lunes, 21 de noviembre de 2016

Blowing in the wind

Una de las cosas que más me gusta de Washington es su otoño. Nunca antes había vivido un otoño tan largo ni había sido testigo de la tremenda lentitud con la que los árboles se iban transformando al adquirir toda la gama posible de tonalidades ocres. Es cierto que los alrededores de Washington son un inmenso bosque y que las casas están rodeadas de árboles adultos que, si bien les quitan claridad, les dan privacidad y la sensación de vivir en plena naturaleza aunque a un paso de la civilización. La amplísima red de parques nacionales, regionales y locales se ocupa de preservar esos espacios naturales intentando intervenir lo menos posible para no alterar los ecosistemas, lo que lejos de dar la impresión de abandono les otorga autenticidad.

Esa es la parte “salvaje”, en gran medida abierta al público para que puedas pasear por los bosques y donde sabes que te puedes encontrar toda clase de alimañas. De ahí salen los innumerables ciervos que se comen las plantas tiernas de tu jardín (y que muchos de ellos acaban atropellados al cruzar alguna carretera), los mapaches que roban la comida de los perros de los vecinos o los coyotes que asustan a los que salen a correr temprano en la mañana. Como yo no soy muy valiente y me gusta la naturaleza domesticada, reconozco que no me he adentrado en sus profundidades y me he conformado con la naturaleza civilizada que me resulta igual de espectacular.

Pero es que por todas partes hay cientos de árboles: en las avenidas, en las autopistas, en las calles de los barrios y en los jardines delanteros y traseros de las casas y tras cambiar armoniosamente de color van dejando caer sus hojas con tranquilizadora parsimonia cubriendo el suelo con un tapiz anaranjado. La primera vez que lo vi el año pasado me fascinó. Ese baile de las hojas caducas en su caída me llenaba de paz, los colores rojizos de los árboles de nuestro jardín me inundaban de deliciosa nostalgia y el crujido de huevo frito que hacían las hojas al pisarlas me producía una satisfacción infantil. Incluso ponía a Bob Dylan a cantar su “Blowing in the wind” para dar musicalidad a la danza otoñal. Maravilloso… hasta que llegó el momento de recogerlas.

Resulta que los cientos de hojas que caen diariamente en tu jardín se convierten en miles y en millones en un santiamén. El bonito tapiz ocre se transforma en una montaña de hojas que en cuanto te descuidas te llega por encima de la rodilla y que sabes que seguirá creciendo. No se las puedes colar al vecino con un golpe de viento afortunado porque no hay manera de disimular la cantidad de metros cúbicos de material orgánico que se acumulan en tu jardín y tus hijos no se dejan engañar con la promesa de una propina para que lo recojan. Y ahí se te acaba la sensación de paz y tranquilidad otoñal.

Como no tenemos jardinero latino con sueldo americano, que son los que abundan en el vecindario, compramos un rastrillo para poder ir haciendo nosotros mismos los montones de hojitas en el jardín. Pero cuando acabas de rastrillarlo y te crees que has hecho una gran obra, te giras y descubres que está otra vez cubierto de hojarasca. Alzas la mirada y con el corazón en un puño miras hacia la copa del magnífico árbol que tienes sobre ti y ves que aún le quedan cientos, miles de hojas que amenazan con caer en tu jardín y sabes que inexorablemente esa amenaza se cumplirá.

La cosa no ha hecho más que empezar. Una vez amontonadas hay que buscar cómo deshacerse de ellas.  Por las zonas más urbanas y por las avenidas públicas pasan unas aspiradoras-trituradoras que devoran las montañas de hojas que alcanzan cimas que ríete tú de las K’s del Himalaya. En nuestro área, más residencial, el servicio de basuras las recoge semanalmente pero antes tienes que introducirlas en unas bolsas enormes de papel que a tal efecto venden en las principales ferreterías y tiendas de jardinería. Pero si ya es un rollo amontonar las hojas, es un infierno el ir cogiéndolas a puñaditos, paladitas o como buenamente permita la embocadura de la bolsa. La espalda se te queda baldada de trabajar agachada, la ciática que nunca tuviste se empieza a dejar sentir y el maldito árbol sigue desnudándose con odiosa parsimonia.
   
El año pasado les pedí a los Reyes Magos un soplador para al menos librarme del rastrillado del jardín, pero no me lo trajeron porque era más urgente la pala de nieve (ya os contaré en otro post, ya). Tengo en el garaje, junto a mi rastrillo verde, decenas de bolsas de papel diciéndome “usame, úsame”. Y sé que lo tengo que hacer pero antes necesito ahuyentar esa bola de angustia  que crece dentro de mí con sólo pensar lo que me espera. Me sentaré un ratito en el jardín. Seguro que la colorida cadencia otoñal me relajará y me permitirá volver a disfrutar de la estación con la ignorante ingenuidad con la que lo hice el año pasado. Y cuando Gabriel salga al jardín con su traje de “agroman” listo para la faena, creo que me surgirá algo urgente que hacer dentro de casa. A ver si cuela.

4 comentarios:

  1. Eva, como cada semana, me he transportado y estaba viviendo con singular emoción esa belleza tan colorida y particular del otoño que nunca he experimentado hasta que llegué al tema de la recogida de las hojas. ¡Cuánto trabajo!

    ¡Entre los ires y venires para las actividades deportivas de Adela, las labores del hogar y muchas otras cosas, te quedará poco espacio para ti.
    ¡Gracias por dedicar tan preciado tiempo en compartir tus vivencias!

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  2. Qué razon tienes, me resulta fácil imaginar el panorama, en Gijón pasa algo parecido. Se lo comentaba esta mañana a Marina, que vino de fin de semana, el parque de Begoña es un peligro por la cantidad de hojas si recoger. Muy idílico el otoño menos para los recogehojas. Un beso.

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  3. fascinante artículo!!!!!! a mi lo de la propina me funciona mucho con el pino de Canyamel!!!!!! los míos seguro que verían negocio en vuestro jardín (je, je)
    Un beso

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  4. el soplador es una joya, queridos Reyes Magos, acuerdense de ese hogar de mi amiga Eva jeeee.

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