de hojas que en cuanto te descuidas te llega por encima de la rodilla y que sabes que seguirá creciendo. No se las puedes colar al vecino con un golpe de viento afortunado porque no hay manera de disimular la cantidad de metros cúbicos de material orgánico que se acumulan en tu jardín y tus hijos no se dejan engañar con la promesa de una propina para que lo recojan. Y ahí se te acaba la sensación de paz y tranquilidad otoñal.

Como no tenemos jardinero latino con sueldo americano, que son los que abundan en el vecindario, compramos un rastrillo para poder ir haciendo nosotros mismos los montones de hojitas en el jardín. Pero cuando acabas de rastrillarlo y te crees que has hecho una gran obra, te giras y descubres que está otra vez cubierto de hojarasca. Alzas la mirada y con el corazón en un puño miras hacia la copa del magnífico árbol que tienes sobre ti y ves que aún le quedan cientos, miles de hojas que amenazan con caer en tu jardín y sabes que inexorablemente esa amenaza se cumplirá.

La cosa no ha hecho más que empezar. Una vez amontonadas hay que buscar cómo deshacerse de ellas.  Por las zonas más urbanas y por las avenidas públicas pasan unas aspiradoras-trituradoras que devoran las montañas de hojas que alcanzan cimas que ríete tú de las K’s del Himalaya. En nuestro área, más residencial, el servicio de basuras las recoge semanalmente pero antes tienes que introducirlas en unas bolsas enormes de papel que a tal efecto venden en las principales ferreterías y tiendas de jardinería. Pero si ya es un rollo amontonar las hojas, es un infierno el ir cogiéndolas a puñaditos, paladitas o como buenamente permita la embocadura de la bolsa. La espalda se te queda baldada de trabajar agachada, la ciática que nunca tuviste se empieza a dejar sentir y el maldito árbol sigue desnudándose con odiosa parsimonia.
   
El año pasado les pedí a los Reyes Magos un soplador para al menos librarme del rastrillado del jardín, pero no me lo trajeron porque era más urgente la pala de nieve (ya os contaré en otro post, ya). Tengo en el garaje, junto a mi rastrillo verde, decenas de bolsas de papel diciéndome “usame, úsame”. Y sé que lo tengo que hacer pero antes necesito ahuyentar esa bola de angustia  que crece dentro de mí con sólo pensar lo que me espera. Me sentaré un ratito en el jardín. Seguro que la colorida cadencia otoñal me relajará y me permitirá volver a disfrutar de la estación con la ignorante ingenuidad con la que lo hice el año pasado. Y cuando Gabriel salga al jardín con su traje de “agroman” listo para la faena, creo que me surgirá algo urgente que hacer dentro de casa. A ver si cuela.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Una de animadoras

Cuando mi hija mayor Adela nos dijo el año pasado que quería ser Cheerleader me quedé puesta. De carácter tímido y reservado y poco amiga de las grandes pandillas, no casaba para nada con mi idea estereotipada de las animadoras que salen en las películas americanas. Sinceramente, no me la imaginaba para nada sacudiendo pompones, regalando sonrisas y peleándose con sus compañeras por conquistar el corazón del jugador de fútbol americano más guapo y más simple. Pero bueno, como tenía que pasar una selección al parecer muy dura y no tenía ni idea de las rutinas (así llaman a los ejercicios que realizan), pensé que la realidad se encargaría de colocar a mi hija en su sitio y que, buena deportista como es, acabaría en otro equipo deportivo más adecuado para una española residente en EEUU.

