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lunes, 23 de octubre de 2017

¿Cómo se dice alpargata en inglés?

Al poco de volver del verano me encontré con una amiga americana que iba calzada con unas alpargatas. Cuando se las alabé me dijo que las acababa de comprar en España, que eran un calzado tradicional, que la suela estaba hecha de esparto grass, un producto con el que la Península había comerciado desde la Antigüedad y que no se acordaba de cómo se llamaban en español pero que en inglés se decía espadrilles. Me dejó puesta.

Este ha sido el verano del anti-turismo. Al menos ese fue el debate en Mallorca, una isla que si bien es consciente del impacto que dejan los millones de visitantes en su economía no puede evitar que surjan voces ante la saturación que sufre en los meses estivales. Se discutía sobre turismofobia y turismofilia, sobre preservar el lugar en donde se disfruta de las vacaciones, sobre el turismo como una industria intrusiva y contaminante que hace desaparecer los locales tradicionales sustituyéndolos por lo que el visitante demanda. Hablaban de mercados que dejan de ser el emblema de lo popular para convertirse en escaparates del “delicatesen” exclusivo, de vecinos a los que se les pide que participen, agradecidos, de la pérdida de identidad de su entorno. De visitantes que han dejado de ser turistas (término derivado de la palabra tour usada por los nobles ingleses cuando viajaban por el continente europeo para conocer mundo) y se han transformado en consumidores de turismo.

Hay mucho americano consumidor de turismo pero mi impresión es que tienden a quedarse en su país o en las vecindades. Los americanos que viajan a España suelen tener una actitud más parecida a la etimológica del término: partir de un punto, viajar, ver cosas nuevas, aprender y regresar a su origen, porque sin ese componente de retorno no hay tour. La mayoría de los americanos que he conocido tienen un carácter extrovertido y les gusta sorprenderse ante sus descubrimientos, a veces con una ingenuidad deliciosa que les hace la experiencia más grata. Tienen genuino interés por aprender e incorporar novedades a su vida americana, como mi amiga de las alpargatas.

Por eso le hablé de ese taller con su pequeña tienda en donde compramos las alpargatas este verano. Lo más alejado del turismo contaminante. Lo más parecido a la reinterpretación de tradición y artesanía. Sabía que le iba a encantar.

Lajuana es un proyecto de tres amigos de La Salzadella, un pueblo en el corazón del Maestrazgo (Castellón) que, tras quedarse en el paro hace ya varios años, decidieron dar un giro a su forma de ganarse la vida. Convencieron a antiguas artesanas de los alrededores para que les enseñaran a coser alpargatas y, una vez dominada la técnica del cosido a mano tradicional, les dieron un nuevo aire influenciado por el entorno y su cultura mediterránea.  No sé si me gustan más los diseños atrevidos y divertidos de su calzado o el espacio en donde trabajan: la casita blanca con ladrillo visto, los cactus de la entrada, el botijo en la ventana, la minitienda con los modelos expuestos sobre un seiscientos azul turquesa, las vigas de madera de las que cuelgan las cajas que habrán de contener sus creaciones, la enorme mesa del taller atestada de telas, suelas, papeles, alpargatas desparejadas, hilos de colores ….
 
Mi hijo se quedó fascinado. Como tiene el pie muy ancho y todas las alpargatas le apretaban, se ofrecieron a coserle unas especiales para él en donde pudo elegir la tela, el forro, el hilo de las costuras  y ser testigo del proceso de diseño de principio a fin, en donde los dueños hicieron despliegue de su creatividad, técnica y simpatía. Nos contaron que es difícil salir adelante pero que ahí están, que venden sus productos en varias tiendas nacionales y on line, que cuesta meterse en el mercado americano por los altos costes de transporte y que nunca renunciarán a seguir haciéndolas con las técnicas tradicionales. El rato que allí pasamos y la charla que mantuvimos fue un contagio de ilusión, un bálsamo tras la crispación de la turismofobia de las semanas previas y una reconciliación con la España estival, esa que a los verdaderos turistas, mi amiga americana y yo entre ellos, nos encanta descubrir.

