lunes, 3 de julio de 2017

Conciertos de verano

La primera vez que fui a Nueva York acababa de cumplir 18 años. Dos cosas absurdas se me quedaron grabadas de aquel viaje: los conos que había en las alcantarillas para permitir la salida del vapor del subsuelo y los bocadillos gigantes que se zampaba la gente en un concierto de música clásica en el Central Park. Allí, en una explanada enorme de hierba, el público había extendido sus mantas en el suelo y de sus cestas de picnic sacaba comida, copas y vino frío del que disfrutaban a la par que de los acordes que interpretaba la orquesta. Y aquel grupo de jóvenes tenía un bocadillo de metro y medio de largo que seguro que había necesitado dos personas para transportarlo. El tamaño del magnífico bocata y el respetuoso silencio con el que lo estaban comiendo me dejaron puesta.

Lo recordé el otro día en que Gabriel apareció con un par de entradas para uno de los conciertos de verano del Wolf Trap, el Parque Nacional para las Artes Escénicas que se encuentra en Vienna, Virginia. Son cerca 50 hectáreas de terreno donados hace 50 años por una funcionaria del gobierno para preservar el área de la presión urbanística a la vez que para crear un espacio donde disfrutar de las artes en armonía con la naturaleza. Junto con las tierras donó fondos para construir un anfiteatro exterior conocido como el Filene Center que desde mayo a finales de septiembre tiene una programación alucinante de pop, country, folk, blues, música clásica, danza o teatro.

Uno de esos incendios tan frecuentes en este país y que a mí me producen pavor (ver entrada Tocar madera) destruyó completamente el edificio original en 1982 y, tras dos años de reconstrucción, el resultado es un anfiteatro ultramoderno con capacidad para 7000 personas, la mitad de las cuales están bajo techo y el resto puede tumbarse en las laderas que en él convergen. Y a mí me parece lo máximo: ir con tu neverita, la cena, el vino y las copas, un buen cojín y sentarte sobre la manta en la noche templada alternando la vista entre las luces del escenario y las de las estrellas sobre tu cabeza. Delicioso.

Un ambiente  muy distinto al del otro concierto que fuimos hace unos días en la Embajada de Finlandia, que organiza junto con sus vecinos nórdicos un Festival de Jazz en Washington. Jazz nórdico, una experiencia, cuando menos, “intensa”, en un edificio igualmente fantástico: una caja de cristal y acero con muros de granito que desde el exterior no dejan adivinar el ambiente cálido repleto de luz natural, madera clara y magníficas vistas al bosque que tiene detrás. Modernísimo y minimalista, como el público asistente. Gente rubia, alta, con trajes que estilizaban sus cuerpos juncales, gafas de montura de pasta gruesa y una postura elegante de espalda erguida y cuello de bailarines. Tan distintos de mi Europa mediterránea que me entraron unas tremendas ganas repentinas de irme de expedición a esas frías tierras del norte  que seguro que serían una cantera inagotable de momentos para quedarme puesta. Eso sí, no sé si iría a otro concierto de jazz nórdico: demasiado gélido para mis gustos latinos.

Post-post:
El resto del año, desde octubre hasta mayo, el Wolf Trap programa sus espectáculos en The Barns at Wolf Trap, dos graneros del siglo XVIII adaptados para espectáculos musicales en 1981. Al parecer, la propietaria original del terreno había acudido a un concierto en un granero en Maine y quedó impresionada con la acústica y el ambiente informal que proporcionaba la construcción agrícola. Quiso reproducir lo mismo en Wolf Trap y, tras encargar a un historiador especializado en graneros (puesta otra vez) que localizara dos aptos para su propósito, los mandó traer desde el norte del Estado de Nueva York y reconstruirlos en su ubicación actual en Virginia. Levantado alrededor de 1730, el granero alemán tiene una viga oscilante que recuerda su doble función original de servir de apoyo al henil y permitir un espacio diáfano en el que se pudieran mover los caballos. Ahora es un teatro delicioso con capacidad para 284 personas en el lugar de los animales y 98 en el de la paja. Adyacente está el granero inglés, construido en 1791. Más pequeño que el anterior, sirve de área de recepción y servicios y cuenta con una zona de reunión y pequeño restaurante donde disfrutar de una cena ligera o una copa antes de la actuación. Allí vimos el invierno pasado a la gaitera gallega Cristina Pato que puso a todo el público a bailar muñeiras. Literal.

Fotos: Gabriel Alou y Wolf Trap

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