El equipo de Adela
¡Qué equivocada estaba! Adela pasó los temidos y disputados “tryouts”, entró en el equipo y yo me empecé a dar cuenta de mi segunda gran equivocación, que Cheerleading no es para nada como me lo imaginaba: primero tuvo que pasar un reconocimiento médico extensivo y tras preguntar la doctora el deporte al que estaba destinado el informe puso tal cara de admiración y emitió tantas felicitaciones que me quedé otra vez puesta; después empezaron a llegar las cartas y notificaciones del colegio en las cuales se referían a ella como “atleta”; enseguida los entrenamientos se pusieron a un ritmo de 2 horas diarias, sábados incluidos; cuando comenzó la temporada de baloncesto empezó a tener partidos todas las semanas y ahora que estamos en la de fútbol americano hemos pasado a tener todos los viernes y muchos sábados ocupados y los padres estamos casi tan liados como las hijas; los ejercicios que realizan van mucho más allá de dar palmas y mover pompones y montan unas “torres” que, como dice mi amiga Trini, “sólo verlas produce contracturas”. Y la semana que viene empiezan las competiciones de animadoras, a nivel local, estatal y nacional y ya estoy temblando porque no sé muy bien lo que se me viene encima (de momento, llevar a la niña y desayunos para el equipo a las 5:30 de la mañana del sábado).

El caso es que esto de las animadoras es un tinglado descomunal con un nivel de exigencia tremendo para las deportistas y para las familias. Todo colegio o universidad que se precie ha de tener su equipo de cheerleaders para hacer que los aficionados animen a su equipo en las competiciones deportivas y, en muchos casos, el equipo de animadoras es mucho mejor que el equipo al que tienen que animar y se clasifica a niveles muy superiores en las competiciones específicas de su disciplina.

Aunque siempre he asociado las animadoras con el género femenino, lo cierto es que en el equipo de Adela hay un chico y es que la animación empezó como una actividad típicamente masculina cuando un estudiante de la Universidad de Minnesota dirigió a una multitud cantando “cheers” para animar a los jugadores a finales del siglo XIX. El que hubiera muy pocos deportes en los que las mujeres pudieran participar y que muchos chicos se alistaran en el ejército favoreció la feminización de este deporte. Con el desarrollo de la animación, en los años 80 se fueron incorporando a las actuaciones saltos, volteretas y movimientos gimnásticos cada vez más peligrosos que hicieron necesario crear unas guías de seguridad y certificaciones oficiales para los entrenadores. Esta semana el equipo de mi hija tiene que ir a pasar el examen de seguridad que comprueba si las acrobacias se realizan a la altura adecuada para evitar accidentes.

Sólo puedes ser parte del equipo de Cheerleader, como del resto de clubes deportivos de los colegios, si apruebas todas las asignaturas; si faltas al colegio por algún motivo, no te permiten asistir al entrenamiento (a no ser que sea una causa médica justificada con antelación) y si faltas más de cinco días al entrenamiento, eres expulsado del equipo. Con estas normas las directivas de los colegios quieren dejar bien claro que, aunque el deporte se considera muy importante para el desarrollo del alumno y se estimula de todas las maneras posibles, es un complemento del trabajo intelectual y como tal ha de ser considerado.

España no es un país con gran tradición en este campo pero parece que últimamente están apareciendo equipos de competición, como “Thunders Barcelona”, que ya tiene unos 40 miembros, o los madrileños “All Stars Toros” y “Cheerxport Alcobendas”, aunque con un número de participantes que está a una distancia estratosférica de los casi 400.000 cheerleaders que había en 2009 únicamente en los High School públicos de EEUU.

Aparte de las competiciones clasificatorias de Cheerleading, una de las épocas más activas es la semana de “Homecoming” en donde tradicionalmente se da la bienvenida a los antiguos alumnos de un centro educativo, principalmente universitario. Al extenderse esta costumbre a los High Schools lo que se celebra es el espíritu colegial y el ser miembros de una misma comunidad estudiantil. Y como el Homecoming se articuló desde sus orígenes en torno a un partido de fútbol, las cheerleaders juegan un papel fundamental.