Post-post:
Típico calzado campesino en España, las alpargatas saltaron al otro lado del charco en la década de 1940, cuando alcanzaron gran popularidad por su comodidad, su flexibilidad, su suela vegetal transpirable y su suave tacto. El que personalidades como Salvador Dalí, en su versión más tradicional, o John Fitzgerald Kennedy, en un glamuroso viaje por el Mediterráneo, fueran inmortalizados con ellas en sus pies ayudó a su despegue. Pronto estrellas del celuloide de la talla de Rita Hayworth o de Lauren Bacall las lucirían en largometrajes como La dama de Shangai (de Orson Welles) o Key Largo (de John Houston). A principios de los años 70, el diseñador francés Yves Saint Laurent encargó a la casa española Castañer el diseño y producción de una alpargata con cuña, lo que fue un éxito inmediato y desde ese momento es raro no verlas en las pasarelas o en los pies de muchas mujeres en verano. Don Johnson, el famosísimo Sonny Crocket de la serie Miami Vice, no sólo iba vestido con la “bella arruga” ochentera de Adolfo Domínguez sino que calzaba alpargatas de esparto, como John Wayne o Humphrey Bogart.


lunes, 17 de abril de 2017

Póngame un sello, por favor


Me encantan los sellos de Estados Unidos y eso que la filatelia nunca me ha llamado especialmente la atención. Alguna vez mi padre me engañó cuando era pequeña para que le ayudara a meter los sellos de su colección en aquellas funditas plásticas negras y transparentes, pero me parecía una actividad muy aburrida. Solamente recuerdo el perfil de Franco impreso en un montón de colores distintos y que mi padre me decía que no rompiera ninguna de las puntitas del sello porque perdería todo su valor. Cuando tuve edad suficiente para ir sola al estanco a comprar algún sello simplemente me preguntaban por cuánto importe lo quería y me daban uno del rey Juan Carlos I, de unas flores del herbario de José Celestino Mutis o de unos pajaritos la mar de cursis.

Aquí me encanta ir a las oficinas de los servicios postales y que me pregunte el encargado cuáles son mis temas favoritos para darme a elegir entre los sellos que más se acerquen a mis preferencias.  Cuando he pedido temas musicales he mandado nuestras cartas con unos sellos chulísimos y muy psicodélicos de Janis Joplin o de Jimi Hendrix; al decir que los cómics, en la esquina superior derecha de nuestros sobres he pegado a Batman o a la Mujer Maravilla; la última vez dije que la cocina y me dieron una serie de sellos llamada “Delicioso” (tal cual, en español) que celebra la influencia en Estados Unidos de los sabores y las comidas de Latinoamérica y que recrea platos como el ceviche, las empanadas,  los chiles rellenos, los tamales, el sancocho o el flan, lo que me demostró, una vez más, que hay sellos para todos los gustos.

Y es cierto. Por el mismo importe y para el mismo tipo de envíos puedes elegir temática histórica, patriótica, natural, de amor/amistad/bodas, de personajes, de festividades (católicas, judías, musulmanas, sintoístas, paganas…), de cultura pop… Y como los empleados de correos, como casi todos los dependientes con los que me he encontrado en este país, son extremadamente amables y sociables (y tienen el tiempo y la disposición) acabas entablando una conversación estupenda sobre cualquier tema asociado al sello que estás eligiendo (y los que están en la cola no se mosquean).

Al comprar la serie de Janis Joplin me contaron que el sello más vendido en la historia postal norteamericana fue el dedicado a Elvis Preysley. Fue un sello que salió en 1993 inaugurando una tendencia de diseñar sellos que mostraran iconos de la cultura pop. Como se dudaba entre dos sellos para publicar, se decidió someterlos a elección popular y votaron nada más y nada menos que 1.200.000 personas. La imagen de un Elvis joven y guapo ha recaudado la altísima cifra de 26 millones de dólares.

La reina Isabel empeñando sus joyas
Cien años antes, en 1893, apareció una serie de sellos muy novedosa y que como española me parece muy interesante. Hasta ese momento solo se habían publicado sellos que mostraran héroes muertos (George Washington es el que tiene dedicados más sellos diferentes, un total de 242 hasta el momento). Pero con ocasión de la Exposición Colombina que celebraba el 400 aniversario del Descubrimiento de América se decidió sacar una serie de 16 sellos con denominaciones que iban desde 1 centavo a 5 dólares. Esta serie recrea diferentes momentos históricos como Colón divisando tierra, el desembarco, la flota de Colón, Colón pidiendo ayuda a la reina Isabel, el recibimiento de Colón en Barcelona, Colón con los nativos, Colón anunciando su descubrimiento, la reina Isabel empeñando sus joyas, Colón en la Rábida… Aunque en su momento los sellos de mayor denominación no se vendieron muy bien dado su alto coste, hoy en día algunos de ellos tienen un valor cercano a los 5.000 dólares.

