En un parque de Gijón hay un tiovivo
para los niños. Cuando mi hijo de 14 años, con su 1,80 metros de estatura, lo
vio este verano quiso subirse a toda costa. La verdad es que me pareció que ya era muy mayor para dar vueltas sentado
sobre un minúsculo caballo sujetándose con una mano a la barra mientras con la
otra nos saludaba. Para suavizar la cosa le propuse que subiera con su prima
de dos años a la que justamente íbamos a ver en ese momento, en ese mismo
parque. Accedió. La niña estaba comiendo algo, los padres nos liamos a hablar,
mi hijo esperó pacientemente y cuando, finalmente, consiguió llevar a su prima
al tío vivo, acababa de cerrar. Su decepción fue tremenda.
Ayer cerraba el tiovivo más famoso del área
washingtoniana, el histórico Carrusel Dentzel del Parque Glen Echo, en
Maryland, dando término a su temporada número 97. Volverá a abrir en la
primavera del año que viene pero yo no pude evitar pensar en la cara de
tristeza de mi hijo y en cómo no le dejé disfrutar sus últimos coletazos de
niñez en una atracción que fue creada, precisamente, para hacer disfrutar. Así que, para
quitarme el cargo de conciencia, decidí llevar a toda la familia a hacer “the last ride”, la última vuelta.
Pero es que el tiovivo que está en el
Parque Glen Echo no es uno cualquiera. Fabricado por una compañía de carruseles del vecino Estado de Pennsylvania en 1921, es una buena muestra del tallado de
madera que fue tan popular a principios del siglo pasado. Tiene 38 caballos, 2
carrozas, 4 conejos, 4 avestruces, un león, un tigre, una jirafa y un ciervo
que pueden subir o bajar al compás de los acordes de banda militar de su órgano
mecánico. Sólo queda una docena de estos maravillosos órganos que reproducen la
música a partir de unos rollos de papel perforados de los que el parque
conserva 200 rollos con 1.900 arreglos musicales. La música de banda, las luces, los colores
brillantes de los animales y su emplazamiento hacen que combinen perfectamente
la felicidad infantil de la atracción con el disfrute adulto de su belleza.
El ranger nos ilustra |
Tras este fracaso en 1893
y con el auge de los parques de atracciones en Estados Unidos, el terreno se
compró a principios del siglo XX para construir, en el más puro estilo art déco, uno de los mayores de la zona.
En el Glen Echo Park se instaló en 1923 la primera pista de autos de choque del
mundo, tenía una piscina olímpica con una playa de arena muy frecuentada por la
juventud de la época y fue muy popular hasta su lento declive en los años 50, en
que fue superado por otros parques del tipo de Disneylandia. La suspensión en
1960 de la línea del tranvía que transportaba a los pasajeros desde Georgetown
hasta sus puertas contribuyó a que fuera abandonado por el público.
El parque, además, no fue ajeno a esa
época de disturbios raciales de la capital de Estados Unidos que a mí me parece
tan interesante (ver entrada El lado oscuro). Como la mayoría de los
establecimientos públicos del área washingtoniana, estaba reservado para la
población blanca. En 1960, unos estudiantes de color quisieron llamar la
atención sobre las leyes segregacionistas y organizaron una sentada enfrente
del carrusel. Detuvieron a cinco de ellos por allanamiento de la propiedad lo
que derivó en una protesta de once semanas
contra la política del parque. En 1961 se vio forzado a abrir
sus puertas a gentes de todas las razas, pero por poco tiempo: en 1968 cerraría
sus puertas definitivamente.
Actualmente Glen Echo forma parte de la
red de Parques Nacionales que lo han recuperado para la difusión de la cultura y las
artes. Allí se organizan cursos de cerámica, soplado de vidrio, joyería, música (tiene una sede el Conservatorio de Washington)
o baile en el llamado Spanish Ballroom (salón de baile español), un enorme
espacio de más de 2.000 metros cuadrados construido en 1933 al estilo de la arquitectura
de las misiones españolas. Gabriel va allí a clases de guitarra acústica con un
profesor estupendo que viene una vez a la semana desde un pueblecito de Pennsylvania
en donde, dice, toca, sobre todo, en funerales.
Ayer, al bajarse del carrusel, Miguel no
tenía cara de funeral. Ni yo, ni nadie de la familia. Porque recuperamos por
unos minutos la ilusión infantil de los tiovivos aderezada con el delicioso
encanto demodé del Glen Echo Park.
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