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lunes, 4 de marzo de 2019

Con estos pelos

Mi hijo adolescente descubrió este verano en España que puede reflejar su personalidad con el corte de pelo. El encargado de meter las vaquillas en el camión tras el encierro en las fiestas del pueblo tenía el pelo rapado por los lados y largo por la parte superior, sujetado con una coleta para evitar que se le fuera a la cara. Mi hijo decidió que, a partir de ese mismo momento, su estilo sería así. Aquí no ha vuelto a pisar la peluquería de vietnamitas a la que va su padre (y en la que le dejaban como a su padre) y se ha vuelto tiquismiquis con quién le pone la mano en la cabeza. 

Últimamente, entra en la peluquería evaluando la situación. Su criterio principal de elección es que los peluqueros no sean asiáticos para evitarse el casi garantizado corte de pelo estilo “champiñón”. Se sienta en el sillón giratorio y no pierde ni un segundo de vista la rasuradora o las tijeras, no vaya a ser que las desvíen de la ruta ya trazada desde el verano y le hagan un desaguisado. No sonríe, ni habla, ni sigue la conversación. Observa con atención el trabajo que le están realizando de una manera que, si no fuera un chaval de 16 años, resultaría ciertamente intimidatoria.

Sin embargo, todo eso se le olvidó estas Navidades cuando, en Miami, nos fuimos a dar un paseo por Little Havana, la Pequeña Habana. Acabábamos de aparcar el coche en el primer sitio libre en la Calle 8, delante de una peluquería que tenía un banco junto a la puerta. Mofándonos, le dijimos: “mira, aquí te podrías cortar el pelo”. Un joven que estaba afuera fumando un cigarrillo le dijo: “si quieres, yo estoy libre” y, para sorpresa de todos, Miguel dijo “vale”, giró 90 grados y entró por aquella puerta.

Entré tras él temerosa de cómo le pudieran dejar. La música, latina, estaba a toda pastilla y una pantalla de televisión descomunal iba reproduciendo los vídeos. Debía de haber ocho peluqueros con otros tantos clientes y solo había un sitio libre, que inmediatamente pasó a ocupar mi hijo. Sentí que si me quedaba dentro y daba algún tipo de indicación lo estaría tratando como el niño que ya no es y salí del local para sentarme en el banco del exterior, que se había quedado libre. “Pelo mal cortado, a las dos semanas arreglado”, pensé. Y esperé afuera.

Algún viandante que cruzaba hablando por teléfono llegó a comentar con acento latino: “Chico, acabo de pasar por delante de una peluquería y están locos”. Los peluqueros contaban chistes, cantaban, se marcaban pasos de baile y se jaleaban sin descuidar en ningún momento a los clientes, que estaban la mar de entretenidos. Cuando uno se puso delante de Miguel a cantarle un rap, se quedó puesto. Entretanto, su peluquero iba trasquilándole las sienes, él se dejaba hacer y yo temblaba por el resultado al otro lado de la cristalera. Al quitarle la vistosa capa plástica salió de su ensimismamiento, se miró con detenimiento sin esbozar ni media sonrisa y se acercó a la puerta a pedirme un billete de 20 dólares, que entregó al peluquero con un apretón de manos. “Es la mejor peluquería en la que haya estado jamás”, dijo al salir. Y yo me quedé con la sensación de que lo poco de niño que conservaba se había quedado en la Pequeña Habana, en esos pelos esparcidos por el suelo.
 
Post-post:
La Pequeña Habana es el corazón de la comunidad cubana en Miami, un barrio colorido y animado por sus restaurantes, galerías de arte y tiendas de tabaco. Se formó con la llegada masiva de los cubanos que escapaban de la isla a raíz de la revolución castrista en 1959. En esta zona al este de Coral Gables solo se escucha español, la música latina inunda las calles, huele a tabaco y a cigarro encendido, los hombres se siguen reuniendo a jugar al dominó y a hablar de política en el parque Máximo Gómez, una llama está permanentemente encendida en memoria de las vidas perdidas en la invasión de la Bahía de Cochinos y la plaza de la Cubanidad está a un paso del Paseo de la Fama, con estrellas en el suelo que homenajean a artistas latinos como Celia Cruz o Gloria Estefan pero también como Julio Iglesias o Raphael. ¿Realmente estamos en Estados Unidos?

