lunes, 9 de abril de 2018

Jamón, jamón

Cuando aterrizamos en el aeropuerto de Washington para instalarnos a vivir en Estados Unidos, lo primero que nos preguntaron en el control de aduanas fue que de dónde veníamos y, lo segundo, al escuchar que de España, si traíamos jamón. No dijeron ham ni prosciutto, como luego se empeñan en llamarlo para mi desesperación. Dijeron jamón. Y bien pronunciado, además, para que no hubiera lugar a confusión. Me quedé puesta. Y no llevábamos, no.

A los españoles nos encanta trasladar alimentos de un lugar a otro. No nos da ninguna pereza meter un chorizo o una sobrasada en la maleta aprovechando un huequito. No tenemos problema en coger los restos de la fabada que ha preparado tu madre en Asturias, echarla en un túper y llevarla a Madrid. Incluso el queso cabrales, aunque luego atufe todo el coche o la bandeja para el equipaje de mano del avión.

Pero llegar a Estados Unidos con jamón de contrabando impone, como impone la solemne declaración de aduanas que firmas en pleno vuelo asegurando que no llevas ningún alimento y como impone, cuando has aterrizado, el pedazo de policía que te mira fijamente intentando ver si te caza cometiendo alguna infracción.

La verdad es que tras tantos años viviendo fuera de España no echo de menos los productos de nuestra tierra y, para el día a día, me apaño bien con lo que encuentro en mi país de residencia. Si soy sincera, tengo que reconocer que, incluso durante los cinco años que pasamos en el mundo árabe donde la carne de cerdo no se comercializa, nunca hemos dejado de comer jamón. Es más, nunca comemos tanto jamón como cuando estamos fuera de España. Y, además, tan bueno.

Todo expatriado español que se precie se las arregla de alguna manera para esconder en su equipaje un paquetito de ese Rolls Royce de nuestra gastronomía (José Andrés dixit), desafiando las reglamentaciones en vigor del país de destino. Y puestos a infringir la ley, no se arriesga por el jamón baratito de supermercado sino que se lleva uno bueno, de esos que habitualmente no se compran. Y si lo consigue pasar, no se lo come a solas en un bocadillo delante de la televisión, sino que tras guardarlo como oro en paño esperando la ocasión propicia, invita a algún amigo y comparte el placer de comerlo y la aventura de transportarlo. Así que, si tienes amigos españoles, normalmente comes jamón.

Pero, señores, estamos en Estados Unidos y aquí hay de todo, hasta jamón. De cebo o ibérico, a gusto o bolsillo del consumidor. Y, si quieres, a domicilio. Por aquello de seguir haciéndolo algo especial nosotros lo compramos muy pocas veces. Pero este fin de semana nos llegó nuestro jamón. Mis hijos empezaron a aplaudir, Gabriel lo colocó en el jamonero, yo afilé el cuchillo y, sin controlar las ansias, lo atacamos inmediatamente. Tenemos jamón, amigos, y los placeres a solas se convierten en vicios. ¿Quién quiere una tapita?


Post-post:

Tras largos años de negociaciones, en el año 2005 el gobierno estadounidense dio el visado al jamón de cerdo ibérico y ello abrió la posibilidad a las empresas españolas de comenzar los trámites administrativos necesarios para su exportación. Pero para las empresas es un proceso largo y costoso ya que en la mayoría de los casos es necesario adaptar los mataderos y homologar todas las cuestiones relativas a la producción de cárnicos, lo que reduce el número de marcas que se deciden a exportar este tipo de productos a Estados Unidos. Actualmente si se busca, se encuentra, aunque con mucha más dificultad que el dichoso prosciutto de los italianos que, para mi gusto, no es, ni siquiera, comparable.

2 comentarios:

  1. Mientras te leo me estoy comiendo una lata de sardinillas en aceite y tres pedazos de queso manchego que han venido estas navidades conmigo a Kuwait. Ayer cenamos un paquetito de Iberico que nos supo a gloria. En fin, la vida del expat.
    Le comentaba ayer mismo a Br1 que lo más probable es que no coma tanto jamón ahora cuando me vuelva a España. Inshallah no será así!
    ( ¿he mezclado Inshallah y jamón en la misma frase?) ay mi madre!!!!!!

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