Al poco de volver del verano me encontré
con una amiga americana que iba calzada con unas alpargatas. Cuando se las alabé me
dijo que las acababa de comprar en España, que eran un calzado tradicional, que la suela estaba hecha de esparto grass, un producto con el que la Península había comerciado desde la Antigüedad y que no se acordaba de
cómo se llamaban en español pero que en inglés se decía espadrilles. Me dejó puesta.
Este ha sido el verano del anti-turismo.
Al menos ese fue el debate en Mallorca, una isla que si bien es consciente del
impacto que dejan los millones de visitantes en su economía no puede evitar que surjan
voces ante la saturación que sufre en los meses estivales. Se discutía sobre turismofobia y turismofilia, sobre preservar el lugar en donde se disfruta de
las vacaciones, sobre el turismo como una industria intrusiva y contaminante que
hace desaparecer los locales tradicionales sustituyéndolos por lo que el
visitante demanda. Hablaban de mercados que dejan de ser el emblema de lo
popular para convertirse en escaparates del “delicatesen” exclusivo, de vecinos
a los que se les pide que participen, agradecidos, de la pérdida de identidad de su
entorno. De visitantes que han dejado de ser turistas (término derivado de la
palabra tour usada por los nobles ingleses cuando viajaban por el continente
europeo para conocer mundo) y se han transformado en consumidores de turismo.
Hay mucho americano consumidor de turismo
pero mi impresión es que tienden a quedarse en su país o en las vecindades. Los
americanos que viajan a España suelen tener una actitud más parecida a la etimológica
del término: partir de un punto, viajar, ver cosas nuevas, aprender y regresar
a su origen, porque sin ese componente de retorno no hay tour. La mayoría de
los americanos que he conocido tienen un carácter extrovertido y les gusta
sorprenderse ante sus descubrimientos, a veces con una ingenuidad deliciosa que
les hace la experiencia más grata. Tienen genuino interés por aprender e incorporar
novedades a su vida americana, como mi amiga de las alpargatas.
Por eso le hablé de ese taller con su
pequeña tienda en donde compramos las alpargatas este verano. Lo más alejado
del turismo contaminante. Lo más parecido a la reinterpretación de tradición y
artesanía. Sabía que le iba a encantar.
Lajuana es un proyecto de tres amigos
de La Salzadella, un pueblo en el corazón del Maestrazgo (Castellón) que, tras
quedarse en el paro hace ya varios años, decidieron dar un giro a su forma de
ganarse la vida. Convencieron a antiguas artesanas de los alrededores para que
les enseñaran a coser alpargatas y, una vez dominada la técnica del cosido a
mano tradicional, les dieron un nuevo aire influenciado por el entorno y su cultura mediterránea. No sé si me gustan
más los diseños atrevidos y divertidos de su calzado o el espacio en donde
trabajan: la casita blanca con ladrillo visto, los cactus de la entrada, el
botijo en la ventana, la minitienda con los modelos expuestos sobre un
seiscientos azul turquesa, las vigas de madera de las que cuelgan las cajas
que habrán de contener sus creaciones, la enorme mesa del taller atestada de
telas, suelas, papeles, alpargatas desparejadas, hilos de colores ….
Mi hijo se quedó fascinado. Como tiene el
pie muy ancho y todas las alpargatas le apretaban, se ofrecieron a coserle unas
especiales para él en donde pudo elegir la tela, el forro, el hilo de las
costuras y ser testigo del proceso de diseño
de principio a fin, en donde los dueños hicieron despliegue de su creatividad,
técnica y simpatía. Nos contaron que es difícil salir adelante pero que ahí
están, que venden sus productos en varias tiendas nacionales y on line, que cuesta meterse en el mercado
americano por los altos costes de transporte y que nunca renunciarán a seguir
haciéndolas con las técnicas tradicionales. El rato que allí pasamos y la
charla que mantuvimos fue un contagio de ilusión, un bálsamo tras la
crispación de la turismofobia de las semanas previas y una reconciliación con
la España estival, esa que a los verdaderos turistas, mi amiga americana y
yo entre ellos, nos encanta descubrir.
Post-post:
Típico calzado campesino en España, las
alpargatas saltaron al otro lado del charco en la
década de 1940, cuando alcanzaron gran popularidad por su comodidad, su
flexibilidad, su suela vegetal transpirable y su suave tacto. El que
personalidades como Salvador Dalí, en su versión más tradicional, o John Fitzgerald
Kennedy, en un glamuroso viaje por el Mediterráneo, fueran inmortalizados con
ellas en sus pies ayudó a su despegue. Pronto estrellas del celuloide de la
talla de Rita Hayworth o de Lauren Bacall las lucirían en largometrajes como La
dama de Shangai (de Orson Welles) o Key Largo (de John Houston). A principios
de los años 70, el diseñador francés Yves Saint Laurent encargó a la casa
española Castañer el diseño y producción de una alpargata con cuña, lo que fue
un éxito inmediato y desde ese momento es raro no verlas en las pasarelas o en
los pies de muchas mujeres en verano. Don Johnson, el famosísimo Sonny Crocket
de la serie Miami Vice, no sólo iba
vestido con la “bella arruga” ochentera de Adolfo Domínguez sino que calzaba alpargatas de esparto, como John Wayne o Humphrey Bogart.
Como mola ese sitio, investigaré su tienda on line , lo de espadrilles me dejó ojiplática y clavada al asiento juasssss
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