lunes, 24 de octubre de 2016

Propinas, ni grandes ni pequeñinas

A mí las propinas me ponen muy nerviosa. Nunca sé si estoy haciendo lo adecuado; me da miedo ofender a la persona a la que se la doy, bien porque no debería dársela o bien porque es poca cantidad (tampoco voy repartiendo millones por ahí, es cierto); y también temo ofender a quien no se la doy porque pueda pensar que debería dársela. En España vivo más tranquila porque no somos un país muy dado a las propinas. Como hace mucho que han desaparecido los acomodadores de los cines (que me provocaban también bastante desasosiego), nos basta con redondear el precio de la consumición en un bar, dar algo más en un restaurante y alguna moneda a la que te lava el pelo en la peluquería. Fácil.

Pero en Estados Unidos, cada vez que voy a un sitio susceptible de dejar propina (que son prácticamente todos), me quedo al borde de tomar un calmante y no tanto porque no sepa qué cantidad dar, que te lo dejan muy clarito en la factura, sino porque no sé a quién “debo” dársela, por lo que a la larga implica de imposición que no permite la opción de dejar claro si ha gustado o no el servicio y por lo absurdo que en sí mismo me parece el concepto.

Cuando vivíamos en México en todos los supermercados había niños o jovencitos que ayudaban a meter la compra en las bolsas, los llamados “empacadores”, y siempre se les daba una propina, no necesariamente grande pero sí obligada, porque sabías que eran niños con escasos recursos. Aquí, en los supermercados, suele haber adultos con algún tipo de discapacidad que hacen ese trabajo, pero a esos no se les da propina. Y ahí estaba yo los primeros días con mis nervios de “¿qué hago, le doy o no le doy, y si le doy poco?”.

Poco después, en la peluquería, tras pagar la escandalosa cantidad de 85$ por un simple “lavar y peinar” me volvió el ataque de ansiedad. Con mis cuatro pelos recién cortados fui a pagar y tras ver lo altísimo de la factura me explicaron que me habían asignado la peluquera con más experiencia del local porque, por ser la primera vez, querían que me fuera contenta. Me quedé puesta al saber que no pagas por servicio sino que cada peluquero tiene sus tarifas y, claro, mi veterana era la más cara. Teniendo esto en cuenta, busqué a la que me había lavado el pelo y le di su propina sin entregar nada a la que me había cobrado 85$ de experiencia. Pues mal, lo hice mal, porque a esa también tenía que haberle dado entre un 15 y un 20% del monto de la factura, o sea, unos 15$ más. ¡Me fui tan contenta… que no he vuelto!

En los restaurantes ya sé que, en efecto, no puedes dejar menos del 15% porque el camarero tiene un salario muy básico y el cliente tiene que complementarlo con las propinas (o sea, que le pagamos el sueldo entre todos). La razón es que es el cliente quien recibe el servicio. Y a mí me vuelve a hervir la sangre: también recibo el servicio del cocinero o de quien limpia el local y es que voy al restaurante a eso, a que me liberen de hacer la compra, de cocinar, de servir, de fregar los platos… y todo eso es lo que estoy pagando en la factura al dueño del local, quien realmente tendría que encargarse de pagar a los que lo hacen posible.

El guía del “turibús” en Nueva York pedía propina porque decía que él, exactamente igual que un camarero o un taxista, estaba prestando un servicio, el mismo servicio que  yo considero que ya he pagado al subir a ese autobús. Y es que, claro, en una economía de servicios como en la que vivimos, estas situaciones se plantean constantemente. Por ello, el otro día, The Washington Post sacó una noticia de dos páginas con consejos sobre las propinas. En los dieciséis supuestos que planteaba, estos consejos se resumían en dos: sé generoso donde tengas que dejarla y “drop a few bucks” (“suelta unos dólares”) donde pienses que no hace falta. Era lo que me faltaba, fui corriendo a la farmacia a hacer acopio de tranquilizantes pero casi me los tomo todos antes de salir porque me volvió a asaltar la duda: ¿tengo que dar propina al dependiente que me ha despachado?