A estas alturas de la lectura, tal vez algunos os estéis preguntando para qué diantres compro tantos sellos si hoy en día con el e-mail, el WhatsApp, los SMS y demás avances tecnológicos nadie manda una carta. Pues aquí sí que se mandan cartas, montones de cartas, porque en Estados Unidos la mayoría de las facturas se pagan por cheque que, a su vez, se manda por correo. Y no fue hasta que llegué aquí que entendí lo que hacían los personajes de las películas americanas cuando aparecen con un montón de papeles escribiendo en la mesa de la cocina. No es que se lleven el trabajo a casa, simplemente están pagando la luz, el gas, el teléfono o el alquiler del instrumento musical de su hijo. Rellenan el cheque, lo meten en el sobre, le pegan el sello con el que más se identifiquen y lo dejan en el buzón de su casa para que el cartero se lo lleve. Y seguramente sería un rollo si no fuera por el placer de ir a Correos y elegir tus sellos con la asesoría de un empleado que no solo te cuenta la historia de la estampilla sino la historia de un país y te abre una puerta hacia intereses insospechados. ¿No es fantástico?

lunes, 24 de octubre de 2016

Propinas, ni grandes ni pequeñinas

A mí las propinas me ponen muy nerviosa. Nunca sé si estoy haciendo lo adecuado; me da miedo ofender a la persona a la que se la doy, bien porque no debería dársela o bien porque es poca cantidad (tampoco voy repartiendo millones por ahí, es cierto); y también temo ofender a quien no se la doy porque pueda pensar que debería dársela. En España vivo más tranquila porque no somos un país muy dado a las propinas. Como hace mucho que han desaparecido los acomodadores de los cines (que me provocaban también bastante desasosiego), nos basta con redondear el precio de la consumición en un bar, dar algo más en un restaurante y alguna moneda a la que te lava el pelo en la peluquería. Fácil.

Pero en Estados Unidos, cada vez que voy a un sitio susceptible de dejar propina (que son prácticamente todos), me quedo al borde de tomar un calmante y no tanto porque no sepa qué cantidad dar, que te lo dejan muy clarito en la factura, sino porque no sé a quién “debo” dársela, por lo que a la larga implica de imposición que no permite la opción de dejar claro si ha gustado o no el servicio y por lo absurdo que en sí mismo me parece el concepto.

Cuando vivíamos en México en todos los supermercados había niños o jovencitos que ayudaban a meter la compra en las bolsas, los llamados “empacadores”, y siempre se les daba una propina, no necesariamente grande pero sí obligada, porque sabías que eran niños con escasos recursos. Aquí, en los supermercados, suele haber adultos con algún tipo de discapacidad que hacen ese trabajo, pero a esos no se les da propina. Y ahí estaba yo los primeros días con mis nervios de “¿qué hago, le doy o no le doy, y si le doy poco?”.

Poco después, en la peluquería, tras pagar la escandalosa cantidad de 85$ por un simple “lavar y peinar” me volvió el ataque de ansiedad. Con mis cuatro pelos recién cortados fui a pagar y tras ver lo altísimo de la factura me explicaron que me habían asignado la peluquera con más experiencia del local porque, por ser la primera vez, querían que me fuera contenta. Me quedé puesta al saber que no pagas por servicio sino que cada peluquero tiene sus tarifas y, claro, mi veterana era la más cara. Teniendo esto en cuenta, busqué a la que me había lavado el pelo y le di su propina sin entregar nada a la que me había cobrado 85$ de experiencia. Pues mal, lo hice mal, porque a esa también tenía que haberle dado entre un 15 y un 20% del monto de la factura, o sea, unos 15$ más. ¡Me fui tan contenta… que no he vuelto!

En los restaurantes ya sé que, en efecto, no puedes dejar menos del 15% porque el camarero tiene un salario muy básico y el cliente tiene que complementarlo con las propinas (o sea, que le pagamos el sueldo entre todos). La razón es que es el cliente quien recibe el servicio. Y a mí me vuelve a hervir la sangre: también recibo el servicio del cocinero o de quien limpia el local y es que voy al restaurante a eso, a que me liberen de hacer la compra, de cocinar, de servir, de fregar los platos… y todo eso es lo que estoy pagando en la factura al dueño del local, quien realmente tendría que encargarse de pagar a los que lo hacen posible.

El guía del “turibús” en Nueva York pedía propina porque decía que él, exactamente igual que un camarero o un taxista, estaba prestando un servicio, el mismo servicio que  yo considero que ya he pagado al subir a ese autobús. Y es que, claro, en una economía de servicios como en la que vivimos, estas situaciones se plantean constantemente. Por ello, el otro día, The Washington Post sacó una noticia de dos páginas con consejos sobre las propinas. En los dieciséis supuestos que planteaba, estos consejos se resumían en dos: sé generoso donde tengas que dejarla y “drop a few bucks” (“suelta unos dólares”) donde pienses que no hace falta. Era lo que me faltaba, fui corriendo a la farmacia a hacer acopio de tranquilizantes pero casi me los tomo todos antes de salir porque me volvió a asaltar la duda: ¿tengo que dar propina al dependiente que me ha despachado?