Esa semana es especialmente divertida para los alumnos gracias a la “Spirit week”(cada día se visten siguiendo un tema determinado), el “pep rally” (espectáculo donde los distintos equipos o agrupaciones musicales hacen demostraciones, siendo una de las más aclamadas la de las cheerleaders), la elección del Rey y la Reina de Homecoming (en nuestro Condado han estipulado que pueden ser personas del mismo sexo), el “Tailgate” (partido de fútbol anterior al principal) y el partido de fútbol principal, generalmente contra un equipo al que sea fácil ganar y con la participación de la banda de música y los dos equipos de animadoras. El colofón lo pone el baile de Homecoming al día siguiente del partido, fiesta casi tan importante como la de Prom de final de curso que tanto hemos visto en las películas americanas. O sea, una semana a tope de inoculación del sentido de pertenencia a la manada en la que participan tanto alumnos como profesores a los que no es raro ver dando su clase vestidos de hawaianos, de hippies, en pijama,o lo que sea que establezca la consigna del día.


Tengo que reconocer que una vez recuperada de mi asombro inicial estoy encantada de ver que la imagen que yo tenía de las Cheerleaders se ha desmoronado. De momento todos aguantamos el ritmo pero no sé si a finales de año seamos nosotros los que la animemos a ella a cambiar de deporte por otro que exija menos compromiso paterno. ¿Ajedrez, tal vez?

lunes, 7 de noviembre de 2016

Que pierda el peor

Mañana es el gran día. El mundo entero está pendiente de lo que decidan los estadounidenses en las urnas. Durante la larguísima campaña electoral he intentado seguir elecciones primarias y caucus sin perderme en exceso, he visto cómo se definían los candidatos presidenciales de ambos partidos dejando a Bernie Sanders y Ted Cruz por el camino y me sentado ante la televisión a la vez que millones de ciudadanos para ver los tres debates electorales entre Hillary Clinton y Donald Trump. Pero a pesar de que las cadenas televisivas hayan dado un tratamiento espectacular a los distintos eventos y los diarios hayan llenado páginas con los escándalos de ambos candidatos, el tema no ha conseguido entusiasmarme. Tengo que reconocer que he acabado harta y cabreada de las elecciones e investiduras “a la española” y la falta de liderazgo de nuestros políticos españoles me ha llenado de hastío, pero me he quedado puesta al darme cuenta de que esa misma sensación embarga a muchos estadounidenses, que concentran su entusiasmo no en defender a su líder, que no lidera, sino en atacar al contario.


Ya no se trata de que “gane el mejor” y de que apoyemos con nuestro voto ilusionado al partido que da voz a nuestras convicciones políticas sino de que “pierda el peor” porque ningún candidato o programa político es capaz de emocionarnos. En estas latitudes, a 24 horas de las elecciones hay un empate virtual de demócratas y republicanos: Hillary Clinton no consigue inclinar la balanza a su favor ni con su experimentada carrera de burócrata (o tal vez precisamente por eso), ni con sus promesas para ganarse los apoyos de las minorías, ni con su condición de fémina que la convertiría, si llegara a ganar, en la primera mujer presidente de EEUU, en un país dispuesto  a este tipo de novedades tras haber tenido en Obama el primer presidente de color; y Donald Trump tampoco lo consigue a pesar de ser el auténtico rupturista del sistema, de su populismo, de su soberbia de exitoso hombre de negocios, de sus promesas a los millones de trabajadores que pueblan las ciudades en crisis del interior del país o de las barbaridades que han salido de su boca en los últimos meses.


Porque, al igual que nuestros presidenciables españoles, ninguno de ellos ha sido capaz de canalizar las ilusiones ciudadanas. Aquí se vota mañana, corresponsales de todo el mundo se han desplazado al país para seguir los resultados, miles de restaurantes están ya listos para recibir a los que quieran seguir en grupo las elecciones (algunos de ellos exigen la compra de un ticket para poder entrar) y se envolverá la fiesta de la democracia de espectacularidad americana, pero falta la ilusión por abrir el regalo de un nuevo ciclo político. Mañana el regalo no será para mí; el mío ya lo abrí y me salió Rajoy, que no es lo mismo pero es igual.